El silencio de los corderos

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No sé si a los demás también les pasaba esto, pero yo, de joven, cuando terminaba de ver una película, me levantaba de la butaca y empezaba imitar al personaje que me había seducido o impactado. Desde el malogrado Bobafet e incluso antes... Llevado por la tontuna me ponía a copiar andares, a repetir frases, a adoptar tonos de voz. Como hacen Bob Brydon y Steve Coogan en las películas viajeras de Michael Winterbottom, pero con mucha menos gracia. Un siroco lamentable que nunca anunciaban los telediarios. Si la película terminaba poco antes de ir a dormir, la tontería sólo duraba el rato de las abluciones, de los últimos rituales. Pero si la película había sido de sesión vespertina, el demonio me poseía para toda la jornada, y no había exorcismo que pudiera expulsarlo de mis imitaciones.


    Al final, tras el rapto y la suplantación, siempre prevalecía el Álvaro Rodríguez de gesto contenido y verbo grisáceo. Yo mismo con mi mismidad. Pero todos los demonios que me poseyeron dejaron algo en mi interior: un repertorio inagotable de chistes, de ocurrencias, de frases hechas... No soy un producto original. Estoy hecho de ladrillos manufacturados. Un guión de corta y pega. Un monstruo de Frankenstein escrito con miles de verborreas recosidas.

    Viendo hoy por enésima vez El silencio de los corderos, me he dado cuenta de que tengo mucho material salido de Hannibal Lecter. Más del que yo recordaba. Su espíritu burlón me poseyó con la fuerza de diez Pazuzus del desierto. Es que era muy hipnótico, el hijoputa. Yo soy de los que dice quid pro quo cuando propongo un intercambio de confidencias con la pareja. De los que susurra “fly, fly, fly…” cuando quiero que el pesado de turno se vaya por donde entró. De los que siempre pide “un buen Chianti” para hacer la broma tonta en las tabernas de los pueblos –nadie la entiende, por supuesto. De los que recomienda leer a Marco Aurelio cuando alguien se embrolla en sus razonamientos y no sigue la obvia línea de la simplicidad. 
    Sí: soy uno de esos. De los de Marco Aurelio. De esos irritantes. De esos insoportables.



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Júlia ist

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Las becas Erasmus no se crearon para fomentar el intercambio cultural, sino el intercambio genético. El proyecto Erasmus es una eugenesia ideada en los laboratorios de la UE para que los universitarios se mezclen entre sí, en el crisol de los pisos y las residencias, y mejoren la raza decadente que habita este continente destinado a ser una reliquia de la Historia. 

    Los chavales, claro está, no son nada tontos, y toman sus precauciones cuando se lanzan al fornicio. Sólo uno de cada 100 polvos transfronterizos termina con el nacimiento de un Bebé Europeo que surca los cielos como aquel flotaba y sonreía en 2001, la odisea del espacio. Pero esos bebés accidentales son el chocolate del loro en el Gran Designio Fornicador. Lo que importa realmente es que la juventud se vaya conociendo, aprenda idiomas, rompa barreras, acepte otros tonos de piel para hacer que su vida sexual sea más rica y estimulante. Y genéticamente fructífera, cuando llegue el día de mañana. Conseguir que nórdicos y mediterráneos, católicos y ortodoxos, cerveceros y vinícolas, arríen sus banderas nacionales y las conviertan en sábanas de cama y en cobertores de sus excesos.

    Todo lo demás, en las becas Erasmus, es discurso y excusa. Pomposidad académica. Si en los campos de fútbol se grita que hemos venido a emborracharnos y el resultado nos da igual, los becados europeos podrían cantar que ellos han venido a follar y el currículum también se la sopla. Es lo que le sucede a esta chica de la película, Júlia, la de Júlia Ist, que se afinca en Berlín con la noble intención de estudiar arquitectura, mejorar su nivel de alemán y permanecer fiel a su novio de toda la vida, que se queda en Barcelona con cara de panoli. El afán de Júlia es noble y sincero, pero la beca Erasmus tiene un poder maligno sobre las voluntades de los jovenzuelos, y a las pocas semanas de vida berlinesa, Júlia ya se habrá quitado las gafas que le hacían parecer una empollona retraída. 

    Y así, como despojada de un objeto maldito, de una carga óptica que pertenecía a su vida provinciana, Júlia aparcará los libros de arquitectura para aprobar otras asignaturas más apremiantes de la juventud, y de la vida, y de la esencia de la europeidad. Los novios multiculturales son mucho más guapos y mucho más excitantes que el pobre Jordi, el mentecato que ya sólo aparece de vez en cuando por el Skype maldiciendo su suerte, tratando de reconocer en esa Júlia descocada y desgafada a la chica formal que una vez fue su novia en Barcelona.



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El caso Sloane

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El caso Sloane pasó por Estados Unidos como una tormenta por las pantallas. El eterno debate sobre la posesión de armas acaloró a los espectadores americanos y dio mucho de sí en los foros de los cinéfilos: los que llevan pistola al cinto y los que no (que digo yo, que a ver quién discute de cine –o de cualquier otra cosa- con un tipo que gruñe su desavenencia mientras acaricia la culata de un revólver).

    Pero aquí, en la civilizada Europa, donde el tema de las armas nos parece un asunto de gentes como Cletus el de Los Simpson, o como vaqueros extintos de las películas de John Wayne, El caso Sloane llegó como una borrasca ya sin fuerza, y apenas dejó cuatro chubascos en la taquilla. Unas marejadillas en las críticas especializadas, y el sol triunfante, eso sí, entre nube y nube, de Jessica Chastain, que aquí no tiene el cabello de color dorado, sino de rojo fueguino, como las estrellas más lejanas y más grandes. Como las musas de Boticelli, o las fantasías de nuestros sueños. Los sueños lascivos, claro, y los galantes, y también los sueños que mezclan ambos conceptos en la coctelera del amor verdadero. Pues la distancia de un océano, y nuestra condición de espectadores, no son impedimentos para que el amor por Jessica nazca y fructifique.

    El caso Sloane es una película difícil de seguir. Los subtítulos se suceden a ritmo de ametralladora entre políticos y politicastros, lobistas de las armas y onegeístas de la paz. Y aún así, con las letras sucediéndose a todo trapo, uno comprende que muchas traducciones se están quedando en el tintero. En una película húngara no me hubiese dado cuenta, pero mi inglés del bachillerato sí alcanza para saber estos límites de mi ignorancia.  Decido, pues, con todo el dolor de mi ortodoxia cinéfila, pasar al idioma doblado, que produce urticaria y falsedad, pero mi entendimiento de los personajes no mejora gran cosa. Cada frase es más inteligente, más pomposa, más epatante que la anterior, y hay giros, y regiros, y soluciones brillantes a lo MacGyver de la retórica. Al final no sé quién sale victorioso en esta esgrima de mujeres hiperinteligentes, de hombres hipercorruptos, de hijos de puta e hijas de putero que fabrican verdades –constitucionales incluso- a cambio de una bolsa repleta de monedas.





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Bombshell: The Hedy Lamarr Story

🌟🌟🌟

Mi padre decía que Hedy Lamarr era la actriz más hermosa que había visto en su vida. Quizá porque fue la primera que vio desnuda correteando sobre el lienzo, como una cervatilla salvaje, o como una ondina de las aguas, en aquella película mítica de su mocedad. O eso al menos imaginaba él, llevado por el espejismo de la nostalgia. Porque a mí, la verdad, las cuentas no me cuadran. La película de la que hablaba mi padre es Éxtasis, checoslovaca de entonces, de los años 30, en armoniosa gama de grises como decía Carlos Pumares, y es imposible que mi padre pudiera verla en la España franquista de León, con cuatro años recién cumplidos cuando los sublevados triunfaron en la ciudad. Quizá mi padre oyó hablar de Éxtasis en los círculos cinéfilos, o en su trabajo en el cine, que frecuentaban muchos críticos y muchos sabihondos, y él soñó que la imaginaba, o imaginaba que la soñó, a Hedi Lamarr, desnudica por los bosques centroeuropeos. La primera vez que una mujer aparecía sin ropa en una película comercial, si hacemos caso de los saberes enciclopédicos. Y que fingió –o experimentó, quién sabe- el primer orgasmo fuera de las pornografías que empezaron a proyectarse justo al día siguiente de la presentación de los hermanos Lumiére, en un café contiguo, semisótano, en el que había que decir "Fidelio" al portero que daba la entrada.


    Hasta que terminamos de ver este documental titulado Bombshell, Hedi Lamarr, para los cinéfilos provincianos, para los incultos de campeonato, no era más que eso: la nostalgia de nuestros padres. La actriz que le cortaba el pelo a Víctor Mature en Sansón y Dalila. La estrella en decadencia que se casó varias veces, que se operó todo lo operable, que tomaba pastillas para dormir y anfetaminas para despertar. Un clásico de los clásicos, dentro de Hollywood. Pero este documental –además de mostrarnos el dulce retozar de Hedy por la Checoslovaquia de Éxtasis- nos recuerda que a veces, la belleza física, en un acto generoso de los dioses, también viene acompañada de una gran inteligencia. De una que es incluso capaz de inventar un sistema de radiofrecuencia para dirigir misiles y torpedos en la II Guerra Mundial, y en las que vinieron después. En los ratos libres, doña Hedy, entre rodaje y rodaje, entre matrimonio y matrimonio, como quien no quiere la cosa, hacía estas cosas. La contribución bélica de esta actriz judía y exiliada.



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Michael Clayton

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Los títulos de las películas ya se están agotando. Existe un número finito de combinaciones entre las palabras más manidas del repertorio: venganza, deseo, amor, estafa, seducción, vida, olvido, muerte, resurrección…, y en ciento y pico años de explotación el filón cinematográfico está dando sus últimas amalgamas. De todos modos, es curioso que casi todas las películas vayan sobre sexo –o sobre la imposibilidad del sexo, o sobre la iniciación al sexo, o sobre la añoranza del sexo- y muy pocas aludan a él en los títulos que encabezan sus carteles. Rescoldos del viejo puritanismo, supongo.

    El deseo del amor, o La venganza del olvido, o La estafa de la vida… La agonía de la combinatoria empieza a crear monstruos semánticos con escaso sentido. Así que últimamente, ante la imposibilidad de dar con un título original, los productores prefieren descargar la responsabilidad en el nombre del protagonista. Como haría Ignatius Farray guiado por su loca teoría de las películas. ¿Cómo titular una película en la que un abogado llamado Michael Clayton ocupa casi todos los planos y además siempre sale guapo a rabiar, el muy jodido? Pues Michael Clayton, qué cojones, como Julia Roberts en Erin Brockovich, o Tom Cruise en Jack Reacher, o incluso Julie Andrews en Mary Poppins, que en los tiempos clásicos también se recurría a estos atajos del titular.

    Para qué enredarnos, en el caso de Michael Clayton, con otras posibilidades tan socorridas como Justicia final, o El abogado impasible, o El triunfo de los desamparados. Ponemos a Michael Clayton como título y a Michael Clayton copando el 100% del cartel, y fiamos todos los premios y las recaudaciones al deseo de las mujeres, a la envidia de los hombres, y a la buena opinión de los espectadores en general, porque además nos ha salido una película entretenida y muy nutritiva. Más aún: una película de la hostia, como si adaptáramos a John Grisham, pero mejor, más oscura y misántropa. Con un plano final de leyenda, en el coche, con Michael Clayton rumiando la sal y el azúcar.. Qué guapo, y qué estilo, y qué bien aguanta el tipo en cada planao, el jodido de Clooney…




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En cuerpo y alma

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Cuando alguien busca pareja para “compartir sus sueños” no se refiere, obviamente, a los sueños oníricos, que son muy personales, y además nos importan más bien poco, sino a los diurnos, que son los que de verdad conforman la vida: la casa en el campo, o la prole que corretea, o el gozo sexual que florece. 

    Nadie se toma la expresión al pie de la letra salvo los autistas, que tienen dificultades para entender las metáforas y los dobles sentidos, y viven sin amor mientas esperan que alguien comparta sus sueños en un sentido literal. Alguien que sueñe exactamente lo mismo cada noche, en una sincronía que sólo podría obedecer a las leyes de la metafísica. O al paroxismo de lo romántico.

    En cuerpo y alma es una película de género fantástico –aunque los mataderos de Budapest y los barrios proletarios parezcan muy reales- que juega con la posibilidad de que, efectivamente, dos autistas que vivían condenados a la soledad y a la masturbación descubran por azar que sueñan exactamente lo mismo. Más aún, que tienen sueños complementarios, pues él sueña que es un ciervo que baja al arroyo a abrevar, y ella que es la cervatilla que le contempla desde el otro lado de la orilla. Y no sólo una noche, sino todas las noches, desde que empezaron a cotejar sus recuerdos, en una sintonía espiritual que a cualquier persona normal –y cuando digo normal digo a las que no creen en el Destino y cosas así- haría sudar de espanto y obligaría a pedir el ingreso en una institución mental.

 O eso, o preguntarle a su interlocutor que dónde está la broma, y el cachondeo, que no termina de pillarlo. Pero los dos autistas de En cuerpo y alma, tan literales y enamoradizos, tan crédulos y solitarios, se creen a pies juntillas este entrelazamiento cuántico que atenta contra las leyes de la lógica. Qué pensaría de todo esto el abuelo Sigmund, que también era austrohúngaro, como nuestros dos ciervos silvestres, aunque de otra época, y con otro temperamento.





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Escondidos en Brujas

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Al genio de la lámpara maravillosa yo le pediría tres deseos: dinero para dejar de trabajar, tiempo para dedicar a la lectura, y presteza en la lengua para desarmar a mis interlocutores. Soltar, en el momento preciso, esa ocurrencia cojonuda, venida al pelo, que siempre nos asalta diez minutos después, o a la mañana siguiente, o en la puta vida. Esa lucidez súbita que era mejor no haber encendido, pues pocas cosas dan más rabia que la inteligencia retardada, que la brillantez innecesaria.



    Yo, en definitiva, le pediría al genio improbable renacer de mis cenizas y regresar a la vida convertido en un personaje de película. El guión hecho carne de algún demiurgo muy creativo. Ser, en todo caso -ya que no creo en las divinidades, ni en las de Bagdad ni en las de Roma- un personaje escrito por, poner un ejemplo, Martin McDonagh. Un tipo que naciera de la transustanciación de sus guiones impecables. Papel hecho carne, y palabras hechas pensamiento. Un personaje de película, stricto sensu. Perdido en Brujas, o en cualquier otro lugar con encanto. Eso da igual. Tener gracia cuando hay que tenerla: ni la humorada del cafre ni la tontería del sinsustancia. Presentarse ante una mujer hermosa con la excusa perfecta, el rollo preparado, la réplica seductora. Hablarle al amigo con palabras muy escogidas que al mismo tiempo le respeten y le hagan despertar de su letargo, o de su equivocación. Ser exquisito con esas cosas. Decirle al jefe que sí, que lo que él mande, más todavía si es un hampón como el que interpreta Ralph Fiennes en la película, que ni parpadea cuando le subleva la furia vengativa. Pero acatar sus mandatos con un verbo que preserve nuestra dignidad, y nuestra nobleza. No es nada fácil. Maldecir la miseria de vivir cuando toca, con palabras destempladas y tristes. Cagarse en la mala suerte, y en el infortunio prescrito, y en el aburrimiento de permanecer escondidos en Brujas, si ésa fuera la condena. Pero también, si la suerte cambiara, si el viento nos favoreciese, cantarle a la alegría de vivir con un discurso que nos anime en el esfuerzo.


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El autor

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La escritura es el refugio de los artistas mediocres. O ni siquiera mediocres: directamente sin talento. Las otras artes requieren un instrumento, una cámara, un material comprado en la tienda especializada. Unos conocimientos mínimos. ¿Pero escribir? Escribir está al alcance de cualquiera. Sólo se necesita papel y bolígrafo. O un ordenador, que ya tiene todo el mundo en su habitación. Enciendes el Word, adoptas la postura literaria, y con el folio en blanco ya parece que tienes medio camino recorrido hacia la gloria. Que lo otro sólo es ponerse y enmendar borradores. "Que la inspiración te pille trabajando", nos decimos para justificar nuestra pose, nuestra petulancia. Y la inspiración nunca llega, porque es muy escogida, y muy mirada, y sólo desciende sobre las cabezas que verdaderamente poseen el talento. Las únicas con helipuerto preparado para su aterrizaje. Los demás somos filfa y diletancia.

    Hay algo muy turbio, muy inquietante, que une a este Álvaro del blog con el otro Álvaro que protagoniza El escritor. No, desde luego, su hijoputismo sin escrúpulos, pero sí su afán estúpido. Su autoengaño preocupante. Porque este blog también nació de un orgullo sin sustento.  De un desajuste muy grave entre la competencia real y la competencia imaginada. Juntar letras para componer palabras y luego oraciones está al alcance de cualquiera. Sólo hay que saberse las normas de ortografía y tener un poco de oído para colocar los puntos y las comas. Pero escribir, escribir de verdad, es otra cosa. Hay que tener una voz propia, y los mediocres sólo repetimos lo que dicen los demás: los escritores de verdad, o los guionistas de las películas. Las personas ingeniosas que nos rodean. Los escritores sin chicha somos postes de repetición, papagayos de feria, grabadoras poco fidedignas. En el mero hecho de transcribir –pues eso somos en verdad, transcriptores- ya metemos la pata y estropeamos el mensaje original. No tenemos remedio. 

    Tardé tiempo en darme cuenta de todo eso. En eso sí que mejoro al personaje de Javier Gutiérrez, que no tiene pinta de haberse aprendido la lección. Al principio lo pasé mal, pero ahora ya me he curado. Ya no me tomo en serio este ejercicio. Pues es sólo eso: un ejercicio. Una gimnasia mental para que se desperecen las neuronas. Primero la  ducha, luego el café, y más tarde, siempre por este orden, el juntaletrismo, para solventar la resaca cotidiana del mal dormir. Si durmiera bien no necesitaría venir aquí a desbarrar. Simplemente disfrutaría de la vida.



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Handia

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A mí me sucedió lo contrario que a Joaquín, el Gigante de Alzo, que empezó a crecer en la adolescencia y ya nunca paró. A los catorce años, con un metro ochenta y cinco de alzada –que por aquel entonces, sin tanto yogur proactivo, no era logro baladí – yo jugaba al baloncesto y soñaba con ser el próximo Kareem Abdul-Jabbar de los ganchos suspendidos en el aire. Se me daban de puta madre, la verdad, los skyhooks que superaban a los defensas y desesperaban a los entrenadores. Una vez llegué a comprarme unas gafas de plástico –en irresponsable riesgo ocular- para emular a mi héroe desgarbado de Los Ángeles Lakers, que además hizo de piloto tolai en Aterriza como puedas. Los dos, Kareem y yo, cada uno en su categoría, cultivábamos un arte encestador que estaba cayendo en desuso: un tiro elegante, estilizado, de efectividad mortal si se practicaba con esmero, y yo me sentía como el artesano perdido del otro lado del Atlántico. Un primo lejano que algún día compartiría con él la gloria de las canchas, uno recién llegado y otro a punto de retirarse.



    Sólo un repetidor de mi clase, un tal Monge, que éste sí tenía pinta de acromegálico, además de ser un gilipollas integral, me superaba en estatura en el colegio de León. Y eso, la verdad, me jodía bastante, porque la altura era mi único rasgo selectivo en la competición por las mujeres. Mi única medalla, mi solitaria distinción, yo que era tímido de manual y gilipollas de otra estirpe, y sin la ayuda de mis centímetros estaba abocado al paseo solitario y a la masturbación consolativa. Yo soñaba con alcanzar los dos metros, o los dos metros diez, como alguno de mis primos, y dedicarme al baloncesto profesional, o incluso al  balonmano, que tampoco se me daba mal el juego de pivotar, y luego, ya con un buen fajo de jayeres, y las cámaras pendientes de mis evoluciones, lanzarme al merodeo de las modelos eslavas que pasaban del metro ochenta en unos cuerpos de mareo.

    Esos eran mis cálculos, mis cuentos de la lechera, los del Gigante de León que nunca fue exhibido en público más allá del patio del colegio y de las calles de mi barrio. También porque no nos dio mucho tiempo, la verdad. Un día de mis quince años, sin aviso previo, para mi pasmo y mi desconsuelo, dejé de crecer. Muchos de mis compañeros, lanzados por la inercia de las hormonas, me igualaron en altura e incluso me superaron, y yo supe por primera vez lo que era la mediocridad absoluta. El no destacar en nada. Mi cuerpo me había dejado tirado. Las hormonas del crecimiento se me fueron por la pata abajo, en algún esfuerzo del retrete. O fallecieron en acto de servicio. O se fueron a dormir la siesta y ya nunca más despertaron. No lo sé. Tal vez sigan ahí, durmiendo un sueño de baba, un letargo de padrenuestro, y a los cincuenta años se desperecen y me eleven otra vez a las alturas de la canasta. Será mi segunda oportunidad para epatar a las mujeres. Con las canas no me llega. Con el verbo tampoco. Tampoco sé cómo responderá mi miembro a ese último estiramiento de mi corporalidad.  Qué niña más vivaracha, por cierto, la tal Isabel II…


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Un loco a domicilio

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En este pueblo donde vivo se practican dos ocios fundamentales: el chato de vino y la misa del cura. Y el fútbol, los sábados, en el campo de tierra, donde los chavales se dejan la piel del orgullo y la piel de las rodillas. Si no fuera por esto último, por el campo de fútbol, que es donde yo hago el compadreo y la vecindad, y calmo la preocupación de quien ya me intuía muerto en mi covacha, diríase que vivo como un ermitaño sin más compañía que mis soledades, como decía pomposamente el poeta.
 
    Tan alejado de los bares como de los curas, sin tierras que regar ni cosechas que recoger, mi ocio diario, mi circo ambulante, mi compañía de títeres, es la televisión por cable. Y cuando digo cable, exagero la modernidad de estas tierras, que ni la fibra óptica llega todavía a sus lindes, y en realidad estoy hablando del satélite suspendido sobre los cielos, que emite sus frecuencias como un dios ecuménico que no distingue ciudades de aldeas, urbanitas de rústicos. Cuando termino la jornada me pongo las ropas de andar por casa, y mientras mis vecinos hablan del pedrisco en la barra del bar, y del turno de regadíos, y del vino peleón que fermenta en sus bodegas, yo cojo el mando a distancia y me teletransporto a mi universo de películas subtituladas, de series estrenadas, de caballeros atildados jugando al billar o de bestias peludas persiguiendo el balón oval. Éste es mi micromundo, mi tema de conversación, que sólo puedo compartir con gentes que no viven aquí, sino en la capital del municipio, a varios kilómetros que parecen la travesía de un mar, o el tránsito de un desierto.


    Si se me estropea la lavadora, la calefacción, la conexión wifi incluso, no sufro un ataque de nervios inmediato. Cojo el teléfono y llamo al técnico pertinente. Todo es subsanable, soportable, al menos durante unos pocos días. Todo, menos una avería en la antena parabólica, o en el codificador de Movistar que transforma sus señales. Ahí es donde yo me neurotizo,  y me tiro de los pelos, y sufro ataques de ansiedad que no puedo narrar sin ser tachado de majara. La persona más importante de mi vida -fuera de los círculos afectivos, y del funcionario que tramita mi nómina- es el chico del cable. Que aquí es el chico de la antena. Sólo ha venido dos veces en casi veinte años. Pero su llegada ha sido tan trascendental como la visita de un Papa, o el hospedaje de un rey. Es tal mi alegría al verlo aparecer, con su maletica de herramientas, con su sapiencia sobre aparatos mágicos, que yo le entregaría cualquier cosa que él me pidiera. La mano de mi hija, si la hubiese tenido. La amistad eterna, como solicitaba el personaje de Jim Carrey. La  virginidad de mis posaderas, incluso, en un arrebato de loca gratitud. Cualquier cosa. 

    El bar del pueblo es un lugar terrible, y la misa, una ceremonia siniestra, así que sólo tengo mi televisor para asesinar las horas. Él es mi amigo y mi compadre. Y cuando un amigo se va –aunque sea por unas horas- algo se muere en el alma.






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Amadeus

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Según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, Amadeus es una película innoble porque en realidad su personaje principal no es Mozart, sino Salieri, y el título, por tanto, engaña al personal con un truco publicitario. 

    Siguiendo este razonamiento tan estúpido como interesante, la película, para ser la obra maestra que todos los demás decimos que es, tendría que haberse titulado Antonio, así, en legras grandes, puestas al pie de una Viena invernal y fantasmal. Una decisión valiente, sin duda, pero de nulo recorrido comercial. Más acorde, eso sí, con una historia que prefiere centrarse en el envidioso y no en el envidiado. Que utiliza la figura de Mozart como un mcguffin para retratar al músico que en cualquier otra corte hubiera sido la cabeza del ratón, pero que allí, en la Viena de los déspotas ilustrados, sólo era la cola del león.  El autoproclamado rey de los mediocres: Salieri I. El monarca que nos representa a casi todos.

    Y pobre Salieri, digo yo, tan malparado ya para los restos, retratado para siempre en el lado oscuro de la Fuerza por ese Murray Abraham tan hijoputesco como efectivo. Porque luego, en verdad, ningún dato histórico le condena, más allá de una carta de Mozart en la que se queja del italiano en el estreno de Las bodas de Fígaro, por hablar mal de la obra, y de poner impedimentos a su estreno. Peccata minuta.  Lo normal, digo yo, en la corte de Viena, y en cualquier corte europea de relumbrón, donde los músicos se navajeaban continuamente con la mejor de las sonrisas y la peor de las intenciones. 

    Pero de eso, de la rivalidad profesional, al mito de Antonio Salieri puteando al pobre Mozart hasta el final, insinuando además la autoría material de su muerte, media un abismo de imaginación que empezó con una ópera de Rimsky Korsakov -casi como una broma musical- y terminó, siglo y medio después, con la obra maestra de Milos Forman que dictó sentencia moral sobre el personaje. El Darth Vader de la música clásica, a su pesar.





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El instante más oscuro

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A Winston Churchill le caían bien los fascistas. Y no es un dato desconocido, de top secret para arriba, que haya que buscar en la Deep Web. Figura en todas las biografías consultadas del personaje. Una pequeña incongruencia -ups- que nadie menciona en este panegírico sonrojante que es El instante más oscuro. Lo que hace Winston Churchill envuelto en soflamas y en poses de gran estadista -con esa música estomagante que lo acompaña todo el metraje- es enjaular al monstruo que él mismo había contribuido a crear.

    A Churchill le gustaba mucho la democracia, sí, pero la democracia controlada, como Dios manda, sin rojos que dieran por el culo con los derechos laborales. Los pobres a trabajar, y los aristócratas, como él, a mandar. El orden natural de las cosas... Y los rojos, en el período de entreguerras, andaban muy revueltos con sus banderas al viento y sus huelgas generales. Querían salud pública, los muy jodidos, y sueldos más dignos, y días de descanso, y vacaciones en verano, y que los niños fueran al colegio en lugar de bajar al tajo de las minas. Hay que ser rojos de mierda... 

    Al principio del siglo XX, los demócratas como Winston les enviaban a la policía, o al ejército, a pegar cuatro tiros al aire y un par de ellos a las piernas, o al bulto, para acojonar un poco más al personal, a ver si se callaban de una vez. Pero la obrerada no se amilanaba y además quedaba muy mal en los noticieros. Así que la burguesía contrató a un ejército clandestino de matones que se ocupó de poner orden en las fábricas. Los financiaron, los mimaron, los protegieron, y un buen día, democráticamente, se los encontraron ocupando los escaños reservados. Libres ya de sus dueños. Emancipados. Y pirados de remate. Envalentonados y armados hasta los dientes. Un ejército de asesinos que hizo su calentamiento militar en la Guerra Civil española. Ésa en la que Winston Churchill mostró su simpatía por los generales sublevados, tan fascistas como entrañables. 

    Cuatro años después, tuvo que salvar a su ejército y a su pueblo de esos mismos mogwais transformados en gremlins asilvestrados. El instante más oscuro, sí, y también el más irónico.


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Lady Bird

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Tengo que confesar que venía con cierta pereza a la cita con Lady Bird. Porque de adolescentes americanos a punto de entrar en la Universidad, los cinéfilos ya podríamos impartir un máster, una cátedra en la universidad de nuestro terruño. Desde Rebeldes sin causa que no hemos parado. A estos caucásicos de la hamburguesa que lo mismo se las comen que las sirven para ganarse sus primeras perras, los conocemos mejor que a nuestros propios hijos, los españolitos sin futuro. Vemos a un adolescente español en las películas, o en las series infumables, y es como ver a un extraterrestre del que no entendemos ni el lenguaje ni la motivación. Quizá porque ya hemos interiorizado que nuestros retoños serán adolescentes hasta los treinta años, ya ni siquiera mileuristas, ni precariados, sino directamente esclavos de la Nueva Roma de Bruselas, y que tenemos tiempo de sobra para entenderlos y financiarlos. 

    Las chavalas españolas que terminan su bachillerato o su módulo de FP están muy lejos de las inquietudes que animan a Christine, autodenominada Lady Bird en la película porque quiere volar libre como los pájaros. De las inquietudes estudiantiles al menos. Porque los americanos, cuando eligen una universidad para transitar su mocedad, lo hacen sabiendo que su decisión es trascendental, y que de allí saldrán con un título válido, con una formación pertinente, y no como ocurre aquí, que la universidad es casi una excusa para irse de casa, una fiesta de la juventud, un pasatiempo entre cafeterías y botellones que no prepara en absoluto para la vida. Una enfermedad fastidiosa o lúbrica –según las suertes- que hay que pasar en el calendario vacunal de la primera juventud.

    Lo otro que inquieta a Lady Bird en su película –el primer polvo, el primer porro, el primer amigo gay- viene a ser lo mismo en ambas orillas del Atlántico, gracias a Dios. En esto sí que nuestra juventud se ha vuelto moderna y molona, tolerante y ejemplar.  Las nuevas generaciones –no las del PP, sino las otras-, nos dan sopas con honda. En sus cortas vidas han visto y vivido mucho más que nosotros, los canosos y las canosas. Sus vidas están siendo más densas y fructíferas. Nosotros sólo teníamos dos canales en la tele, y pantalones cortos, y la martingala de los curas. Y los tebeos de Mortadelo y Filemón. En Lady Bird, el colegio católico sobrevuela sobre Christine como una molestia nimia, como la cagada de una paloma. 


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La gran enfermedad del amor

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En La gran enfermedad del amor –que ya el título, de por sí, es cojonudo, porque el amor es verdaderamente un sarampión de los testículos, una papera de los ovarios, un trastorno psiquiátrico que no conoce vacuna ni tratamiento- Kumail y Emily se pasan dos horas de metraje yendo y viniendo, afirmando y negando. Metiendo sólo la puntita del zapato, o de la curiosidad, o del miembro viril, a la espera de que pase la borrasca de las dudas. Pero al final –y esto no es un spoiler, porque es una comedía romántica- ambos acaban compartiendo el mismo virus que los hizo enfermar.

    Ambos se saben predestinados desde el primer saludo devuelto con una sonrisa, porque en esas cosas el instinto es un viejo zorro que raras veces se equivoca. Sólo muy borracho, y muy ardiente, en el marero estroboscópico de las discotecas… Kumail y Emily se aceptan desde la primera noche en que se conocen y se acuestan, porque ellos son dos chicos modernos, desprejuiciados, que primero tantean los cuerpos y luego, si la cosa funciona, alinean con esmero los karmas y los espíritus, en el orden inverso al tradicional. ¿Quién dijo que el conocimiento carnal vale menos, es más inmoral, menos aconsejable, que la cháchara eterna que mantiene la tensión sexual y alimenta el estrés y la desconfianza? 

    Kumail y Emily tienen que rellenar una película entera con hojas deshojadas de la margarita. Dar un pasito pa’lante y un pasito pa’tras, como en el baile de Ricky Martin. Y esto, además, no lo olvidemos, es la true story del propio Kumail y de su esposa Emily, coautora del guion, y hay que atenerse a los hechos fundamentales aderezándolos con buenos actores y con chistes ingeniosos que no suenen a viejuno ni a chotuno. La película es, por cierto, tan cojonuda como su título.

     No queda más remedio que poner barreras, impedimentos, jodiendas de todo tipo para separar a los amantes el tiempo prescrito que dura un largometraje. Y la primera cuestión es que ellos son jóvenes, y guapos, y listos de la hostia, y ligan con suma facilidad en la noche de Chicago, y están acostumbrados a no quedarse con el primero que pasa, ni con la primera que asiente. La noche es promiscua, y la juventud florida, y tras el primer encuentro prefieren tomarse un respiro y una duda. Seguir posándose en otras flores, alimentándose de otros néctares, a ver si alguno mejora lo que ya han catado y les trastorna el gusto y los otro cuatro sinsentidos.



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Call me by your name

🌟🌟🌟

Yo nunca tuve un amor de verano. Más que nada porque nunca veraneé. No había posibles, ni gente que prestara el apartamento. Mi familia era pobre y algo apestada en el árbol genealógico. La purria del barrio y de los apellidos. Como mucho un veraneo vicario en Verano Azul, enamorado de una Bea inalcanzable que al final se calzaba el rubiales de turno, el tal Javi, de Madrid, con su ejque, y su chulapería.

    Si Nerja ya era un paraíso inalcanzable para el lumpen-proletariado de León, imagínate el veraneo en una casa señorial como ésta donde Elio se hace las pajas, y se tira a la estudiante francesa, y se acuesta con el maromo americano, allá en el paraíso de la Lombardía o de la Toscana, que al final uno no sabe dónde está el drama de esta película, porque al chaval le llueven las ofertas sexuales como a un actor de moda o a un modelo muy cotizado. 

    Nadie se para a pensar -empezando por James Ivory, el gentleman, el oscarizado- que hay gente que ha pasado mucha hambre en la adolescencia, mucha miseria, la hambruna etíope del aspirante sexual. Chavales que nunca nos jalamos una rosca porque no teníamos la suerte, ni el atractivo, ni la posibilidad de un veraneo en la Italia romántica del sol eterno y las ruinas de los antiguos. Que no teníamos ni el consuelo de un melocotón deshuesado al que poder zumbarnos en la intimidad de nuestras alcobas -que nosotros siempre llamamos dormitorios- porque al precio que estaban los melocotones por entonces era un auténtico crimen desperdiciarlos, que mi madre los traía envueltos en paño de oro y si me llega a pillar con uno de ellos ensartado en la polla –que entonces se decía minga- del tortazo que me arrea aparezco donde Elio entrando por la ventana y sorprendiéndole en su verano tórrido y lujurioso.

    Que hijo de puta más quejica y más odioso, el tal Elio… El amor de verano es un asunto de burgueses, y de burgueses guapos además, que son los que llegan, bichean y triunfan como señores, como Julio César en las Galias. Y a mí, qué quieren que les diga, me caen como una patada en el culo. Al resentimiento del bolchevique se suma el resentimiento del hombre feo y apocado. Me sale del alma. Me dan por el culo en un sentido metafórico. Que le jodan al tal Elio. Ni una lágrima, ni una pena, ni una empatía de amante contrariado, ha ensombrecido mi rostro con sus –supuestas- desventuras.

 



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El show de Truman

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que ves El show de Truman sólo estás pendiente, lógicamente, de las andanzas y malandanzas de Truman Burbank. Jim Carrey monopoliza la película y uno está que se come las uñas con su despertar del engaño y su fuga hacia Mundo Exterior donde le espera Natascha McElhone. Que ya quisiera uno -digo yo- pasar unos cuantos años en la inopia vital, vigilado por un dios con boina francesa, si la compensación es que luego, ya unidos para siempre, Natascha te dedique danzas melanesias al calor de las fogatas.

    Hoy que he vuelto a ver El show de Truman con el desenlace sabido y la moraleja digerida, me ha dado por pensar en los otros personajes que viven atrapados con él en Seahaven Island. Porque si Truman es un prisionero de la vida, ellos, los actores y actrices que se dedican a engañarle, son unos prisioneros del trabajo bajo la bóveda del gran estudio de Christof.

     Quiero decir: la mujer de Truman no es su mujer de verdad, sino una actriz que a veces parlotea incoherencias publicitarias mirando hacia el infinito, pero en realidad también se pasa todo el día allí, esclavizada, fingiendo un matrimonio que tal vez empieza a traspasarle la piel. Supongo que por el día, mientras Truman va repartiendo sonrisas y pólizas de seguro, unos empleados del show adecentan su casa y bajan al supermercado y Meryl Burbank aprovecha el asueto para refugiarse por unas horas en su casa verdadera, seguramente a pocas millas del trabajo por si a Truman le da la ventolera, y convivir unas pocas horas con el señor Gill y sus hijos semiabandonados. ¿Qué pensará de todo esto, me pregunto, el señor Gill, un tipo que lleva años viviendo un vis a vis carcelario y que ve a su esposa en la tele no fingiendo el amor como una actriz profesional, sino haciéndolo de verdad como una actriz porno, aunque sea protegida por una cortinilla televisiva, por un fundido en negro con acompañamiento musical, cuando ella se entrega al débito conyugal para que Truman siga sin coscarse del gran negocio que se mueve a su costa?   

    ¿Qué pensará de todo esto la mujer verdadera de Marlon, el tipo entrañable, el amigo del alma, el borrachín que nunca suelta el pack de seis latas para presentarse al lado de Truman en las duras y en las maduras? Ese tipo que siempre está cuando Truman necesita un apoyo, o una juerga, o un lavado de cerebro. Un tipo omnipresente al que los productores reclaman a cualquier hora cuando saltan las alarmas de Truman mosqueado, de Truman que reflexiona, de Truman que casi muere aplastado por un foco que se desprendió. Marlon también lleva una vida verdadera fuera de Seahaven, pero sólo durante unas horas al día, sin sábados ni domingos, tal vez sólo las vacaciones de verano, quince días al año, cuando le dice a Truman que está de viaje en Singapur y en realidad sólo está tres kilómetros más allá, al otro lado del decorado, descansando con otra familia, en otro pueblo, con otros amigos más verdaderos. 





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La batalla de los sexos

🌟🌟🌟

Como en cualquier película de guerra –y ésta, en el fondo, es una película sobre la guerra más vieja del mundo, interminable y soterrada- la escena de la batalla da sentido a todo lo que se contó antes, y a todo lo que se contará después, si es que alguien queda vivo tras la matanza. En La batalla de los sexos, sin embargo, el gran partido de tenis que enfrenta al hombre y a la mujer, al payaso y a la deportista, al macho pavoneante y a la mujer que se rebela, viene a desmontar, a ensuciar incluso, todo el discurso anterior que ennoblecía la película.

     A principios de los años setenta, Billie Jean King se puso al frente de las tenistas profesionales que estaban hartas de cobrar mucho menos que sus colegas masculinos. No vendían tantas entradas como ellos, o no daban salida a tanto merchandising de raquetas y zapatillas, pero la diferencia salarial era exagerada y ofensiva. Y decidieron plantarse. Renunciaron a jugar los grandes torneos y montaron una competición paralela al circuito oficial. Con Billie Jean se fueron las mejores raquetas del momento. El pulso ya estaba echado. Todo era muy serio, muy reivindicativo, muy profesional como diría el entrañable Pazos. Hasta que un día aparece en escena Bobby Riggs, el ex tenista que propone a Billie Jean el gran negocio del siglo: un partido Hombre contra Mujer para demostrar que el tenista masculino es superior, imbatible en el cuerpo a cuerpo, y que por eso merece ganar más dinero. Una propuesta absurda, falseada, porque él tiene cincuenta y cinco tacos y está fofo, y no se entrena desde que abandonó el profesionalismo, y Billie Jean, por el contrario, está en lo mejor de su carrera, con las piernas ágiles, el resuello controlado, el brazo combativo…


    La batalla de los sexos se pierde en el asunto muy tonto del partido de tenis cuando su chicha, su conflicto verdadero, estaba en el asunto de la bisexualidad escondida en el armario. Aún faltaba una década para que Martina Navratilova, en lo más alto de su carrera -no cuando ya se retiraba o ya nadie se acordaba de ella- saliera un día ante los micrófonos y dijera: sí, que pasa, soy lesbiana, y juego al tenis de puta madre.  Y créanme: no tiene nada que ver una cosa con la otra. Ustedes pagan una entrada o encienden el televisor para verme empuñar una raqueta. Lo otro es cosa mía.



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Mira lo que has hecho

🌟🌟🌟

En una entrevista promocional, Berto Romero, el gran Berto -como aquel cañón enorme de la I Guerra Mundial, el Gran Berta- defiende que su serie comienza donde terminan las otras comedias románticas. Que más allá de la boda, de la reconciliación definitiva, del gran polvo que sella el armisticio en la cubierta del portaaviones, son muy pocos los que se aventuran en el terreno pantanoso de la convivencia. Como si el amor terminara justo ahí, donde las películas y las series ponen el The End, y lo otro fuera una puta miseria que ya no merece tal nombre. Más bien una sarta de eufemismos que enmascaran el conflicto y la decadencia, la rutina, y el día a día. El ir-acostumbrándose-a-las-manías-y-a-los-defectos-del-otro. Y la crianza de los hijos, claro, que tiene muy poco de romántico, y es en cierto modo el fin del engaño, y del autoengaño, la trampa que nos esperaba al terminar el último trozo de queso.

    Mira lo que has hecho se atreve a dar ese paso. Se aventura en los lodazales donde la pareja ya no folla ni tiene ganas de intentarlo. Es el tiempo de ir a toda hostia a cualquier lugar, medio dormido, medio zombi, con el bebé a cuestas, en el carrito, en el coche, en el maxi-cosi, como en esas novatadas universitarias que te obligan a ir todo el día paseando a una oca de la correa. Mira lo que has hecho es como empezar a ver Catastrophe por la segunda temporada, pero sin las cuchipandas ni jolgorios de la primera. Catastrophe, además, que podría ser un referente temático de Mira lo que has hecho, juega en otra división, en otra categoría. Es una comedia en el sentido estricto de la palabra. Los personajes son como usted y como yo: buenos, pero malos; nobles, pero rastreros; generosos pero egoístas. Y a veces ni siquiera eso. Son imperfectos pero creíbles. Cínicos pero humanos.

    El Gran Berto defiende, en esa misma entrevista, que su producto no va a caer en la ñoñería del “to er mundo e güeno”, pero resbala varias veces en ese charco maldito, y sale con el culo manchado de agua sucia. Hay comedia, sí, y a veces comedia de la buena, curiosamente cuando la historia se desplaza a los tiempos pretéritos de la pareja, que eran los que no venían a cuento en su serie. Pero todo lo demás sale como ranciuno, como noventero, y tiene un aire a telecomedia familiar de cadena privada de las de no pagar, con sus abueletes, sus cuñados, sus niños pesados… Sólo falta la criada andaluza que suelta refranes entre sartenes. La familia al completo, vamos, ésa que pinta el “gran fresco” de las relaciones conyugales, pero que queda tan ridícula como la familia de Carlos IV en el cuadro de Goya.





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The Deuce

🌟🌟🌟

“¡SEXO!... Y ahora que ya tiene nuestra atención, queremos comunicarle la próxima apertura de Almacenes Prieto, en el centro de la ciudad…” 

    Hace años esta era una táctica habitual en el mundo de la publicidad. Uno iba caminando por la calle tan ricamente, pensando en el fútbol o en la lista de la compra, y de pronto, como en una sacudida, te encontrabas con la palabra SEXO escrita en mayúsculas, y era como si tu homínido interior despertara del letargo. Y se te iba la vista, claro, a la octavilla, o al cartel publicitario, y por un segundo llegabas a pensar que estaban anunciando rebajas en el sector de la compañía, o que los poderes públicos lanzaban una campaña animando a la coyunda para subir los índices de natalidad. 

    La táctica de asociar el sexo con los Almacenes Prieto -o con las campañas humanitarias, incluso- duró sólo unos cuantos meses. Hasta que aprendimos a no seguir leyendo la letra pequeña que venía tras el reclamo. Con el riesgo evidente, eso sí, de perdernos alguna oferta verdadera, libidinosa, de las de tirarse luego de los pelos porque los amigotes si fueron y la gozaron en grande. Como Tom Cruise en la mansión de Eyes Wide Shut, pero sin equivocarse de contraseña en la segunda puerta.

    A los que ya conocemos las series de David Simon no nos hacía falta el anzuelo del sexo para ver The Deuce. Si hubiera tratado de dos ancianas inglesas que toman el té mientras charlan sobre sus nietos y sus achaques, en ocho capítulos idénticos donde sólo cambiaran los juegos de café y las mesitas de sobremesa,  la hubiéramos visto igual. Algo habríamos sacado en claro tratándose de Simon. Nuestra fe en él es ciega.  Pero como sus seguidores somos habas contadas, y sus series, aunque muy alabadas por la crítica, dejan números muy escasos en las audiencias, los responsables del marketing fueron vendiendo la moto de que The Deuce trataba sobre el nacimiento de la industria del porno allá en Nueva York, en los años setenta, cuando Time Square y sus alrededores no eran precisamente un paraíso para el turista, y el chulo putas, y la puta explotada, y el navajeo, y el bar da mala muerte, y el drogadicto tirado en el portal, disuadían al ciudadano universal de pasearse por allí haciendo foticas.

    Y no es que nos hayan mentido del todo, los responsables del marketing, con eso de que en The Deuce había mondongo, y se veían cosas impensables en otro show para la televisión. Haberlo haylo, el asunto, pero se nota a la legua que a David Simon no le interesa demasiado. La industria del porno de The Deuce –como la droga de The Wire o el huracán Katrina de Treme- sólo es el mcguffin que le sirve para trazar retratos de personajes. Porque The Deuce trata, básicamente, sobre las gentes de The Deuce, que es el barrio neoyorquino donde se cortaba el bacalao. Gente - y gentuza- que se levantaba por las mañanas a ver qué novedades les deparaba la vida. Una historia de barrio cutre, esforzada y resudada, que si no fuera por la industria del porno podría haberse ambientado perfectamente en el barrio de Vallecas.



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Blade Runner 2046

🌟🌟🌟🌟

O yo lo he entendido muy mal, o no sé dónde está el misterio de la reproducción replicante. Los replicantes no son androides ni cyborgs. No son los sintéticos que joden la marrana en todas las películas de la saga Alien, que los parten por la mitad y se ponen como locos y salen cables como intestinos y borbotean líquidos lechosos de alimentación. Si estamos hablando de fisiología –que no de filosofía- los replicantes son hombres y mujeres exactamente iguales a nosotros. La única diferencia es que no han sido cocinados en un útero, ni han salido al mundo atravesando un cuerpo de mujer. Y que sus creadores -esos hijos de puta de la Tyrell, o de la Wallace- los fabrican con fecha de caducidad muy corta para que no den muchos problemas y trabajen a destajo en las colonias.


    En ningún momento de Blade Runner -la original- ni de Blade Runner 2046 -la secuela- se nos dice que la espermatogénesis y la ovogénesis sean procesos cancelados en sus funciones corporales. Y el sexo, además, como se intuía entre los personajes de Rutger Hauer y Daryl Hannah –una cosa muy salvaje- y entre Harrison Ford y Sean Young -un asunto más sosegado- no parecía un comercio prohibido por la legislación. En Parque Jurásico, al menos, los genetistas tomaban la precaución de que todos los dinosaurios fueran hembras. Aunque luego la vida se abriera camino… Los replicantes, en cambio, son fabricados sexuados, y muy atractivos por lo general, y aunque lleven un código tatuado bajo el ojo, lloran, sangran y mean como todo hijo de vecino, y suponemos –o suponíamos- que el semen fluía entre sus cuerpos con los riesgos evidentes de procreación.

    Pero se ve que los seguidores de la aventura estábamos equivocados. Así las cosas, convertida la reproducción entre replicantes en un milagro de la biología, Blade Runner 2046 se parece más a un evangelio futurista que a una segunda parte de la película original. Hay una criatura nacida de una Virgen María sin posibilidad de concepción; un rey Herodes apellidado Wallace que lo persigue sin descanso para diseccionarlo; un departamento de Policía que lo busca en paralelo porque teme que algún día encabece la revolución de los esclavos. Deckard resucita de entre los muertos. Hay un ángel del Señor, incorpóreo, que se pasea por la Tierra con el nombre artístico de Joi. Y hay, por supuesto, enhebrando el relato de tales maravillas, un Jesucristo replicante que duda de su naturaleza íntima hasta el último momento. ¿Sueñan los androides con caballos de madera?



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