Matrimonio de conveniencia

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En Matrimonio de conveniencia, la señorita Brontë, ciudadana americana residente en Nueva York, con un peinado de los años noventa idéntico al que lucía Elaine Benes en Seinfeld, aspira a vivir en un ático con invernadero tropical y vistas diáfanas de los rascacielos. Pero la comunidad de vecinos, que vela por las buenas costumbres de los residentes, exige que miss Brontë presente un certificado de matrimonio para empezar a negociar el contrato. Ella es demasiado guapa, demasiado sexy, y los vecinos no quieren ver un desfile de maromos entrando y saliendo del edificio. Quieren ver estabilidad en la escalera, en el ascensor, en los espacios comunes de esparcimiento. Quieren que los ruidos conyugales procedan siempre de la misma fuente varonil. Saber que siempre es el mismo señor Brontë el que exhala y proporciona los gemidos de placer. Habituar el oído. Sonreír complacidos en el sueño desvelado.

    Por su parte, Georges Fauré es un ciudadano francés que busca el permiso de residencia en Estados Unidos. La green card del título original. Caducado su visado de turista, Georges sobrevive en trabajos mal pagados a la espera de un golpe de suerte, o de una patada en la puerta que inicie los trámites de deportación. Georges es un hombre con estudios, con aspiraciones, con inquietudes musicales incluso, y siendo francés no se entiende muy bien qué narices pinta en Estados Unidos pidiendo la limosna de un DNI. Como si en Francia no les dieran trabajo a los músicos o a los artistas. Si fuera un exiliado libanés, o tanzano, que son países muy poco proclives al I+D de sus habitantes, el personaje de Gérard Depardieu tendría otra credibilidad, otra consistencia. Pero claro: ya no podrían poner a Gérard Depardieu como actor estelar en la película.

    La única salida que les queda a estos dos personajes atribulados es un matrimonio de conveniencia, que aquí en España, tan buenos como somos con los eufemismos, se llama matrimonio de complacencia. La señora Brontë y el señor Fauré no tienen, por supuesto, ninguna intención de vivir juntos, pero una inspección gubernamental les obligará a guardar las apariencias durante unos días de mutuo conocimiento. Y así, sin proponérselo, surgirá el amor. Es una vieja teoría que corre por ahí. Hay incluso un programa de televisión que la usa como argumento principal. Quizá el orden correcto no sea primero el acercamiento, luego la intimidad, y más tarde la convivencia. Tal vez nos iría mejor si probáramos a hacerlo a la inversa: primero convivir con el desconocido que nos hemos topado en el bar o en el speed dating; luego testarlo en las condiciones más críticas de la vida doméstica, y de los fragores más exigentes de la batalla sexual, y ya más tarde, si la cosa funciona, plantearse si el romanticismo tienen cabida en esa extraño proyecto de pareja que empezó construyéndose por el tejado.


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