Barry Seal: el traficante

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Barry Seal -el personaje real, no esta idealización molona y sexy que encarna Tom Cruise-, era un tipo fondón, con cara de pánfilo, como un matón secundario en la cohorte de Los Soprano. Un tipo que se movía entre el anticomunismo de parvulario y la codicia del Tío Gilito. Un tipo muy poco recomendable, peligroso incluso, al que seguramente daría asco conocer en primera persona. 

Por mucho que Tom Cruise se esfuerce, y por mucho que Doug Liman le siga el rollo, por mucho que nos ablanden con la historia de su matrimonio y con su empecinamiento de americano, Barry Seal es un personaje que no hace ni puta gracia, y sin embargo, la película se desvive por hacernos reír con las aventuras coloniales de este yanqui salvando los logros del Imperio. También conocimos el “lado humano” de Ray Liotta en Uno de los nuestros, o de Stringer Bell en The Wire, y jamás olvidamos quiénes eran. Aquí ha fallado algo. 

    La película hubiera sido distinta con otro actor menos operado del rostro, menos pendiente de sus tabletas. Con otro director de vocación más documental. Menos peliculera. Se agradecen los esfuerzos por entretenernos, pero la historia de Barry Seal, por sí misma, ya es entretenida de cojones. Todo un vodevil ochentero de la histeria anticomunista. No hacía falta pintar al fulano de colorines.  El mero hecho de elegir a Tom Cruise para encarnar a Barry Seal –o que el propio Cruise decidiera apropiarse de esta biografía- ya debería ponernos sobre aviso. Treinta y tantos años después haber derribado los cazas Mig-28 enviados por los soviéticos, el teniente Maverick vuelve a surcar los cielos para luchar contra los comunistas que amenazan el american way of life. Aunque ahora lo haga desde una avioneta civil, tirando fardos de droga o de fusiles sobre los parajes.





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