La guerra de los Rose

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Donde ha crecido la pasión luego no puede crecer la indiferencia. En el jardín de los amantes, las flores destilan un veneno perfumado, casi imperceptible, que se filtra en la tierra con cada lluvia de primavera. Cuando las flores se marchitan, en ese campo, como en los campos que asolaban los hunos, ya nunca vuelve a crecer la hierba. Tras el paso del amor podría quedar eso: una pradera verde, insustancial, en la que no crece nada bonito pero tampoco se retuercen los espinos ni se acumulan las cenizas. Pero el veneno que fluía al mismo tiempo con el sudor y las secreciones vuelve el campo negro, improductivo, como en las tierras oscuras de Mordor. Y cuando los ex-amantes vuelven a cruzarse sólo encuentran un yermo con muchos cardos y muchas piedras para arrojarse.

    El matrimonio de los Rose se quiso tanto en los años de bienaventuranza -tan anglosajónicos ellos, tan rubios, tan atractivos- que ahora, en el toque de retirada, se odian con saña de bestias para compensarlo. La pasión ardiente se les tornó odio cejijunto. O sucede, simplemente, que el sexo disimulaba las pequeñas hogueras que se iban encendiendo cada día. Una pequeña contrariedad, una manía insoportable, un desprecio que nunca se olvidó... La vida en pareja, en definitiva. La sagrada institución del matrimonio. Al lado de ese gran sol que se encendía sobre la cama nada más llegar la noche, todos los pequeños incendios palidecían y quedaban relegados. El sexo de los Rose era una fragua de Vulcano, un alto horno de la siderurgia, y cuando un día se quedó sin carbón y terminó por apagarse, dejó tras de sí una montaña sucia de escombros. Una masa informe de reproches y cuentas pendientes. 

 Fue así como empezaron un divorcio en el que ninguno de los dos podía ganar...



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