Tarde para la ira

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Si la venganza es un plato que ha de servirse frío para conquistar los paladares más exigentes, el ajuste de cuentas que prepara Antonio de la Torre en Tarde para la ira es un producto que dejará satisfechos a los gourmets de morro muy fino. Una delicatessen confeccionada con extracto de bilis, reducción de rencor y mala hostia caramelizada que precisa ocho años de cocción a fuego muy lento, en los infiernos del alma. 

    Mientras llega el día del despiporre y de la última descojonación, Antonio de la Torre, el ángel vengador, mata los días jugando a las cartas, tonteando en internet, cuidando a su padre postrado en la cama del hospital. Haciéndose el tonto, el cliente, el parroquiano fiel, en el bar donde algún día se topará con el objeto hijoputesco de su odio, y dará rienda suelta a los bajos instintos de su lupara, que también lleva ocho años macerándose en un aliño escabechado de aceite y  de pólvora.


    Con la vida a medias resuelta y a medias destrozada, nuestro ángel justiciero no tiene más que cabras que ordeñar que sentarse en la terracita del bar -o en el taburete de la barra si hace mucho frío- y  esperar a que el Ministerio de Justicia, o el Ministerio del Interior, o el de su puta madre que lo parió, mueva ficha y rompa la calma chicha de esta venganza que nunca termina de concretarse. Antonio de la Torre vive la no-vida de quien en realidad inverna como un oso en su madriguera. Y aunque parece un hombre normal que tiene los ojos abiertos y los oídos atentos, su mente está en dos sitios muy alejados del presente. Uno en el pasado, donde nuestro protagonista rememora continuamente el momento traumático, luctuoso, que acabó con su vida de tipo normal y corriente;  y otro en el futuro, donde anticipa con regocijo ese día en el que se disfrazará de mosquetero de Puerto Urraco para dictar la única sentencia válida y razonable. Lo demás es un tránsito, una sala de espera, un espacio vacío. Y una película cojonuda. 


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Operación Pacífico

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Pocos días después del ataque a Pearl Harbor, a los valientes marineros del Sea Tiger les quema el ardor guerrero en el pecho. El alto mando, sin embargo, ha determinado que su submarino, que hace aguas por los cuatro costados, sea convertido en chatarra para mejor aprovechamiento de su metalamen. De pronto, estos hombres que ya soñaban con hundir barcos llenos de amarillos se han visto reducidos a meros espectadores de la gran guerra que comienza. 

    La película terminaría justo ahí, a los 2 minutos de empezar, si no fuera porque su comandante rezuma carisma por todos los poros, y porque se parece mucho a un actor de Hollywood llamado Cary Grant. El comandante Sherman, tirando de labia y de presencia, conseguirá que sus superiores autoricen la reparación de su sumergible, aunque uno sospecha que los gerifaltes -en absoluto secreto, of course- han condescendido porque anhelan que un caza japonés lo hunda de un bombazo y les ahorre los costes del desguace.


    Sea como sea, el Sea Tiger se hace a la mar y emprende sus aventuras bélicas más bien poco lustrosas, porque los japoneses andan ocupados invadiendo otros atolones. La verdadera batalla cotidiana consiste en mantener la tartana a flote -o a subflote, según las circunstancias- robando repuestos por aquí y por allá. Todo es hombría a bordo del Sea Tiger -herramientas y grasa, hacinamiento y cartas de novias, algún porculamiento clandestino en los recovecos de la maquinaria- hasta que un buen día, haciendo escala en la isla del Quinto Pino, la marinería recoge a unas miembras del ejército que habían quedado abandonadas. Las damas -porque esto es una película de Hollywood- son todas de rompe y rasga, rubísimas y esbeltas, y aunque la que menos tiene el grado de sargento, y podría hacer uso de sus galones, a la hora de la verdad -porque esto sigue siendo una película de Hollywood, recordemos-, cualquier marinero raso puede piropearlas o frotarles la cebolleta en el pasillo angosto sin ser castigado a pelar patatas, o a fregar los suelos con el cepillo de dientes.

    Desguazada la disciplina militar, los otrora aguerridos marineros se convierten en una banda de rijosos que se matan a pajas por los rincones, descuidan el mantenimiento elemental de la maquinaria, y yerran disparos como niños con una escopeta de feria. Y ya finalmente, en el paroxismo del sexo reprimido, pintan el Sea Tiger de color rosa para hazmerreír de toda la flota del Pacífico, e indignación mayúscula de los gerifaltes anteriormente mencionados, que ahora sí, fingiendo confundirlo con un submarino japonés, deciden aplazar la guerra por un rato y dedicar todos los recursos disponibles para hundir ese cachondeo flotante que se ha convertido en Priscilla, la reina de los mares.


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Negociador

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Los crímenes de ETA acapararon durante años las portadas de los periódicos y las aperturas de los telediarios. Y eso fue así, como quien dice, hasta ayer mismo. Todos los que hemos nacido sin un teléfono móvil en las manos recordamos aquel goteo incesante de muertos en las calles. 

Sin embargo, ahora que cesaron, aquellos terrores ya nos parecen lejanísimos, como asuntos en blanco y negro que narrara Victoria Prego en un documental de la Transición con imágenes descoloridas y voces de gramófono. Un día nos levantamos de la cama y ETA, tras un baile de máscaras, había dejado de existir. Casi con un chasquido de dedos, después de tanto dolor, y tanta negociación fallida, t tanto Movimiento Vasco de Liberación Nacional que dijo José María Ánsar  el mismo día que proclamó que a él nadie le contaba los vinos que podía tomar antes de coger el volante. El tsunami de la crisis económica nos devolvió a todos -asesinos de ETA incluidos- a la dura realidad de llegar a fin de mes, como en los tiempos anteriores a Sabino Arana. Los antiguos batasunos se habían convertido en políticos corrientes y molientes que gestionaban hasta el último céntimo de los presupuestos municipales, y la lucha armada, en ese escenario tan pedestre y tan poco romántico, había dejado de tener sentido.

    Negociador hace una versión muy libre de lo que sucedió en aquellas negociaciones -¡qué digo, diálogos!- que entabló Jesús Eguiguren primero con Josu Tornera, y luego con el exaltado de Thierry, en la trastienda francesa del año 2005. Cuenta qué hacían aquellos interlocutores cuando se levantaban de la mesa y lidiaban con el vacío de las horas muertas. Porque, al fin y al cabo, ellos eran seres humanos con sus necesidades alimenticias y sexuales, sus teléfonos móviles sin cobertura y sus dineros contados para los gastos de intendencia. En la mesa que supervisaban los mediadores internacionales todo eran indirectas y desacuerdos, puyas y contradicciones; pero luego, en el hotel compartido, a la hora del desayuno, el encierro de los días les animaba a charlar sobre las cosas tontas de la vida: que si vaya día que hace, que si viste la película de ayer, que si cómo quedó el Athletic de Bilbao... Y son estas banalidades, no lo olvidemos, las que terminan uniendo a la gente. Quizá no lleguen a forzar amistades o simpatías, pero sí, desde luego, quitan las ganas de matar. O de odiar. Y eso ya es mucho. 



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Verano 1993

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Hubo un tiempo en que los niños vagábamos alegremente durante el verano, en pandillas de amigos; o nosotros solos, cazando los gamusinos de nuestra imaginación. Los que nos quedábamos en la ciudad por falta de posibles salíamos a los parques, a jugar al fútbol, o a descalabrarnos en los columpios, o caminábamos por las calles jugando al pilla-pilla, o al esconderite, o a hacer simplemente el gilipollas, que es la tarea fundamental de cualquier niño sano antes de que la vida le pegue un grito y lo cuadre en su sitio, como un sargento chusquero. 

    Los que tenían la fortuna de veranear en casa de los abuelos o en al apartamento alquilado, hacían nuevas amistades en el exilio y rápidamente se lanzaban a explorar los alrededores, escalando montículos, jugando en la arena, adentrándose en las selvas impenetrables de los bosques cercanos. Los niños de entonces éramos de otra pasta. Y nos criaban de otra manera. Todo eso fue antes de que la niña Madeleine fuera secuestrada en Portugal y la psicosis se extendiera como un virus entre la progenitura acojonada. Antes de que los cacharricos digitales nos volvieran a todos imbéciles y ermitañescos.

    Los veranos de los niños eran como este que pasa la niña Frida en Verano 1993: al aire libre, al descuido permisivo de los mayores, perdiendo el tiempo, tomando el sol, enredando con cualquier cosa. Sin guion. Casi como el sin-guion de la película, que en apariencia sólo es una sucesión de retazos estivales, con la niña en primer plano y los adultos casi siempre en segundo, un poco como en Verano Azul, solo que aquí la niña no tiene más que una prima pequeña para jugar, y en el Ampurdán no hay barcos de Chanquete a no ser que Fitzcarraldo los arrastre por las montañas. Lo que se ve en la película es una absoluta banalidad. Un pequeño coñazo, si me permiten. Lo importante es lo que no se ve, lo que sólo se intuye tras las puertas cerradas, tras las ventanas corridas: los silencios de los adultos que guardan el secreto. Y el fantasma de una madre que no está, y que recorre todo el metraje ululando su silencio. 






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La pantera rosa

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La pantera rosa iba a ser un vehículo de lucimiento para David Niven, que era un galán muy cotizado de la época. También un refrendo internacional para Claudia Cardinale, que era la actriz italiana más deseada de 1963 (y mira que había, por aquel entonces, actrices italianas que elevaban la moral del respetable). 

    Ocurrió, sin embargo, que David Niven ya no estaba para hacer el saltimbanqui por las cornisas, disfrazado de ladrón con antifaz de golfo apandador. Ni estaba, tampoco, para seducir a actrices bellísimas que casi podrían ser sus nietas. Y la Cardinale, por su lado, le tocó lidiar con las escenas más aburridas del guion, sin un mal escotazo que pusiera el solaz en nuestra mirada. Así que fueron dos personajes secundarios, el inspector Clouseau y la propia Pantera Rosa, los que aprovecharon la inanidad de los principales para comerse la película, tanto que la usurparon, y la trascendieron, y lanzaron dos spin-offs muy rentables que pasaron a la cultura popular de la comedia.

    El personaje del inspector Clouseau iba a ser el secundario encargado de hacer el merluzo, de meter la pata, de llevarse los golpes idiotas y las caídas tontorronas. Un Mortadelo, o un Filemón. Pero Peter Sellers, que en cualquiera de sus películas atraía la atención como un niño mimado, creó un personaje que todavía nos hace reír con sus gansadas básicas, de slapstick tontuno, pero tan bien trabajadas que da gusto verlo. Su inspector Clouseau, junto al  dibujo animado de la Pantera Rosa, que pasó de ser un defecto cristalográfico a un maestro de ceremonias, amenizaron muchas aburridas tardes de mi infancia, que se volvían más joviales cuando Blake Edwards estrenaba una nueva secuela en las pantallas de cine, o cuando en la tele de nuestro salón aparecía un coche futurista conducido por un niño del que salía la Pantera Rosa por una puerta de apertura vertical. 

    En nuestro televisor en blanco y negro, el bólido de color rosa parecía de color gris, aburrido y desvaído, pero los pastelitos de la Pantera Rosa que comprábamos en el kiosco para amenizar la función sí eran de un color indudable, brillante, casi diamantino. Esos pasteles de sabor indescifrable y adictivo, cargados de malos nutrientes hasta la última miga de su ser industrial, fueron otro goloso spin-off que surgió de la película de Blake Edwards. 


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Noches de sol

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La suerte que tuvieron los españoles de 1898, cuando entraron en guerra con los americanos -o más bien cuando los americanos entraron en guerra con ellos-, fue que el cine aún no había salido de los cafés parisinos donde los hermanos Lumière proyectaban sus documentales, y George Méliès hacía magia con sus fotogramas.

    De haber existido la maquinaria de Hollywood en la guerra de Cuba, los españoles habrían salido tan mal parados como los rusos en las películas de la Guerra Fría. En los retratos más amables, los ruskis eran tipos indolentes, chapuceros, funcionarios con lamparones en las chaquetas que agarrados a la botella de vodka dirigían un país en el que nada funcionaba, la gente se moría de frío y las ojivas nucleares sólo eran supositorios de cartón piedra que asustaban a las viejas de Wisconsin. En los retratos más hirientes, los bolcheviques eran unos comunistas de tomo y lomo que llevaban la psicopatía inscrita en el ADN, porque quien no descendía de los hunos descendía de los mongoles, o de los vikingos varegos, todos pueblos sin civilizar que te sacaban el hacha -como ahora la hoz y el martillo- por un quítame allá esas pajas en las negociaciones.


    O un idiota, o un asesino: ningún ruso se escapaba de estos clichés que tanto rédito dieron en las taquillas del ancho mundo. O el embajador soviético que hacía el imbécil en Teléfono Rojo, o el Iván Drago de Rocky IV que no contento con ir ganando la pelea quería matar a golpes al bueno de Balboa. Bueno, sí, rectifico: había unos rusos respetables, encomiables, trufas escasísimas entre tantas setas venenosas o de escaso valor nutritivo, que eran aquellos que tenían el valor de desertar del Imperio del Mal -como el bailarían Nikolai Rodchenko de Noches de sol, que es un autohomenaje masturbatorio perpetrado por Mijail Baryshnikov- y que aprovechaban una gira del Bolshoi, o un amistoso del Spartak de Moscú, para acogerse a la beneficencia capitalista del Imperio del Bien, donde los perros se ataban con longaniza, los medios de comunicación no soltaban las mentiras del Pravda, y las ojivas nucleares llevaban plutonio verdadero, cien por cien explosivo, científicamente testado sobre dos ciudades casi olvidadas del Japón. 



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The Artist

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A medida que The Artist ganaba premios por los festivales de medio mundo, y las radios y las revistas se iban llenando de alabanzas antes de su estreno, nosotros, los cinéfilos de la oreja estirada, teníamos la mosca detrás de la misma porque una película así, por muy cojonuda que fuera, no dejaba de tener el inconveniente de la mudez anacrónica. De los franceses desconocidos. Todos sabemos que las películas mudas, cuando son comedias, han resistido el paso del tiempo, y uno se entrega a ellas con una sonrisa permanente en la boca, admirado de sus ocurrencias o de sus acrobacias; pero que cuando las películas silentes son dramáticas, o de trasfondo social, el bostezo irreprimible, el aburrimiento inconfesable, asoma incluso en la boca del cinéfilo más contumaz.

    Cuando The Artist llegó a las pantallas de nuestras provincias, a los cinéfilos se nos cayeron los prejuicios al suelo, y disfrutamos de una película original, cojonuda, charmant, a falta de un adjetivo en castellano que ahora no me sale, y en afrancesado homenaje. The Artist llegó incluso a emocionarnos, en la escena del suicidio que recorría la música de Vértigo, y salimos del cine imitando los pasos de baile de la Bejo y del Dujardin, que además son guapos de cojones, los muy jodíos, que parecen tal cual actores de los años veinte, estilosos y pluscuamperfectos. Fueron muchos, también, los que habiendo jurado no tener jamás un perrete -porque hay que darle de comer y sacarle de paseo todos los días- se lo iban pensando camino de casa, seducidos por las tontacas tan graciosas que hacía Uggie, el Milú inseparable de George Valentin.


    The Artist nos gustó, nos encandiló incluso, pero la olvidamos rápidamente. Casi siete años después la he rescatado de una olvidada caja de DVDs, haciendo la mudanza de mis bártulos. En aquel año del Señor de 2011, en el último esplendor de mis días en la hierba, había una película impecable que sólo me gustó a mí, y al vecino del quinto: se llamaba Moneyball, la escribía Aaron Sorkin, la dirigía Bennett Miller y la protagonizaba Brad Pitt. Iba de un entrenador de béisbol que aplicaba un algoritmo matemático para renovar su plantilla de veteranos perdedores. Era una puta obra maestra. Yo le hubiera dado el Oscar sin remordimientos. Ya nadie la recuerda. Soy un cinéfilo lamentable, atravesado y conservador. Un esbirro del Imperio Americano. Un abducido.



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Veredicto final

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Como era un hombre muy guapo y tenía ojos azules de quitar el hipo, Paul Newman, siempre vivió bajo la sospecha de vivir sólo del cuento, de lucir sólo el palmito. Le tuvieron que salir pelos en las orejas, y bolsas bajo los ojos, y una expresión de hombre muy vivido en la mirada, para que los tuertos empezaran a verle como un actor de la hostia, todoterreno, lo mismo en la comedia que en el drama, No sé si un actor del método o un talento de la naturaleza, pero un actor como la copa de un pino. Un señor respetable, cincuentón largo, de canas lustrosas, ya de vuelta de los premios que nunca le concedían, al que Sidney Lumet ofreció el papel principal en Veredicto final. El actor idóneo para dotar de dignidad a un personaje que al principio de la película no la tenía, pero que la buscaba afanosamente para redimir su pasado de abogado chanchullero. De leguleyo que siempre prefirió el acuerdo entre bambalinas a la esgrima ante el jurado. De picapleitos que siempre eligió la comisión a la justicia, el dinero fácil a la satisfacción plena. 


    Frank Galvin vive el crepúsculo muy poco glorioso de su carrera, ya más borracho que lúcido, ya más ausente que presente, hasta que un caso de los que nadie en su sano juicio aceptaría -porque la demanda es contra un hospital de la Iglesia, y unos abogados no quieren arder en el infierno, y otros no se atreven  a ser aplastados por la milenaria institución- le concede una última oportunidad de recuperar el orgullo y la decencia. Galvin seguramente morírá alcoholizado, o depresivo, o llevado por un mal cáncer de la tristeza, en un fallo multisistémico por la mugre que se acumula. Pero quiere morirse con el título de licenciado limpio de polvo y manchurrones. Ante la pobre chica que yace medio muerta en el hospital, víctima de una negligencia médica, Galvin, como en una revelación religiosa, como en el despertar de una pesadilla etílica, se caerá del caballo negro que lo llevaba camino de Damasco y se subirá a un corcel alado que lo llevará en volandas hacia la búsqueda de la Verdad.

    Mientras Paul Newman cambia de caballo, y clava su papel de abogado redimido, la inquietante Charlotte Rampling clava su turbia mirada en sus espaldas...




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Días de vino y rosas

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No duran mucho tiempo los días de vino y rosas, decía el inmortal poema de Ernest Dowson, que dicho así, con esta seguridad doctoral de libro de texto, me disfraza de bloguero muy leído, muy informado de las cosas literarias, cuando en realidad he tenido que buscar el dato en la Wikipedia que a todos nos iguala, a los incultos y a los letrados, a los que suspendían y a los que empollaban. Al final, gracias a este enorme chuletón que nos han regalado las nuevas tecnologías, se ha cumplido la profecía que anunciaba el tango Cambalache, y ya da lo mismo ser un burro que un gran profesor.



    Los días de rosas, en efecto, se pueden contar con los dedos de una mano -de dos si hay mucha suerte- porque el amor se marchita a la misma velocidad que los pétalos de las flores. Pero los días de vino, ay, para desgracia del matrimonio Clay, que pimplan y pimplan botellas de licores mucho más fuertes, duran años de tragedia matrimonial, de curdas hasta las tantas. De discusiones entre alientos que hipan y cuerpos que se tambalean. Porque al principio, de novietes, cuando los Clay todavía no eran tales, sino el señor Clay y la señorita Andersen, agarrados a la copichuela se echaban unas risas de la hostia, y veían la vida con una alegría que magnificaba todo lo bueno y relativizaba todo lo malo. Pero luego, otra vez ay, pasados los meses, la botella ya era para ellos un adminículo tan imprescindible como las gafas para ver, o el sonotone para escuchar, y sin ella ya no atinaban ni a poner un plato sobre la mesa, ni a centrar una meada en el cráter del retrete. Porque el cuerpo se les acostumbró, y el hígado se les aclimató, y casi sin darse cuenta terminaron jodiéndose primero los modales, y luego las responsabilidades, y ya finalmente la vergüenza. Perdieron para siempre aquella alegría de vivir que les salía pura del alma, cristalina como el agua del manantial, sin alcoholes añadidos, cuando gozaban de la felicidad verdadera de la juventud. 


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La boda de Rachel

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No hace mucho tiempo que en los bosques de Hollywood crecieron como setas las películas que llevaban la palabra "boda" en el título. Fue una especie de fiebre matrimonial que encendió las plateas y recalentó los reproductores de DVD. Las damiselas de las películas casi nunca se casaban vírgenes, y casi nunca se desposaban por lo católico, pero en el Vaticano, y en otras jerarquías de lo viejuno, muchos sonrieron complacidos ante este revival insospechado de la sagrada institución. Tras esa fachada de comedias románticas se escondía un mensaje algo rancio, naftalínico, como de una época ya superada, y uno veía con sorpresa cómo las mujeres del siglo XXI, como las bisabuelas del siglo XIX, volvían a perder el oremus con tal de casarse como fuera para realizarse como féminas.


    En aquella fundición que no paraba de producir anillos de compromiso,  La boda de Rachel parecía una película más que aprovechaba el rebufo de los vientos. En su póster promocional, además, aparecía el rostro desvalido y hermoso de Anne Hathaway, la chica princesa de Hollywood, lo que dejaba poco lugar para la sorpresa de los sentimientos. Sin embargo, la película de Jonathan Demme salió diferente a todas las demás. Había novia enamorada, sí, y novio enamorado, y jardín idílico en el que desposarse, y catering preparado, y flores de cien colores, y músicas repensadas, y saris que ceñían los cuerpos juveniles de las damas de honor. Mucho buen rollo entre los invitados, y una cámara muy sabia que iba recorriendo la fiesta con sentido del humor. Pero los personajes de La boda de Rachel, aunque celebraban una fiesta del amor, vivían traspasados por la melancolía, por la ambivalencia de los sentimientos. Hoy toca jolgorio, sí, pero mañana ya veremos, y del pasado preferimos no hablar para no joder la fiesta por la mitad. En las familias las personas se aman y se odian al mismo tiempo. Hay cosas que se olvidan pero no se perdonan, y cosas que se perdonan pero no se olvidan. Quedan resquemores de la infancia, encontronazos de la adultez, envidias cochinas y asuntos sin resolver. Queda la vida, monda y lironda, con toda su crudeza y toda su belleza. A la mañana siguiente, tras la noche de bodas -que ya es un concepto trasnochado y carente de sentido, la vida sigue más o menos como estaba, en lo bueno y en lo malo, aunque ahora sea con un anillo dorado reluciendo en el dedo. 


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Los 400 golpes

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Yo pensaba que los cuatrocientos golpes eran los cuatrocientos puntapiés que la vida le iba propinando al pobre Antoine Doinel, el niño que comprende que en casa ya es una molestia, y en el colegio un sospechoso habitual, así que decide probar fortuna por las calles de París, adornadas para la Navidad, haciendo pellas por los cines, por los parques de atracciones, durmiendo en almacenes y desayunando la leche embotellada que roba de los portales.

    Ésa era, al menos, la traducción que yo siempre me había hecho del título, tan enigmático, tan significativo en la historia del cine, hasta que hoy, que he vuelto a ver la película, y me he dado un garbeo por los foros de los entendidos, encuentro que la expresión francesa "Les quatre cents coups" proviene de los 400 cañonazos -que no golpes- que un día soltó Luis XIII contra los protestantes de Montauban, dejando al libre albedrío de las balas que murieran los adultos recalcitrantes o los niños que no habían sido bautizados en la fe verdadera.





    Los cuatrocientos golpes de Luis XIII terminaron siendo -por esos derroteros que a veces toman los idiomas- las travesuras que perpetran los niños descarriados, que rompen las urbanidades por el puro placer de conculcarlas. Y trastadas, a decir verdad, en la película, Antoine Doinel comete unas cuantas. Otra cosa es que nos embarquemos en una discusión de esquema gallina-huevo sobre si Doinel es un niño rebelde porque el mundo lo hizo así, como años después cantara su compatriota Jeanette, o si la rebeldía que se esconde tras esa cara de niño perplejo y dolorido viene tan incrustada en su carácter que, sin ella, Doinel ya no sería Doinel, sino otro personaje que nos conmovería bastante menos. Un niño normal, cumplidor, querido por sus padres y respetado por su maestros, de vida anodina, muy poco noticiable, nada cinematográfica. Un niño así jamás se escaparía del reformatorio para ver el mar, y nosotros no lloraríamos como tontos en la última escena de la película sin saber muy bien el motivo.



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The Master

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Como siempre he vivido rodeado de católicos surgidos del Concilio de Trento, confieos que sé muy poco sobre los asuntos de la Cienciología: sólo que sus dioses son extraterrestres cabezones que viven en un planeta lejano, y que hay mucho actor del guaperío militando en sus filas. 
Con esa ignorandia supina me planté en el sofá a ver The Master, a ver si me enmendaba. Pero bastan unos pocos minutos para comprender que Paul Thomas Anderson, como era de esperar, no ha tomado el camino más fácil y directo, sino uno tortuoso, extraño, que tapa más que cuenta, que suscita más que indica. Un experimento a ratos comprensible y a ratos no. A veces convencional y a veces extravagante. Un relato que de cualquier modo te mantiene pegado a la pantalla y entregado a la causa. Pero no a La Causa humanista de Ron Hubbard -aquí llamado Lancaster Dodd- sino a “la causa” fílmica de Paul T. Anderson, ese director siempre tan diferente y arriesgado.

    The Master, finalmente, no era un biopic sobre la figura de Ron Hubbard, ni una  clase de historia, ni un simposio sobre una religión algo extravagante y chiripitiflaútica. The Master es, por encima de todo, la crónica de un empecinamiento pedagógico. Algo así como un remake de El pequeño salvaje de Truffaut, aquella película en la que Jean Itard, pedagogo vocacional en los tiempos de la Ilustración, se las tenía tiesas con el niño salvaje de Aveyron. En The Master, Lancaster Dodd presume de practicar una psicoterapia capaz de devolver a los hombres al camino recto del equilibrio, de la templanza, del autocontrol sosegado y fructífero. Una batalla terapeútica contra la tiranía de los instintos que a ratos parece un psicoanálisis de Sigmund Freud y a ratos una psicomagia de Alejandro Jodorowsky.

    Lancaster-Hubbard vive feliz, seguro de sí mismo, confiado en el poder casi omnímodo de su método, hasta que se topa con la horma de su zapato: Freddie Quell, excombatiente de la II Guerra Mundial, alcohólico y sexoadicto, desquiciado y enigmático. Una recreación asombrosa de ese actor ya de por sí algo freddiequelliano llamado Joaquin Phoenix. Ése "enfrentamiento" entre el profesor orgulloso y el alumno ingobernable es el drama central que anima la película. La vieja pelea entre la educación y el instinto. El combate filosófico entre la creencia de que los hombres pueden cambiar, y la sospecha de que uno siempre es como es y anda siempre con lo puesto, como cantaba Serrat. 



                     

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Lugares comunes

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Yo la llamo "La trilogía de Federico Luppi sentando cátedra". El alter ego de Aristarain impartía sus lecciones en Un lugar en el mundo, luego en Martín Hache, y ya finalmente,  de vuelta a la Argentina rural, un poco en plan Fray Luis de León y su "Decíamos ayer...", en Lugares comunes, que es una película que parece muy terrenal, muy apegada a la crisis del corralito y al destierro de los intelectuales, pero que en realidad, desmenuzada, es una cinta de ciencia-ficción que vaga por universos muy ajenos a los derroteros de la humanidad. Porque tipos así, tan lúcidos como Fernando Robles, ya sólo se encuentran en civilizaciones más avanzadas que la terráquea. Y amores tan idílicos como el suyo por Liliana, ya sólo en las viejas leyendas turolenses o veronesas que son más mito que otra cosa. Amores de Pandora, más que de la Tierra.

    En esta trilogía de Adolfo Aristarain tan poco galáctica, que transcurre hace tan poco tiempo y en planetas hispanoargentinos tan poco lejanos, el personaje repetido de Federico Luppi viene a ser el mismo caballero Jedi que ha alcanzado la lucidez en los caminos de la Fuerza. Si le vistieras con el hábito monacal del viejo Ben Kenobi, y le pusieras a vivir en una cueva polvorienta del planeta Tatooine, el resultado dejaría boquiabierto al mismísimo George Lucas, que tal vez lamentaría no haber creado un caballero Jedi con acento porteño que predicara los milagros de los midiclorianos, y negociara acuerdos con la poderosa Federación de Comercio.

    El tipo canoso de verborrea hipnótca que recorre las tres películas de Aristarain es un rojo claudicado, perdedor de todas las batallas contra los lord Siths de la derecha. Un viejo derrotado de la Comuna de París que no renuncia a darle la brasa al interlocutor que le coja más a mano, lo mismo en el bar de la esquina que en la chacra de la Pampa, o en el piso a todo lujo de Madrid. Lo mismo al hijo joven que aún no sabe por dónde tirar, que al hijo ya crecidito que abandonó los ideales para tener dos coches y un chalet en la serranía. Lo mismo a la amante que lo encuentra fascinante pero algo pesado, que a la esposa arrobada que se pasaría un milenio de amor sentada a su lado, escuchando sus jaculatorias. Lo mismo al espectador que pasaba por alguna de sus películas por casualidad, y que ha decidido no insistir en el empeño, que a este devoto seguidor que ha aprovechado la dolorosa excusa de la muerte de Federico Luppi para volver a recordar este puñadito de sabidurías. Y de actuaciones suyas tan portentosas. Hasta siempre, flaco.


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Half Nelson

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El planteamiento clásico de las películas que transcurren en un instituto conflictivo es que cuatro hijos de puta le hacen la vida imposible al docente, éste acaba pidiendo la baja tras un grave altercado que se lleva sus gafas y su dignidad por delante, y hacia el minuto quince de metraje, lanzado en paracaídas, o arribado en una barcaza de desembarco, se planta en la tarima un marine con cara de muy mala hostia que viene armado con una tiza de caballero Jedi. En un par de escenas bastantes tensas, el marine suelta un par de ironías que ponen en vereda al líder del motín, repele una agresión que es la última tentativa de hacerlo desistir de su apostolado y reconduce las clases de Química Orgánica o de Historia Universal hasta lograr que sus alumnos alcancen la iluminación intelectual y el perdón de los pecados.


    Half Nelson es una película perteneciente al género pero contada del revés. En este instituto de Brooklyn situado a mil kilómetros de un futuro prometedor, no es un alumno quien aparece agazapado entre los retretes fumándose un canuto de heroína, ni es el docente quien lo descubre y, en lugar de denunciarlo, charla con él sobre los principios básicos de la salud. En Half Nelson, es el profesor de Historia, el más molón además de todo el claustro, el John Keating de los institutos públicos, el que un día se queda tirado en los baños con la mirada perdida, y el canuto entre los dedos, y es ella, su alumna Drey, la chica que vive en el epicentro del barrio donde se mercadea la droga, la que acude en su ayuda y en su consuelo. Y en su secreto también. 

El inmaduro de la película es el profesor Dunne, el marine venido a menos, que no es capaz de salir del atolladero de su vida, atrapado en esta llave de lucha libre llamada "Half Nelson" de la que es imposible zafarse sin romperse algún hueso.



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Stranger Things. Temporada 2

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Finalmente he tenido que verla -entretenido con el móvil, pensando en otras cosas, añorando otras ficciones que esperan su turno- para reafirmar lo que ya intuía: que no era necesaria una segunda temporada de Stranger Things. La historia original -como las cucarachas que mataba Cucal aerosol- nacía, creía, se reproducía muy dignamente entre referencias ochenteras y músicas molonas, y luego moría como una gran señora rodeada de sus seres queridos, que éramos todos los espectadores que la respetábamos y admirábamos. El final estaba cerrado, los personajes explicados, el círculo completo. "Me olía que era una majadería y confirmado...", dice Carlos Boyero todas las semanas cuando intervinene en el programa de la radio.



    La segunda temporada olía a chicle estirado, a chamusquina comercial, a resurrección cutre de la cucaracha sacrificada. Stranger Things 1 fue una estrella de vida corta pero intensa. Duró justo lo que tenía que durar, ocho episodios de puro hidrógeno que se convertía en helio irradiando mucho calor, mucho misterio, muchas cuestiones inquietantes. Nos dejó un bonito cadáver, y un bonito recuerdo para las conversaciones con las amistades. Una miniserie original, molona, conclusiva, que no iba a robarnos más tiempo de vida con segundas partes que nada nuevo nos aportarían ¿Para qué, pues, este recauchutamiento? ¿Estos electrodos del doctor Frankenstein para que el muerto se convirtiera en zombi, el guiso en refrito, el recuerdo en pesadez, el enamoramiento en rutina, la simpatía en desgana? Para ganar más pasta, sí... Pero, ¿ para qué? Lo habían bordado en la primera entrega, los hermanos Duffer, quizá porque desconocían que su criatura iba a tener una nueva financiación, así que cerraron el círculo argumental de un modo elegante y bello. Sí, vale: el mal seguía por ahí, y sí, los chavales iban a quedar con heridas, y sí, Winona Ryder aún podía desorbitar más los ojos y los gestos... Pero bastaba con imaginar todo esto en la intimidad de nuestros salones.

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The Meyerowitz Stories

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No existe el gen único de la creatividad. Las personas que escriben los libros, pintan los cuadros y marcan los goles inolvidables poseen una combinación única de genes que interactúan entre sí. Una combinación de la bonoloto que lleva el premio gordo de eso que llamamos el talento.

    Harold Meyerowitz, que es profesor de arte y escultor de cierta fama, no ha podido transmitir el talento artístico a sus tres hijos. Algún gen indispensable se perdió en las combinaciones genéticas de la concepción, y sus vástagos, nacidos de tres madres distintas, crecieron sin el don de crear formas a partir de los materiales. Quizá por eso, porque Harold Meyerowitz siente una secreta decepción por sus vástagos, o quizá porque es un tipo más bien egoísta y poco afable, la relación que mantiene con ellos es distante en las geografías y lejanísima en los afectos. 

    Pero las familias americanas, aunque se rehúyan, aunque hagan todo lo posible por no coincidir, tarde o temprano se ven abocadas al reencuentro cuando llega la Navidad, o el día de Acción de Gracias. O, como en el caso de la película, cuando al pater familias le dedican una exposición en homenaje a toda su carrera. The Meyerowitz Stories es una fina comedia sobre reproches entre padres e hijos. Sobre desencuentros entre hermanos y hermanas. Tan fina que a veces no soy capaz de seguir los trazos y los caminos, y me pierdo un poco en la prolijidad de los diálogos. Como si no terminara de cogerle el chiste o el drama. Como si me riera donde no debo y me emocionara donde hay que descojonarse. 

    Pero esto, que es una cosa bastante incómoda, como de ir quedando como una panoli escena tras escena, me sucede en todas las películas de Noah Baumbach. No termino de pillarle el truco a este cineasta. Sus películas son distintas, extrañas, de actores y actrices que casi siempre bordan sus tontunas, y por eso recaigo en ellas una y otra vez. Siento, además, de un modo bastante imbécil, porque en realidad nunca he estado allí, que regreso a casa cuando los personajes pasean por el Nueva York intelectual y algo bohemio que también sale en las películas de Woody Allen. Pero con Allen me une una complicidad instantánea que es casi fraternal, casi instintiva. Con Noah Baumbach, en cambio, todavía estoy muy lejos de ese entendimiento. Tal vez algún día, si persevero...



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Clash

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Tenía en la lista de películas pendientes -de ésas que la crítica especializada alaba en unánime y sospechosa adjetivación- esta rareza procedente de Egipto que se titula Clash. Películas que uno enfrenta con una pereza terrible, desconfiado y muy poco ecuménico, y que terminan cayendo en la tarde plomiza de noviembre sólo porque uno va de cultureta por la vida, y porque se deja influir por el sermón untuoso de los sumos sacerdotes.

    Y en efecto: a los veinte minutos de metraje, todos los adjetivos que había leído sobre Clash en las columnas de los gurús yacían por el suelo de mi salón, estrujados y convertidos en pelotas de papel. En este "experimento fílmico" recalentado al sol del desierto, el director planta una cámara dentro de un furgón policial, y allí, en el contexto de las refriegas callejeras que pusieron a Egipto en la portada de todos los telediarios, van entrando a empujones gentes de todo pelaje: periodistas extranjeros que grababan sin permiso y militantes islámicos que gritaban "Alá es grande". Nostálgicos de Hosni Mubarak que clamaban su laico retorno y tipos como usted y como yo que simplemente pasaban por allí y fueron confundidos por los tipos del casco y la porra... 

    Al principio parece que todos los detenidos se van a matar entre sí, enfrentados ideológicamente, sedientos y hambrientos, abandonados por los mismos hombres uniformados que los detuvieron. Pero de pronto, en un milagro de la bonhomía, reina la concordia y el buen rollo entre los allí encerrados. Hombres y mujeres rompen el hielo, charlan de sus cuitas, y hasta llegan a enseñarse las fotos familiares que guardan en las carteras.

    Mientras ahí fuera, en las calles de El Cairo, siguen las hostias como panes entre laicos y creyentes, el entendimiento se hace posible dentro del contexto claustrofóbico de una lechera. Muy bonico todo, pero muy aburrido. Yo, tan cínico con estas cosas, no hubiera llegado al final de Clash si no me hubiera dado por imaginar la versión patria del asunto, basada en los hechos muy reales de las últimas semanas: qué harían, de qué hablarían, como fumarían la pipa de la paz dentro de una lechera de la Policía Nacional tres tipos con la bandera estelada, otros tres con la bandera de España, un facha de tronío, cuatro desinformados de la actualidad, dos amas de casa que salieron a comprar el pan y las verduras y dos periodistas del Frankfurter Allgemeine que todavía no entendían ni media mierda del asunto...



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