Los exiliados románticos

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En Los exiliados románticos, tres amigos residentes en Madrid cogen la furgoneta de Scooby-Doo y se lanzan a las autopistas camino de Francia, a retomar el amor fugaz que una vez mantuvieron con tres bellas extranjeras. Es verano, tienen tiempo libre, y no parece que en los madriles tengan mucho éxito con las mujeres. 

    Aunque son jóvenes y cultos, leídos y aventureros, uno de ellos es tímido hasta la psicopatología, y además empieza a perder un poco de pelo. Otro tiene cara de alelado permanente, como de no terminar nunca de despertarse. Y el último, el más feo, el que parece más cultureta y alternativo, tiene un parecido inquietante a Ignatius Farray cuando a éste le pega la chaladura. Nada grave, quizá, en otras circunstancias sociales, en otro contexto más amable del coqueteo y del folletear. Pero las españolas, últimamente, como bien sabemos los españolitos que llamamos a su puerta, o escalamos a su ventana, están anhelando por encima de sus posibilidades. Están muy exigentes, muy desconfiadas. Muy de pedir currículos inmaculados, y romanticismos de Pretty Woman, que cuestan un huevo de la cara.


    Han pasado cuarenta años desde que Alfredo Landa y José Luis Vázquez buscaran el amor entre las vikingas que arribaban a nuestras playas. Ellas eran europeas, liberales, mujeres de pocos melindres, y lucían un bodi muy lustroso entre las dos piezas del bikini. Los Landas y los Vázquez de aquel entonces también eran, a su modo paleto y franquista, unos exiliados románticos, como los de la película de Jonás Trueba, aunque ellos no viajasen al extranjero porque entonces era caro de narices, y los viajes en carretera resultaban agotadores. Ahora, en la modernidad, cuando cualquiera ya puede coger un avión o recorrer un autopista y todo quisque puede entenderse con el inglés de los macarranes, los españolitos sin suerte en el amor, como los sin suerte en el trabajo, vuelven a mirar hacia Europa para arreglar su vidas descosidas.



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