La huella

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Si alguien dijo una vez que todas las películas podían reducirse al esquema "chico busca chica"-y si terminaban follando era una comedia, y si no, una tragedia-, lo mismo podría decirse de la lucha de clases. La lucha por los recursos es tan vieja como la lucha por la jodienda, y forma parte de cualquier película analizada hasta su tuétano. Si la película termina con un cabronazo que acapara los medios de producción, tenemos drama; si el subalterno, el explotado, consigue un reparto más justo del pastel, tenemos una alegre ficción de sonrisas proletarias.

    Esta lucha peliculera puede ser estrictamente marxista, de bolcheviques contra el zar, de estibadores contra patrones, de esclavos alzados contra Roma. Pero puede ser, también, la rebelión de los marineros a bordo, la venganza del chaval contra el guaperas, la "promoción interna" de los matones dentro de la Mafia. O, incluso, como en La huella, el juego macabro que mantienen sus protagonistas tan ociosos como ocurrentes. El argumento es sobradamente conocido para los cinéfilos: Andrew Wyke, el escritor que vive retirado en su mansión de la campiña, cita al amante de su esposa para proponerle un sustancioso negocio de robos y estafas. Pero esto sólo es un anzuelo. Lo que Andrew Wyke quiere, en realidad, es hacer entender a su rival que jamás va a estar a su altura. Que un plebeyo nunca podrá satisfacer a su mujer como él la satisfizo en el pasado. Que entre ricos y pobres no sólo hay una brecha económica, sino otra más profunda, más decisiva, de pelaje, de sangres de distinto color. Una auténtico foso insalvable, como de castillo muy antiguo y muy británico. Andrew, el patrón, golpeará primero en su ofensa, y Milo, el peluquero, el obrero de la función, tratará de vengarse disparando los cañones de su ingenio, desde el acorazado Potemkin que navega en los mares de la rabia. 





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