Fargo

🌟🌟🌟🌟🌟

Fargo es una  historia de maleantes metidos a estúpidos, y de estúpidos metidos a maleantes, que se convirtió, desde el primer visionado, en un clásico imprescindible en nuestras estanterías. Fargo era brutal, divertida, disparatada. Si la realidad a veces supera la ficción, Fargo superaba la realidad con creces, tres pueblos y medio de Minnesota. Y sin embargo era perfectamente verosímil, y congruente, porque la imbecilidad de los seres humanos no conoce límites, y estos personajes de la película están lejos de agotar todas las posibilidades. 

    Fargo es un guion perfecto con un grupo de actores elegidos al dedillo. Una pequeña venganza de los hermanos Coen hacia su tierra natal, Minnesota, que es esa pequeña Suecia donde ellos se aburrieron como ostras en su niñez y en la que colocan, con sonrisa de traviesos, esta galería de personajes avariciosos y miserables, violentos y poco juiciosos. Y por encima de ellos, tuerta en el país de los ciegos, la agente de policía Gunderson, que con su embarazo y su cachaza de norteña va recogiendo las miguitas -más bien los mojones- que estos criminales de pacotilla van dejando en su torpe delinquir.

    Fargo nos dejó turulatos, ganó sus premios, dejó su huella..., pero luego cayó poco a poco en el olvido. La podías encontrar por cuatro duros en los rastrillos de los kioscos. Los cinéfilos la veíamos cada cierto tiempo para recordar las jetas y los diálogos, pero cada vez dejábamos más espacio entre una cita y la siguiente. Sospechábamos que la Minnesota de los hermanos Coen daba para mucho más: que aquellos personajes no habían surgido de la nada como una cosecha inusual de gilipollas, sino que formaban parte del paisaje nevado, agorafóbico, opresivo. Que había más chicha en aquellos parajes, vamos. Pero los hermanos Coen habían jurado no regresar, y cualquiera que intentara copiarlos caería en el ridículo más espantoso, porque ellos, más o menos acertados, más o menos ocurrentes, tienen un sello propio que no se puede falsificar. 

    Y de pronto, como caído del cielo nuboso, aparece este hermanastro suyo de apellido Hawley para convertir la película en algo más que un hecho afortunado: en el Big Bang de un universo que todavía no conoce la desaceleración. En el embrión de una serie de televisión que de momento no tiene límite ni decadencia. En la serie, Fargo se trascendió a sí misma y se convirtió en un episodio piloto, en un acto inaugural, en un génesis de esta biblia criminal y socarrona que no transcurre en las arenas abrasadas del desierto, sino en los páramos nevados de Norteamérica.



Leer más...

La muerte de Luis XIV

🌟🌟🌟

Según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, La muerte de Luis XIV es una obra maestra porque cuenta exactamente eso, la muerte de Luis XIV, el ocaso último del Rey Sol, y no se desvía ni un centímetro de lo que anuncia en el título. 

    No hay tiempo ni intención de contar guerras de religión, batallas de frontera, litigios con el Papa. Nada veremos de Versalles ni de París. Nada de sus reinas amadas ni de sus amantes amantísimas. Nada de los embajadores españoles que siempre quedan como malotes. En la película de Albert Serra sólo asistiremos a la lenta agonía de Luis XIV postrado en su cama. La muerte monda y lironda. Una one room movie por donde pasan los médicos que le atienden, los familiares que le lloran, los cortesanos que escuchan sus últimas voluntades. Y también el heredero de la corona, un bisnieto que ha sobrevivido a las fiebres y a las viruelas, a las gripes y a las bacterias, en esos tiempos donde cualquiera podía morir de cualquier cosa, y a cualquier edad. 

    Luis XIV ha tenido la soberana fortuna de llegar a los setenta y siete años venerables, pero le ha llegado su fin, como a todo quisqui. La muerte no distingue al rey en su trono del labrador en su jergón. La muerte no sabe de absolutismos absurdos ni  economías perversas.  Ella fue la primera que enarboló la bandera de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Desde los tiempos inmemoriales todos fuimos muy democráticos bajo su guadaña.


      La muerte de Luis XIV, en algún momento del metraje, pasa a convertirse subrepticiamente en La medicina en tiempos de Luis XIV, que es el asunto más discutido de los que rondan por su lecho. En la estancia privada del monarca, como si se tratara de una convención de matasanos, se dan cita y discuten con alta erudición los partidarios de la sangría venosa, los filósofos del humor corporal, los mercachifles del elixir milagroso. Doctores perplejos de Versalles y eruditos confundidos de la Sorbona parlotean y se pisan la palabra con aristocrática educación. Ellos no lo saben, claro, pero son unos inútiles de tomo y lomo que con cada medida que adoptan aceleran la muerte del Rey. Se iba a morir igual, eso está claro, pero en los tiempos modernos aún hubiera tenido tiempo para enviar otro ejército contra los españoles, u otro recaudador de impuestos contra los pobres, u otra embestida de su pelvis contra la favorita de turno. 

    El Rey Sol, desde el cielo de los reyes, todavía les está pidiendo explicaciones por robarle la última alegría.


Leer más...

Monsieur Verdoux

🌟🌟🌟🌟

Monsieur Verdoux es una adaptación muy libre de las malandanzas de Landru, el donjuán de viudas que las desposaba en flagrantes bigamias para luego asesinarlas y quedarse con sus bienes. La idea de llevar al cine su historia fue de Orson Welles, que hubiera hecho una película muy turbia y más siniestra. Pero por esas cosas que tenía el bueno Orson, la historia terminó en manos de Charles Chaplin, que decidió, obviamente, hacer una película de Charles Chaplin. Es decir: un poco de comedia de vodevil, un poco de tragedia con partitura propia, y un discurso final sobre los vicios malsanos de la humanidad. El cóctel habitual de sus largometrajes sonoros, que en Tiempos modernos o en El gran dictador le salieron de rechupete, pero que aquí -y es muy probable que sea una neura mía particular, o una mala tarde de primavera- no termina de funcionar.

    Hay algo confuso en el tratamiento de Monsieur Verdoux. Y no le hago un reproche moral a Charles Chaplin por frivolizar a su personaje convirtiéndolo en un clown. Ya presupongo que él no está del lado de Verdoux y sus impulsos homicidas, aunque al final de la película le dote de una dignidad irreprochable en la corte de justicia. Mi queja tiene que ver con el tono, con el estilo de la película. Con la fusión fallida entre la risa y la muerte. El humor que subraya los crímenes que se cometen en Fargo -por poner un ejemplo- es negro, socarrón, vitriólico, y no le quita ácido a lo que vemos. Más bien se lo añade, haciéndolo todavía más truculento. En cambio, las humoradas de Chaplin en Monsieur Verdoux se han quedado payasescas y muy poco procedentes. Crean una disonancia en la mente del espectador; o al menos en este espectador que no sabe muy bien a qué atenerse. La charlotada y el crimen no parecen maridar demasiado bien.




Leer más...

David Lynch: The art of life

🌟🌟

Antes del David Lynch cineasta existió el David Lynch artista, un joven que pintaba cuadros extraños y componía collages que mezclaban lo orgánico con lo inorgánico, lo real con lo fantástico. Cosas alucinadas, de pesadilla, como salidas -o escupidas, o regurgitadas- de una imaginación tan desbordada como malsana. Un algo de sanatorio mental, de mal viaje con un tripi. 

    La confirmación, una vez más, de que a veces la personalidad va un por lado y el aspecto físico va por otro, porque ese David Lynch que aparece en The art of life tenía pinta de joven bonachón, casi de tontorro, con aires un poco de pasmado jovial. En esa juventud, Lynch soñaba con ser un artista posmoderno, de los que provocan incendidos en sus exposiciones. Pero las casualidades de la vida, y luego los apuros monetarios, le fueron conduciendo al mundo del cine donde finalmente encontró su vocación y su pincel. El lienzo ideal para plasmar sus ocurrencias de sueños desquiciados y personajes inquietantes.

    David Lynch nunca ha dejado de dibujar, de pintar, de experimentar con diversos materiales. Y es así, trabajando en la terraza de su residencia, como le descubrimos en The art of life, manchando de barros y de pinturas -y de otras extrañas sustancias que es mejor no tratar de adivinar- sus pobladas y ya canosas cejas. The art of life es el documental que nos cuenta la vida de David Lynch que los profanos desconocíamos: la que va desde su nacimiento en la lejana Montana hasta el estreno de Cabeza borradora. Una vida que en realidad se parece mucho a la de cualquier artista incomprendido en su juventud. Un viaje convencional de gentes que le apoyaron y padres que renegaron de él; de maestros que confiaron en su talento y otros que le dieron la espalda. 

    Y atravesándolo todo, como una guía del destino, la suerte. La suerte que todo hombre talentoso -incluido David Lynch- necesita para triunfar. Un encuentro casual, una amistad afortunada, un conocido que abre las puertas...




Leer más...

Después de la tormenta

🌟🌟🌟

Tengo una deuda pendiente con el cine japonés. Un déficit imperdonable. Salvando los clásicos de Akira Kurosawa que fueron obligatorios enmi juventud, todo lo demás me produce una pereza infinita, un miedo que habla muy mal de mi cacareada cinefilia. 

    Sólo de vez en cuando, cuando viene muy aclamada por la crítica y el gusanillo de la conciencia ya no me deja en paz, me aventuro por la islas del sol naciente para asomarme a la vida de estos humanos tan alejados de mi repertorio. Luego, la verdad sea dicha, siempre encuentro un provecho en sus historias: la familia y el honor, la vejez o el pacifismo, y arrepentido de mis prejuicios hago un propósito de enmienda muy reverencial ante el altar sagrado de sus no-dioses. Pero a las pocas semanas, como un canalla sin honor, me olvido de las promesas proferidas, y vuelvo al bucle sin fin del cine anglosajón y del cine español, con alguna película europea o argentina que adorna la ensalada para disimular la sosería de mis ingredientes.

    Después de la tormenta es la segunda película que veo de este director llamado Hirokazu Koreeda. Un tipo que hace un cine muy occidental, muy digerible. Sus personajes, obviamente, son japoneses que viven en Japón, con su arroz y su pescado, sus coches que viajan por la izquierda y su densidad de población inasumible, pero podrían ser vecinos perfectamente de Fuenlabrada, o de Castellón, si les redondeáramos un poco los ojos y pusiéramos las calles un poco más sucias. En Después de la tormenta hay una anciana que vive sola con su pensión, una hija que la visita con las nietas insufribles, y un hijo divorciado que pasa de vez en cuando para sablear un poco de comida y recoger varias camisas planchadas. Lo consabido, vamos... 

    Y afuera, tras las ventanas, la tormenta del título, el tifón, que vendrá para arrasarlo todo y luego dejarlo tal cual estaba, como en el Gatopardo de Lampedusa. A Koreeda le salen unas películas muy medidas, muy circunspectas, sin melodramas ni cursilerías. Los ancianos son respetables, los niños no dan mucho por el culo y los adultos hablan como usted y como yo, sin que parezcan personajes salidos de una novela, redichos y estomagantes. Dentro de unos meses habré olvidado Después de la tormenta como ya hice con Still Walking, la película anterior de Koreeda. Son cosas de la edad, y de la administración neuronal. Pero de momento, hasta que la desmemoria me alcance, me quedo con un puñado de cercanías, y con un manojito de conversaciones.




Leer más...

Barton Fink

🌟🌟🌟🌟🌟

Los detractores de Barton Fink -que son legión en los foros de internet- alegan que la película es críptica, indescifrable, sobre todo en su tramo final de flamígeros pasillos y cajas misteriosas. Aseguran -estos heréticos- que los hermanos Coen aprovecharon que el Pisuerga pasaba por California para hablar de pelusas muy íntimas de su ombligo, y que nos colaron sus neuras profesionales en forma de película respetable, casi de arte y ensayo. Pero no hay nada que entender, realmente, en Barton Fink, o que no entender. La película es el relato de una pesadilla, y como tal ha de contarse y de entenderse. El bueno de Barton vive un sueño terrible desde que llega a Hollywood con su máquina de escribir, sus gafitas de intelectual, y su abrigo improcedente para tan altas temperaturas, como un soldado de Napoleón o de la Wehrmacht invadiendo Rusia pero al revés.


    En el mismo instante en que Barton Fink se hospeda en el tétrico hotel regido por Chet, la película abandona cualquier pretensión de ser lógica, verosímil, porque el mundo al que llega Barton tampoco es lógico ni verosímil. Al menos para él, que viene de la otra costa del país y no entiende qué pretende de él la parte contratante de California. Qué narices hace allí -se pregunta- escribiendo basura para una película de serie B, él que es Barton Fink, y que viene aclamado por la crítica teatral de Broadway.

     Además hace demasiado calor, y en su habitación del hotel, enfrentado a la máquina de escribir, los mosquitos le sobrevuelan a sus anchas, y los vecinos de pared no paran de molestar con sus jadeos sexuales por una lado, y con sus tejemanejes secretos por el otro. Enfrentado al folio en blanco que es el anuncio de su fracaso, Barton es incapaz de conciliar un sueño reparador, y se desenfoca, y enloquece, y ya no puede distinguir lo que imagina de lo que ve. Su única salvación, su único remanso de paz, es el cuadro de la chica en la playa, abandonada al placer del rayo de sol. Ella es la única salida de ese manicomio de escritores alcoholizados, huéspedes asesinos y jefazos que viven al capricho de su humor.



Leer más...

Paulina

🌟🌟🌟

"Son cosas mías", decimos cuando nuestras razones van a sonar ridículas, alejadas del sentido común, y sin embargo las sentimos ciertas y sinceras. Cuando queremos explicarnos pero no sabemos cómo, y en esa disonancia de los argumentos la lengua se enreda, y el lenguaje no alcanza, y preferimos refugiarnos en el misterio antes que ser recriminados por los demás, que nos estudian con la mirada, y no salen de su pasmo.

    Son cosas mías, dice Paulina, la joven que aparca su carrera en la abogacía para irse al norte de la Argentina, a participar en un proyecto pedagógico con jóvenes que viven en la selva, al borde de la civilización. Ningún allegado de Paulina entiende su destierro del mundo, su afán misionero allá en la tierra de Misiones, que parece un juego de palabras, pero no lo es.  Ni su padre, el juez orgulloso, que se tira de los pelos sin consuelo, ni su novio, el chico enamorado, que de pronto no la reconoce y pierde la chispa en la mirada. El espectador, limitado por lo que Santiago Mitre quiere mostrarnos, tampoco tiene a acceso a las motivaciones últimas de Paulina, y sólo puede conjeturar que tal vez tenga la vocación de una monja laica, o el idealismo revolucionario del Che Guevara. O que sólo sea, después de todo, una pija de la capi que quiere ponerse a prueba viviendo entre los pobres, habitando casas prefabricadas y soportando las picaduras de los mosquitos.

Son cosas mías, volverá a repetirse Paulina poco después, cuando un grupo de homínidos la violen al abrigo de la noche, y ella se niegue a denunciar, a delatar, y prefiera vivir su labor misionera como si nada hubiera pasado, conviviendo con sus agresores en el paraíso del perdón y la fraternidad. Son cosas suyas, desde luego, pero nadie las entiende ni dentro ni fuera de la película. Los personajes que la quieren se vuelven locos, y el espectador en su sofá vuelve a moverse en el terreno de la conjetura, del misterio psicológico. ¿Es Paulina una cripto-cristiana que lleva la doctrina del perdón hasta las últimas consecuencias? ¿Una mujer que ha encontrado en la indulgencia -"me han violado, pero no pasa ná"- la paz espiritual que necesita para continuar con su misión? ¿Es el síndrome de Estocolmo, que ha llegado hasta las selvas amazónicas adaptándose al calor y a la humedad? ¿O es, simplemente, el pavor, que la paraliza?



Leer más...

Relatos salvajes

🌟🌟🌟🌟🌟

La venganza es el tema común que une los seis episodios de Relatos salvajes. La pasión que hermana a estos hombres y mujeres traicionados por los seres queridos, o insultados por los seres ajenos, que deciden prescindir de la justicia para traer de nuevo el equilibrio a la galaxia, como caballeros Jedi muy preocupados por los caminos de la Fuerza.

    La primera venganza de Relatos salvajes se sirve en un plato muy frío, casi helado, tras varios años de permanecer guardada en el congelador. El desquite del tal Pasternak es casi un genocidio, una auténtica barbaridad,  pero en el fondo tiene algo de civilizado, de ser humano con pretensiones. Casi diríamos que tiene estilo, y hasta un poco de arte, y de guasa, como si su autor hubiera decidido pasar a la posteridad legando una venganza como Dios manda, de las del Antiguo Testamento, calculada con una paciencia infinita de años y ejecutada con una pericia de ingeniero. El producto criminal de un auténtico homo sapiens que ha seguido los rectos caminos de la evolución.

    Las otras venganzas, en cambio, tienen algo de mono muy básico que devuelve el golpe, lanzando un coco, o blandiendo un hueso. Son impulsos que surgen casi en el momento, calientes, como volcanes de mal genio que brotan del subsuelo. Son, propiamente, los relatos salvajes de la película, por selváticos, por sabanescos. Lo que viene a decirnos Damián Szifron, el director de la función, es que por debajo del maquillaje, de la capa de cemento y asfalto que cubre nuestra civilización, bulle el magma primario de los animales. Caminamos vestidos, repeinados, muy educaditos gracias a los colegios, pero en el fondo no somos más que un puñado de instintos. Los cinco millones de años que nos separan del macaco nos han ayudado a disimular nuestros impulsos, a contenerlos, a administrarlos. A abrir la espita sólo de vez en cuando, cuando nadie nos ve, o el peligro está bajo control. La civilización no es más que una contención, o un disimulo.



Leer más...

Múltiple

🌟

Han sido múltiples, también, las personalidades que han visto Múltiple sentadas dentro de mi cabeza, desparramadas por los sofás, por los sillones, algunas incluso tiradas por el suelo, sobre esterillas improvisadas. No sé si eran 23 o 24, como las que tiene este pirado de la película, pero sí unas cuantas, desde luego.

    Aquí dentro había de todo, como en la viña del Señor: unos que aplaudían cada escena; otros que renegaban del planteamiento; otros que trataban de anticiparse a la última ocurrencia de M. Night Shyamalan para no quedar como tontos ante los demás. Había dos personalidades, incluso, allá al fondo, donde menos luz llegaba del televisor, que se estaban pegando el lote y pasaban olímpicamente de la película, que es otra manera muy lícita de participar en el hecho fílmico. Entre los espectadores había tipos que renegaron hace ya tiempo de Shyamalan y otros que venían con pancartas de apoyo solidario, We love you forever, Shy

     De este modo, la sesión solitaria de casi siempre, en la que yo hablo conmigo mismo tranquilamente, casi en susurros, con argumentos muy bien traídos en los que siempre me doy la razón, hoy se ha convertido en un verdadero cinefórum de gente que comía palomitas, hacía comentarios inoportunos y daba un poco por el culo con los tonos del teléfono móvil. Una platea muy animada de ésas que ya no suelo frecuentar. Pero qué iba a hacer yo, en esta ocasión, a no ser cortarme la cabeza, o desistir en el empeño.

    Me ha salido, incluso, en el rato más confuso y aburrido de la película, una personalidad dormilona, derrotada por el cansancio, y entre cabezadas involuntarias me he perdido varias performances del tal Kevin de los Cojones, que a lo mejor eran sustanciales para la comprensión del juego. Pero me da igual. Mi yo principal, el dominante, el que viene a este blog a contar sus opiniones, se estaba aburriendo como una ostra con estas barrocas esquizofrenias, y aunque algunas de mis personalidades se lo estaban pasando teta, y otras ya barruntaban el giro sorpresivo made in Shyamalan, a mí, la verdad, en las últimas curvas, todo me la estaba trayendo al pairo. Demasiado ruido, quizá, demasiada fe para tan poca chicha. Demasiado juego mental para estas edades que ya no están para nada. Tal vez, simplemente, demasiada jornada laboral. Y muy poco sueño. Y de mala calidad, además. 




Leer más...

La comuna

🌟🌟

Erik es un afamado arquitecto que da clases en la universidad. Anna, su mujer, es la presentadora del telediario más famoso del país. Estamos en Dinamarca, en los años setenta, y suponemos que ambos cónyuges juntan mucho dinero cada mes. Pero sus sueldos, al parecer, no alcanzan para sufragar los gastos del palacio que Erik ha heredado a orillas del mar: una casa excesiva, destartalada, pero que le devuelve al mundo de su niñez, y a sus sueños arquitectónicos: los puertos, las escolleras, los paseos marítimos... Sólo para mantener la casa caliente todo el año -y en esas latitudes el frío suele venir muy jodido, y muy pertinaz- necesitarían hacer números en infinitas libretas de páginas cuadriculadas.

    Erik y Anna son dos personas abiertas, sociables, muy poco exigentes con su propia intimidad, así que deciden formar una comuna de propietarios que se dividan la llevanza. Allí soltarán sus maletas un matrimonio fecundo, una pelirroja descarriada, un inmigrante sin empleo, un borrachín la mar de salado... La película se titula, inequívocamente, La comuna, y al principio uno piensa que la trama girará sobre los roces inevitables de la convivencia: los escaqueos económicos, y los líos amorosos. Uno se acuerda de Ignatius Farray cuando afirma que si el título y el contenido de una película coinciden, uno puede esperar lo mejor de ella, y con esa certeza me repantingo en el sofá para aplaudir y dejarme llevar.

     Pero el tema de la comuna, ay, se agota al poco tiempo de empezar la película. Allí no hay conflictos, ni adulterios, ni platos que se estrellen contra las paredes en acaloradas discusiones. Ni siquiera hay orgías entre los muchos y jóvenes inquilinos, que podrían acogerse al calor de los cuerpos para ahorrar un poco más en la factura de la luz. La paz del entendimiento civilizado sobrevuela cada comida y cada cena. El lío verdadero de la película es el escarceo sexual que mantiene Erik con una de sus alumnas, y su empeño en quedarse al mismo tiempo con su señora de siempre, en esquizofrénica y desgarradora decisión. Lo de casi siempre, vamos, llegados a ciertas edades. La comuna de propietarios que anunciaba el título queda ahí, aparcada, decorativa, como si Vinterberg se hubiera olvidado de ella. Tanto mayo del 68 y al final era un triángulo amoroso... Nada nuevo bajo el sol. Ignatius Farray se descojona socarrón.




Leer más...

Reencuentro

🌟🌟🌟

"Inespelado" es el neologismo que inventó Luis Piedrahita para definir al amigo de juventud que uno se encuentra años después por la vida y que tarda en reconocerse porque su cabello ha decidido echar raíces en otro lugar. Y uno, en ese páramo desolado, resbala la mirada sin encontrar un asidero que le devuelva su nombre y apellido, o, al menos, el mote vejatorio que fulano arrastró durante años como hizo el Cireneo con la cruz de nuestro Señor.

    En Reencuentro, que es la segunda película que dirigió Lawrence Kasdan, todos los amigos que se reúnen en el funeral de Alex lucen un cabello sanísimo, americano, sin asomo de caspa o de abandono del hogar. No hay inespelados, ni inespeladas, entre estos treintañeros que sólo llevaban una década sin verse las caras y que en la iglesia donde se celebran las exequias se reconocen sin esfuerzo. Han tenido hijos, se han posado en varias flores, han visitado alguna clínica para descarriados, pero en líneas generales siguen siendo los mismos hombres incorregibles, y las mismas mujeres archisabidas.


    Tras el entierro, los reencontrados pasan el fin de semana en casa de Harold, que es algo así como el líder espiritual, como el jefe de la manada, y allí filosofan sobre la vida y mariposean sobre los recuerdos. Esta gente no hizo la mili, así que nos ahorramos las anécdotas sobre borracheras y sargentos chusqueros, pero sí vivió las movidas universitarias en los tiempos de Vietnam, y del flower power, y con eso tienen material de sobra para alargar las sobremesas y las veladas. Que si el porro, que si el polvazo, que si las hostias que nos daba la Guardia Nacional... Además, como todavía son liberales y enrollados, los huéspedes de Harold se dedican, en los tiempos muertos, a acecharse sexualmente en el jardín, o en las alcobas con pestillo echado.

    Y así, entre comidas muy sanas y recuerdos muy jugosos, entre canciones de época y polvos de aquí te pillo, transcurren las horas muertas de los reencontrados, que no parecen, la verdad, muy afectados por la ausencia de Álex, como si este desgraciado hubiera sido el último gato de la pandilla, el amigo del fondo, el comensal prescindible. Y es aquí, en esta indefinición, en esta atonía, donde Reencuentro se va un poco por el sumidero. No hay drama, ni comedia, ni apenas existencialismo postmortuorio. Este espectador -que confiesa haberse dormido en algunos tramos -no acabó de entender la moraleja, la intención última de la película, más allá de que unos amigos parlotean hasta las tantas con la oculta intención de no volver a verse en mucho tiempo.






Leer más...

Little Men (Verano en Brooklyn)

🌟🌟🌟

En su libro El mito de la educación, la psicóloga Judith Rich Harris se pregunta qué pintamos los padres y las madres en la educación de nuestros hijos. En trescientas páginas que son como trescientas curas de humildad, la señora Harris, como una profesora regañona y antipática, nos va quitando el orgullo poco a poco, y nos enseña que nuestros hijos son como son gracias a los genes que heredaron, y a los iguales con los que se juntan. Herencia y relaciones: esos son los ingredientes básicos que los conforman. La fórmula secreta de su personalidad. Y nosotros, los padres, les ponemos el aroma, o la hoja de menta. El perejil que los decora. Nosotros les castigamos, les premiamos, les dirigimos, pero con eso no conseguimos erosionar ninguna piedra. Labrar ningún surco. No dejamos en ellos ninguna marca perenne. Sólo administramos la convivencia. Por eso, cuando ellos vuelan libres, los hijos vuelven a su ser, a su esencia, que casi siempre es otra que no pretendíamos, ni buscábamos.

Sin embargo, la señorita Harris, al final del libro, nos concede un respiro a los vapuleados progenitores. Y un par de méritos incuestionables. No podemos hacer nada para forjar la personalidad de nuestros hijos, pero sin nosotros se morirían de hambre, de frío, de sed. Nosotros somos los garantes de su bienestar, y eso no es moco de pavo. Podemos decidir a qué colegio llevarlos, en qué barrio vivir. Podemos ofrecerles modelos de conducta, de rectitud moral. Servir de ayuda, de confidentes, de refugio. Nuestros hijos son como son, pero con frecuencia nos quieren y les queremos. El vínculo es indestructible. Algo hay de verdadero en todo esto. Quizá todo consista en aceptarlos como son, nada más.  



    De esto, y de alguna cosa más, va Verano en Brooklyn, que es una tergiversación nefasta del título original, Little Men. Porque los verdaderos protagonistas de la película son Jake y Tony, dos adolescentes que ven peligrar su amistad por los asuntos de sus mayores. Una amistad que parecía indestructible -y más ahora que llegaba el verano con su tiempo libre- pero que ahora se tambalea porque los padres toman sus decisiones, y determinan cuestiones tan trascendentales cómo dónde vivir, o cuánto cobrar por un alquiler. Sus padres no les han hecho como son, extrovertidos y talentosos: ellos se han hecho a sí mismos en el magma primario de su ADN,  y en el trato diario con sus compañeros. A sus padres les deben el cariño, los cuidados, la preocupación constante. Les quieren. Pero ahora que se entrometen en su amistad, los chavales, por primera vez en sus vidas, sienten rencor hacia ellos. El primer odio.  Una sensación amarga. Un sentimiento muy feo. Como el primer rechazo de una mujer, o la primera percepción de una limitación insuperable. Una de las primeras heridas que ya no cicatrizan.



Leer más...

Dazed and confused (Movida del 76)

🌟🌟🌟

Dazed and confused. Aturdidos y confusos. Por no decir bebidos y fumados. Así van los chavales y las chavalas del instituto. Parece que no ha pasado el tiempo desde mayo de 1976 porque ahora se llevan los cabellos más cortos, y los pantalones más holgados, pero los adolescentes que yo veo en mi villorrio, celebrando el último día del curso, se parecen mucho a estos que montaban sus movidas en Dazed and Confused. Ellos también se entregan con fervor al primer día del verano. Fogosos y hormonados; alegres y sin rumbo. Ellos también se las apañan para hacerse con unas cervezas en el súper, o en la tienda del barrio, o en el frigorífico de sus mayores, y siempre hay alguno, el más descarriado, que se agencia un porrete del hermano mayor y lo enciende entre el corrillo para que unos activos, y otros pasivos, aspiren el humo y se descojonen de la risa. 

Y así, con la tontería del alcohol y la maría, los chavales y las chavalas se miran, se rozan, se interrogan con la mirada. ¿Te gusto? ¿Te enrollas? Somos jóvenes y guapos; libres y ligeros. Qué sabemos nosotros de la enfermedad y de la muerte. Del trabajo y del destino. De la depresión y del ansiolítico. Si te gusto -y tú me gustas mucho, baby- no sé qué hacemos a la distancia de un brazo, separados y medio gilipollas. Bésame, tonto, o tonta, que yo ya te voy acariciando...

     Eso sí: aquí, en el villorrio, son pocos los que tienen coche para llevar detrás a los amigos, o a la novia convencida. Pero nuestros chavales sienten las mismas ganas de rular, de dar vueltas sin sentido, en busca del amiguete, de la gachí, de la anécdota que contar, y para ello se curran la moto, la bici, el autobús urbano. La zapatilla de deporte, incluso. Vienen y van toda la tarde, como en la película de Linklater, buscándose y rehuyéndose, haciendo círculos como bandadas de pájaros. Y así, posándose poco a poco cuando llega la noche, copan los parques que horas antes ocupaban los ancianos y las palomas. Algunas parejas, incluso, que han madurado antes, o han tenido más suerte en su corta vida, se aventuran por los montes más cercanos, y allí, en la revuelta más escondida, con vistas a la civilización, pillan cacho mientras se ríen de los compañeros del insti que todavía no follan: del friki, de la fea, del tolai, que a esas horas deambulan por los garitos más permisivos con la edad preguntándose si todas las noches de su vida van a ser iguales que ésa, tan promisorias al principio, y tan decepcionantes al final.


Leer más...

Asignatura aprobada

🌟🌟🌟

José Manuel Alcántara es un autor teatral que ha vivido sus años de plenitud en Madrid: los años artísticos, coronados por el éxito, y los años sexuales, adornados por bellas señoritas. Pero el tiempo pasa, y con cincuenta y tantos años recién cumplidos, José Manuel comprende que se han acabado los días de vino y rosas. La fuente de su creatividad se está secando, y la mujer amada le ha dejado por otro tipo más divertido, o simplemente distinto. José Manuel se entrega a las grandes reflexiones de la madurez, y para ello decide abandonar Madrid e instalarse en Gijón, su tierra natal, para pensar apoyado en la barandilla que mira hacia el mar. 

En Gijón el otoño es brumoso, lluvioso, de olas revueltas en el mar, y ése es exactamente el tiempo atmosférico que reina en su corazón. José Manuel no es feliz: le supuran los recuerdos por las heridas, y le persiguen los fantamas en el sueño, pero en Gijón, al menos, ha encontrado un paisaje verde y gris en el que pasar desapercibido. Un clima en el que identificarse. Una guarida para pasar el invierno del calendario, y también el invierno del alma. La gabardina con gotas de agua le sienta muy bien a su aire circunspecto.

    Su melancólica hibernación, sin embargo, va a durar muy poco. En el teatro de la ciudad actúa la mujer que le partió el corazón más allá del Guadarrama: una actriz bellísima, y pelirroja, que se parece muchísimo a Victoria Vera, la musa olvidada de nuestra despelotada Transición. José Manuel Alcántara, que huía de su recuerdo, se ha topado con ella en carne y hueso. Y como una luciérnaga que no puede resistir el encanto de la luz, retoma con ella las viejas conversaciones, los viejos desencuentros, que ahora ambos recuerdan como seres maduros entre fabes y sidrinas. José Manuel y Elena dedicarán muchos ratos de estudio a la asignatura de su relación, que fue erótica, turbulenta, desgraciada, inmensamente feliz. Una asignatura compleja, retorcida, que requerirá muchos paseos por la playa para ser asimilada. Y de fondo las olas, marcando el paso del tiempo en cada llegada y en cada retirada. Como un reloj marino que les recuerda constantemente que el tiempo pasa, que las oportunidades se van, y que la vida se les está escurriendo entre los dedos. Como arena de la playa.




Leer más...

El chico

🌟🌟🌟🌟🌟

Charles Chaplin fue un hombre encantado de conocerse a sí mismo. Su autobiografía es un compendio exhaustivo de "yo hice", y "yo logré", y "yo fui recibido por grandes multitudes en el aeropuerto de tal". Chaplin era un genio autoconsciente de serlo, y esa reacción química produce una jactancia espumosa que está muy mal vista. Pero nosotros, los admiradores, hacemos como que no sabemos, como que nos da igual, y cada cierto tiempo revisamos sus obras maestras sin que nos importe mucho la hinchazón descomunal de su ego. Sólo muy de vez en cuando, para entenderlas mejor, revisamos los detalles de su biografía tan peculiar, borrascosa o radiante según los meteoros del momento, y para estas cosas vienen de perlas los extras de los DVDs, que a veces aportan datos que enriquecen la experiencia.


    El chico es una película extraña en la filmografía de Chaplin. Como un verso suelto. Hay algo muy personal en esa maravilla que ha surcado los mares del tiempo sin apenas mojarse, tan divertida y emotiva que llegas a olvidar que estás viendo una película silente. El análisis del aficionado se queda en la infancia desamparada del propio Chaplin, en aquellos barrios de miseria tan parecidos a los que Charlot patea en la película. En los extras del DVD, sin embargo, nos dan otra clave que ayuda a entender la singularidad de El chico. Chaplin, como todos sabemos, era un hombre orquesta que dirigía, producía, escribía el guión y componía la música. Y se reservaba siempre el papel principal. Dicen las malas lenguas que se quejaba continuamente de los actores y actrices que posaban para él. Si hubiera podido, los hubiera interpretado él solo a todos... En El chico, sin embargo, Chaplin comparte protagonismo con ese diablillo entrañable llamado Jackie Coogan. Y no parece importarle gran cosa. Es, quizá, la única vez en la que el ego descomunal de Chaplin ocupa sólo la mitad de la pantalla. Él adoraba a ese chaval, y permitió que le robara los planos más apetitosos. Contado así parece muy bonito, y muy profesional, pero uno sospecha que Chaplin se vio a sí mismo en ese niño prodigio que bailaba y actuaba con un desparpajo impropio. Como él mismo lo había hecho en su infancia londinense. 

Chaplin, en El chico, se desdobló en dos papeles: el adulto, para el hombre con bigote; y el niño, para la reminiscencia de su infancia. 




Leer más...