La ley del deseo

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Hay algo muy visceral que me une a Pedro Almodóvar cuando habla de amores y desamores. De deseos satisfechos o contrariados. Y no me importa que sus películas las protagonicen, por lo general, homosexuales atribulados que buscan su lugar y su oportunidad. La ley del deseo es la misma para todos. De otros directores veo sus películas y no termino de conectar con sus amantes celosos o perseguidos por las dudas. Les entiendo, pero no les siento. No se me eriza el vello ni se me descompone el gesto. Ninguna lagrimilla se asoma a mis ojos. Y eso que a veces la circunstancia es muy cercana, muy personal, casi un calco de mis tribulaciones. Pero esa no es la cuestión: los amantes que retrata Pedro Almodóvar son cárnicos, tridimensionales. Veraces. Se les enciende la cara de deseo o se les apaga la sonrisa de tontos como yo mismo vivo el amor a este lado de la pantalla. Almodóvar sabe de lo que habla y sabe como exponerlo. Yo sintonizo con sus criaturas lo mismo cuando lloran de felicidad que cuando lloran de desconsuelo. Noto que algo se me revuelve en las tripas cuando en las suyas revolotean las mariposas, o se presienten las tragedias.

    Los amantes que se lían y se deslían en La ley del deseo huelen a sudor, rezuman fuego, sonríen complacidos, se reprochan con carácter. Tienen miradas de anhelo y miradas de odio. Me los creo. Y me emociono. Y aunque a mí no me va la vaina de sus personajes y la película se cae a veces por el terraplén del culebrón, me sorprendo a mí mismo dándole vueltas a mis propios amores. A mis desamores más bien, que últimamente me traen por la calle de la amargura. 



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