Un doctor en la campiña

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De joven quise ser un maestro rural perdido en las montañas, o exiliado en el páramo. Como el doctor de la película, en la campiña. Quise dar clases en un colegio humilde, a chavales sencillos, que luego por la tarde fueran mis vecinos entrañables, o mis tocapelotas insufribles. Vivir en una casa, y no en un piso, con una chimenea para el invierno y una bodega para el verano. Conocer a una bella lugareña que comprendiera mis manías y me ayudara a encontrar los senderos: los reales del lugar, y los metafóricos del alma. 

    Cuidar de un huerto, quizá, o de unos árboles frutales, y pasar los fines de semana paseando por el monte. Con un perro, o con dos, para que me hicieran compañía y se hicieran compañía. Criar a mis hijos como el Captain Fantastic de la película, pero sin llegar a esos excesos del cuchillo de supervivencia, y de la cabaña hecha con palos. Vivir lo rural, sí, pero sin pasarse de la raya. Instalar una parabólica en el tejado para no perderme los partidos del Real Madrid ni las películas del Canal +. Pasar algún fin de semana en la gran ciudad para intoxicar un poco los pulmones, y ver alguna película en la pantalla grande de los cines. Renegar de la urbe a las 48 horas exactas de haber llegado, justo para emprender el retorno feliz.

 Yo me hubiera llevado de puta madre con Jean-Pierre, el doctor de la película, que también vive su vocación lejos de los hospitales rodeados de polución. Un tipo que ha encontrado su lugar cuidando de sus ancianitas, y de sus garrulicos con boina, que también los hay en la Francia profunda. Ellos cultivan las viñas y fabrican los quesos. El doctor y yo hablaríamos de fútbol y de mujeres en la taberna de los convecinos. También de libros, claro, y de películas. Seríamos los camaradas del aislamiento cultural. Nosotros dos y el señor cura, cuando tuviéramos humor y ganas de aguantarlo. 

    Habría sido una vida feliz, y una amistad legendaria, allá en la campiña. Pero yo nací demasiado tarde. Los médicos rurales como Jean-Pierre se siguen levantando cada mañana para atender a sus pacientes, pero los maestros montaraces hace ya tiempo que se extinguieron. Cuando llegué a esta profesión los niños desaparecieron, o no llegaron ni a nacer, y en esos mundos sólo se quedaron los muchos ancianos y los cuatro lugareños. La montaña vaciada. El mundo agropecuario ya no necesita a los maestros, y yo tuve que buscarme las habichuelas en este otro sitio que no es campo ni ciudad, que no es chicha ni limoná. Que es el consuelo pobre que se me quedó de aquellos sueños de juventud.




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