Un doctor en la campiña

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De joven quise ser un maestro rural perdido en las montañas, o exiliado en el páramo. Como el doctor de la película, en la campiña. Quise dar clases en un colegio humilde, a chavales sencillos, que luego por la tarde fueran mis vecinos entrañables, o mis tocapelotas insufribles. Vivir en una casa, y no en un piso, con una chimenea para el invierno y una bodega para el verano. Conocer a una bella lugareña que comprendiera mis manías y me ayudara a encontrar los senderos: los reales del lugar, y los metafóricos del alma. 

    Cuidar de un huerto, quizá, o de unos árboles frutales, y pasar los fines de semana paseando por el monte. Con un perro, o con dos, para que me hicieran compañía y se hicieran compañía. Criar a mis hijos como el Captain Fantastic de la película, pero sin llegar a esos excesos del cuchillo de supervivencia, y de la cabaña hecha con palos. Vivir lo rural, sí, pero sin pasarse de la raya. Instalar una parabólica en el tejado para no perderme los partidos del Real Madrid ni las películas del Canal +. Pasar algún fin de semana en la gran ciudad para intoxicar un poco los pulmones, y ver alguna película en la pantalla grande de los cines. Renegar de la urbe a las 48 horas exactas de haber llegado, justo para emprender el retorno feliz.

 Yo me hubiera llevado de puta madre con Jean-Pierre, el doctor de la película, que también vive su vocación lejos de los hospitales rodeados de polución. Un tipo que ha encontrado su lugar cuidando de sus ancianitas, y de sus garrulicos con boina, que también los hay en la Francia profunda. Ellos cultivan las viñas y fabrican los quesos. El doctor y yo hablaríamos de fútbol y de mujeres en la taberna de los convecinos. También de libros, claro, y de películas. Seríamos los camaradas del aislamiento cultural. Nosotros dos y el señor cura, cuando tuviéramos humor y ganas de aguantarlo. 

    Habría sido una vida feliz, y una amistad legendaria, allá en la campiña. Pero yo nací demasiado tarde. Los médicos rurales como Jean-Pierre se siguen levantando cada mañana para atender a sus pacientes, pero los maestros montaraces hace ya tiempo que se extinguieron. Cuando llegué a esta profesión los niños desaparecieron, o no llegaron ni a nacer, y en esos mundos sólo se quedaron los muchos ancianos y los cuatro lugareños. La montaña vaciada. El mundo agropecuario ya no necesita a los maestros, y yo tuve que buscarme las habichuelas en este otro sitio que no es campo ni ciudad, que no es chicha ni limoná. Que es el consuelo pobre que se me quedó de aquellos sueños de juventud.




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Westworld

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Westworld es un parque temático enclavado en el mismísimo Monument Valley donde John Ford rodaba sus películas de vaqueros. Los turistas de "Westworld", muy selectos, pagan una pasta gansa por vivir la experiencia única del Far West: caminar por la calle polvorienta armados de pistolas; entrar en el saloon dando una patada a la puerta batiente; presumir de asesinatos ante el barman calvorota que sirve whisky peleón. Liarse a hostias con el primer desafeitado que cruza la mirada y luego curar las heridas con las prostitutas que esperan solícitas en el primer piso. El ritual, vamos.

    Westworld también ofrece otras actividades a sus clientes, como ir a buscar oro con los mineros, o adentrarse en las tierras salvajes de los indios. Pero los turistas, en su mayoría, prefieren quedarse en el poblado a descerrajar tiros y luego echar un polvo para aliviar la tensión. Alguno podría pensar que para este viaje no hacían falta tantas alforjas: que total, para disparar un arma, y satisfacer los bajos instintos, existen mil sitios en el mundo real que son más baratos que esta recreación casi almeriense de los poblachos ultramisisipianos. Pero no es lo mismo: la gracia de Westworld es que allí no rige ninguna ley -como casi no regía ninguna en el Far West original-, y que el turista, básicamente, puede hacer lo que le dé la gana con sus residentes, que no son actores contratados como en el Tren de la Bruja, o como en la Casa del Terror, sino robots de alta tecnología que se prestan a cualquier abuso porque están programados para la indefensión, y además van armados con revólveres de fogueo.

    Westworld, aunque haya alcanzado la pericia biónica de los Nexus 6, en realidad es un asco de sitio donde todo se reduce, esencialmente, a que un turista borracho lo siembra todo de cadáveres y varios operarios salen por la noche con las mulillas como si de una corrida de toros se tratase. Plasma y arena. Un divertimento chusco y algo cañí. Y lo peor no es eso: lo peor es que Westworld, la serie, tampoco responde a las expectativas que crearon los articulistas en sus foros, y los amigos en sus recomendaciones. Será que estoy viviendo una mala época, o que la serie me ha entrado por un mal sitio del ojete. No lo sé.  Sólo la belleza de Evan Rachel Wood -que es tan hermosa que te funde los plomos metafóricos- me distraede la realidad amarga que oprime el pecho. Quizá no era el momento de ponerse a ver Westworld. A veces no falla uno, ni la serie, sino el contexto. 




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Land of mine

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En octubre de 1944, con el ejército alemán batiéndose en retirada, Hitler aprobó un decreto que exigía a todo hombre mayor de dieciséis años, y menor de sesenta, incorporarse a filas y defender las fronteras del Reich. El decreto Volkssturm fue el intento desesperado de ganar una guerra que ya estaba perdida. Cuando ésta terminó, miles de adolescentes que vestían la casaca de la Wehrmacht fueron hechos prisioneros por los ejércitos enemigos. Algunos chavales tuvieron la suerte de ser devueltos a casa con prontitud. A otros, como les sucede a estos pobres desgraciados de Land of mine, les esperaba un futuro casi peor que la propia guerra. Y no, precisamente, en los parajes tan denostados de la Rusia soviética, donde millares de prisioneros desaparecieron en los campos de trabajo. La película transcurre en Dinamarca, en las playas sembradas de minas que los propios alemanes habían colocado para impedir el desembarco de los aliados. Contraviniendo todos los tratados y todas las convenciones, los chavales del Volksstrum fueron obligados a limpiar las playas armados de palos, cuerpo a tierra, identificándolas y desactivándolas una por una. Cayeron, por supuesto, como moscas. Más de la mitad fallecieron o fueron desmembrados tras las explosiones.






    Land of mine es digna, meritoria, recomendable para las amistades, pero tampoco es la octava maravilla de la cinematografía danesa. Si ustedes leen alabanzas desmedidas, epítetos altisonantes, pónganse en alerta. Puede que al crítico en cuestión le haya gustado sinceramente el espectáculo. O puede que Land of mine le venga de perillas a su periódico para seguir metiéndose un poco más con los escandinavos, y cuestionando el "supuesto milagro" de sus sociedades y economías. Raro es el día que uno, en los últimos tiempos, abre los periódicos digitales y no se encuentra con un "estudio" que "demuestra" que los nórdicos son unos depresivos, unos alcohólicos, unos pijos insufribles que viven entregados a los placeres pequeñoburgueses. Unos salvajes amansados que llevan oculta la genética depredadora de los vikingos. Los nórdicos -vienen a decirnos los redactores neoliberales- han desarrollado una sociedad igualitaria y paritaria que es el sueño de las clases medias europeas, pero en el fondo, por mucho que disimulen, están podridos por dentro. Y son capaces de cometer cualquier gilipollez. O cualquier barbaridad. La de Land of mine, sin ir más lejos.



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Preacher

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Preacher es una serie sobre el silencio de Dios. O sea: una cosa muy seria y muy profunda, aunque en principio parezca la adaptación gamberra de un cómic ultraviolento, con mucho tiro descerrajado y mucha víscera saliendo de sus contenedores.

    El predicador es Jesse Custer, un exconvicto que aterriza en un poblacho de Texas para iniciar una nueva vida. El sólo quiere hacer el bien entre los feligreses, explicar la palabra de Dios a su manera y alejarse muchas millas de las tentaciones. Llevar la vida serena del pastor que se levanta por las mañanas reconciliado con la Creación, y se acuesta por las noches satisfecho consigo mismo. Pero Annville, su parroquia, no es un lugar cualquiera. Allí hay una puerta cósmica que comunica la Tierra con el Cielo, y con el Infierno. Un agujero de gusano por donde suben y bajan las criaturas celestiales y las bestias del Averno. Y sus hijos contranatura... 

    Annville es también el  lugar donde van a parar los vampiros borrachos que se caen de los aviones; donde rige la ley de un terrateniente que sólo cree en el dios de la Carne; donde reaparecerá, para terminar de enredarlo todo, Tulip, la exnovia del predicador, vieja compañera de correrías que todavía no ha soltado las pistolas y tratará de devolverlo a la vida aventurera. Como tantos otros urbanitas que se mudan al campo para buscar la tranquilidad y acaban topándose con los cencerros y con los gallos de las cinco de la mañana, Jesse se encontrará atrapado en un lugar donde es imposible hallar el descanso.

   Preacher, en el fondo, despojada de sus excesos, es en realidad otra película de Ingmar Bergman donde sus personajes echan mano a la oreja para escuchar mejor la voz del Señor, que nunca llega. Como radioaficionados sin suerte. Como ancianos sin sonotone. Un silencio que siembra las dudas e inquieta los corazones. 



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¿Qué he hecho yo para merecer esto?

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"¿Qué he hecho yo para merecer esto?" es el lamento universal de las personas infelices. Lo gritamos aún a sabiendas de que sólo es un desahogo, porque no todo va a ser culpa de los demás, por supuesto, o del capricho del destino. Somos nosotros los que al final erramos el camino, y elegimos las compañías. las muchas y malas y las pocas y buenas. Algo habremos hecho para merecer esto que ahora nos trae por la calle de la amargura. Esto que se atraviesa en la garganta como un hueso, o que se clava en las entrañas como un puñal, y que nos despierta a las seis de la mañana para no dejarnos dormir ya más, en la oscuridad inconsolable del remordimiento. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, nos preguntamos como si fuéramos inocentes del todo, víctimas de un contubernio internacional, o de una conjura de los dioses, aunque sepamos que en los momentos decisivos podríamos haber optado, y quizá, con suerte, haber escapado. 

     "¿Qué he hecho yo para merecer esto?", se lamenta también Gloria, el ama de casa de la película de Almodóvar. ¿Qué ha hecho ella, en efecto, para merecer esa vida de carencias y desafectos, en la barriada cutre y desangelada de Madrid? Nada, seguramente, diría el filósofo determinista. La desgracia de Gloria es la misma de tantas mujeres de su época: haber nacido mujer, y además pobre. Porque no había otra cosa -para las mujeres de su tiempo, aleccionadas por la familia y sofocadas por la religión- más que acertar en el buen casarse. Ningún mundo más allá del marido, al que se encadenaban como esclavas en un único destino compartido. Hasta que la muerte nos separe... Mujeres que no tenían estudios, porque para qué, o que los habían abandonado para ponerse a fregar los platos, porque qué falta iban a hacer ya los estudios, ya cada una en su cocina. Mujeres que jamás pensaron en trabajar, porque no estaba bien visto, o que si trabajaban, tuvieron que dejarlo para atender a la prole y a la suegra, al cartero y al lechero. Amas de casa que se enfrentaban a la labor maldita de Sísifo cada mañana.

    Así vivía Gloria, en la película de Almodóvar, hasta que un buen día descendió el monolito de Kubrick sobre el barrio de La Concepción, y lo que era un simple hueso jamonero se convirtió en una metáfora de la liberación femenina. Como aquel fémur en el osario de 2001: Una odisea del espacio. Corría el año del Señor de 1984, y las mujeres del barrio ya estaban preparando su revolución.



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Eva al desnudo


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De niño -y de no tan niño- yo estaba enamorado de una vecina que se llamaba Eva. Ella era dos años mayor que yo, preciosa e inalcanzable. Un ángel del Señor perdido en un barrio terrenal de las afueras de León. Yo, a veces, en mis ensoñamientos de platónico aspirante, la imaginaba desnuda en sus quehaceres, pero sólo un poco, lo justito, como a una Venus de Botticelli recién salida de la ostra, para luego no tener que azorarme en su presencia cuando  la cruzaba por las escaleras. Mi amor por Eva era el de un caballero muy respetuoso, casi de los de antes, aunque yo vistiera pantalones cortos y llevara casi siempre manchada la boca de Nocilla.

    Es por eso que años después, cuando en mis primeras cinefilias descubrí que había una película titulada Eva al desnudo, durante un segundo de estúpido cortocircuito, de alborotada confusión, pensé que por fin iba a conocer los secretos de mi amada vecina, esos que yo tanto des-imaginaba para no sucumbir al delirio de lo imposible. Fue un segundo muy loco, muy absurdo, tan largo como una vida y tan corto como un suspiro. Hasta que el rabillo del ojo, en la ilustración que acompañaba el descubrimiento, me mostró que Eva al desnudo era una película viejuna, en blanco y negro, con el rostro picassiano de Bette Davis ocupando casi la carátula completa. Era ella, la divina Bette, la de Bette Davis Eyes que cantaba Kim Carnes, que al final ni siquiera era la Eva del título, ni por supuesto mi vecina de León, la Eva de Botticelli, de la que por entonces ya me separaban muchos kilómetros y muchas vicisitudes.

    Eva al desnudo cuenta la determinación de Eva Harrington por alcanzar la fama sobre las tablas del escenario. Cuenta con la gran ventaja de que sus escrúpulos nunca se activan cuando tiene que mentir, traicionar o apuñalar por la espalda. El fin por encima de cualquier medio. Es el despliegue de una sociópata que nunca conocerá el amor o la amistad porque en realidad tampoco necesita tales sentimientos: sólo como instrumentos para manipular a los demás y seguir progresando en su carrera. Pero hay mucho más, en Eva al desnudo, como en todas las grandes películas que sobreviven al paso del tiempo. El ascenso hacia el estrellato de Eva Harrington sólo es el argumento, el artificio con el que nos entretiene Joseph L. Mankiewicz entre diálogos y sobreentendidos. El gran tema de la película, que ruge por debajo de la trama como el magma que nos sostiene, o como el agua que riega los campos, es el paso del tiempo. El miedo a hacerse mayor. El pavor a la decadencia.





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Loving


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En la Alemania de Hitler, antes de que los ideólogos decidieran asesinarlos en los campos de concentración, los judíos eran "tolerados" en la vida social y económica bajo unas leyes muy restrictivas que tomaron el nombre de la ciudad de Núremberg, que era el enclave histórico donde los nazis montaban su parafernalia anual de banderolas y desfiles marciales.

    Entre otras cosas muy variopintas, las leyes de Núremberg impedían el matrimonio mixto entre arios y judíos, y para que no quedaran muchas dudas al respecto, detallaba, en unos esquemas muy mendelianos, casi como de clase de ciencias naturales, qué era exactamente un judío genético, y dónde empezaba el peligro de contaminación sanguínea y el riesgo de dar con tus huesos en la cárcel si te cruzabas y luego te entrecruzabas con quien no debías.

    Pocos años después, los nazis se embarcaron en una guerra que finalmente no pudieron abarcar.  Entre los vencedores que los juzgaron, había magistrados que vinieron de Estados Unidos para dar un ejemplo de rectitud moral al mundo. De compromiso con el bien y con la libertad. Lo más curioso es que allí, en su país, en los estados del Sur que perdieron la Guerra de Secesión, seguían vigentes las leyes Jim Crow, que en cuestiones de pureza racial poco se diferenciaban de las que habían regido la vida sexual de los judíos europeos. Unas leyes que fueron abolidas en una fecha tan tardía como 1964, casi treinta años después de que los nazis aprobaran las suyas tan parecidas. 

Las leyes Jim Crow eran tan denigrantes que impidieron al matrimonio Loving vivir en su estado natal de Virginia durante diez años, so pena de cárcel, pues ella era negra, y él blanco, y sus tres hijos mulatos eran considerados tres bastardos jurídicos que ofendían la mirada de las gentes de bien. Unas leyes que uno, que presume de lecturas y de cultura, tuvo que consultar de reojo mientras veía la película que nos ocupa, pues dudaba de que tales cosas hubieran existido en un momento tan avanzado de nuestra modernidad. Uno sabía de los asientos del autobús, de los retretes distanciados, de las mesas separadas en los restaurantes... Pero no de la prohibición expresa del matrimonio interracial. Y boquiabierto se quedó. 

    Qué bien han sabido tapar los americanos sus miserias y sus vergüenzas, en esta cinematografía que los vendió al mundo como un modelo a imitar. 



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Yo, Daniel Blake

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El proletariado británico lleva años sufriendo una campaña de difamación en los medios de comunicación. Concretamente desde que Margaret Thatcher decidió que la fiesta se había terminado, y que ya estaba bien de que los trabajadores cobraran sueldos decentes, y luego se echaran a la bartola los fines de semana. Panda de vagos y de vividores... 

    Todo esto lo explica muy bien el periodista Owen Jones en su libro La demonización de la clase obrera. Cada pillastre que cobra irregularmente un subsidio de desempleo, o una pensión por incapacidad laboral, es aireado en la prensa como la enésima confirmación de que todo trabajador esconde en su interior a un pícaro del Siglo de Oro. Y claro, el votante medio se solivianta, y los ancianos conservadores refunfuñan, y los imbéciles toman la excepción por la regla, y cada vez que llegan las elecciones gana un partido político que propone más recortes sociales y darle más estopa al precariado. Que se jodan los parados, como gritó Andrea Fabra en un parlamento que no era precisamente el británico.

    Es por eso que cuando el pobre Daniel Blake, el carpintero sexagenario, se presenta en las oficinas de empleo a buscar un trabajo, o se planta en los negociados de la seguridad social a que le reconozcan su incapacidad, los funcionarios le vuelven loco y le ponen mil trabas burocráticas. O le obligan a cumplir los trámites por internet para no verle más la jeta y no tener que pasar por el mal trago de denegárselo todo "in person". 
    
    El sistema no es caótico, ni kafkiano, como pudiera pensarse en una primera lectura. Daniel Blake no es un Josef K. perdido en los vericuetos británicos del siglo XXI. El sistema está perfectamente diseñado para disuadir al solicitante: para aburrirlo, marearlo, desesperarlo en su empeño. Conseguir que el Estado se ahorre unos buenos dineros que luego gastará en cualquier otra gilipollez. En cualquier cosa menos en ayudar a estos jetas que se aprovechan del contribuyente. Pero estos jetas, como bien explica Owen Jones en su libro, sólo se llevan el chocolate del loro. Las migajas del presupuesto. Pero qué bien les vienen, a los gobernantes, para demonizar a todos los  currantes sin recursos. A los obreros honrados como Daniel Blake. 



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El fin de la comedia. Temporada 2

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Dos años después de sus primeras andanzas en El fin de la comedia, el ingenioso cómico don Ignatius de las Canarias sigue paseando sus miserias por los barrios antiguos de Madrid. Mientraseste espectador que lo sigue devotamente sigue más o menos como estaba, y lleva la misma vida triste e insustancial de las provincias, él, Juan Ignacio Delgado, vive una edad de oro profesional con los programas de la radio y las colaboraciones en la tele. Los garitos nocturnos, además, al calorcillo de su fama, se llenan de mujeres curiosas y de jovencitos confusos que esperan expectantes su último exabrupto, su última ocurrencia destroyer que habrá de escandalizar a los tirios y de ofender a los troyanos. Y entre medias un ¡all right!, y un grito sordo, y un ¡UPyD, UPyD! coreado a voz en grito, que son las marcas registradas de la loca comedia de  Farray. O de su poscomedia, como él la llama.






    En la vida personal, sin embargo, el personaje de Ignatius Farray en El fin de la comedia -que es una mezcla ignota de verdades y ficciones- es un pobre hombre que no levanta cabeza. Su personaje padece esa maldición bíblica -o gitana, o malaya, vaya usted a saber- que muchos otros también sufrimos: la de tener un aspecto físico que no se corresponde con nuestro verdadero yo. A uno, por ejemplo, se le ha quedado con los años una pinta de sacerdote cebón que nada tiene que ver con el espíritu libertino y revolucionario que vive preso en el interior. La gente ve mis gafas, mi papada, mi gesto a medio camino entre la seriedad y la mansedumbre, y cree que en cualquier momento voy a sacar la Biblia de un bolsillo para consultar un versículo arcano y predicar la palabra de Dios. Y los hombres no me llaman, claro, y las mujeres me rehúyen, y uno, desbaratado por el equívoco, sigue apoltronado en el sofá mientras los deportes transcurren lánguidamente en el televisor.

    El Ignatius Farray de la ficción parece un tipo sacado de un sanatorio mental, de una institución de gente poco normal que a veces se deja las puertas abiertas. Y los conciudadanos, claro, se inquietan con su contacto, y él se turba con la timidez, y al final, en un despropósito de consecuencias funestas, El fin de la comedia resulta ser una sucesión de absurdos que serían de mucho reír si uno no se compadeciera casi maternalmente por el personaje. El Ignatius Farray ficticio sólo es un osito de peluche con apariencia de grizzly que no termina de encontrar su lugar en el mundo. Un incomprendido de la vida que sólo quiere vivir sin molestar: ganar dinericos, conquistar mujeres, hacer favores a los vecinos. No contaminar demasiado. Pasar muchas horas con su hija pequeña. Un poco como la buena gente que sigue la serie y se reconoce en él, y se descojona con sus andanzas.

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Eyes Wide Shut

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El protagonista de Ampliación del campo de batalla -la novela de Michel Houellebecq- sostenía que el matrimonio se instituyó para que las personas insustanciales, sin atractivos que atraigan las miradas ni estremezcan los deseos, se ahorren la humillación de buscar una pareja sexual cada vez que aprieta el deseo. El matrimonio sería la institución benéfica que recoge todos estos corazones rotos y los aloja en habitaciones compartidas. El seguro de hogar de una cama caliente. La rendición de quien ya perdió para siempre las ganas de probar suerte. La paz del espíritu que se conforma con su destino y se aviene con lo que hay.

    Así decía, más o menos, el personaje torturado de Michel Houellebecq, que dejaba en el aire una pregunta sin responder: ¿por qué se casan, entonces, los hombres apuestos y las mujeres hermosas? A ellos no les cuesta nada satisfacer sus anhelos de compañía. Sólo tienen que acicalarse, salir a la calle, dejarse caer por los lugares frecuentados y fijar la mirada en un objeto de deseo. Acercarse, charlar, insinuarse. Probar suerte -como mucho- dos o tres veces antes de que una pieza disponible caiga abatida. No necesitan contratar un seguro sexual que les cobije en el fracaso. Porque ellos nunca fracasan. 

    ¿Por qué, entonces, terminan casándose? Eso es lo que también se pregunta el madurito que baila con Nicole Kidman al principio de Eyes Wide Shut. ¿Por qué querría estar casada una mujer tan bella como usted, que puede conseguir a cualquier hombre en esta fiesta o en cualquier otra? Y Nicole, que se presta y no se presta al juego de la seducción, sonríe con malignidad de gata instruida. La pregunta del galán ha calado en su conciencia. Vuelve a recordar que es una mujer con anillo en el dedo, sí, pero sumamente deseable para el resto de los hombres. 

    Mientras tanto, al otro lado del inmenso hall, su marido, que también es un hombre guapo que concita miradas de deseo, tontea con dos jovencitas que se lo quieren llevar al huerto del fornicio. Al final del arco iris, dicen ellas, tan resaladas... Su esposa le ha descubierto, y al llegar a casa, aunque ambos sólo han pecado de pensamiento y no de obra, se desata la guerra de celos. Su matrimonio se tambalea. Son demasiado guapos, demasiado interesantes para no soñar con otras oportunidades. Con nuevas parejas sexuales que aviven las llamas apagadas. Ellos se quieren y se desean. Se respetan, y se siguen guardando fidelidad. Pero sólo tienen que chascar los dedos...



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El luchador

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Nadie cambia. Las profecías vienen escritas en los genes como si fueran la palabra de Dios, y al final siempre se llevan a cumplimiento. Está la educación, sí, y la experiencia, y la influencia ambiental... Pero todo eso, que llena libros gordísimos, sólo sirve para retocar cuatro versículos de los menos importantes. Una menudencia estilística que no cambia el drama de fondo. El carácter está escrito en piedra y no hay viento ni lluvia que sea capaz de erosionarlo. El alma profunda de cada hombre es un asunto geológico, granítico, y los que dicen ser capaces de esculpirla, de destrozarla incluso con un martillo neumático, sólo son niños inocuos que pintan dibujitos sobre la superficie. Nadie cambia, y el que diga que ha cambiado miente. O se engaña a sí mismo. Y el que viva de vender esta idea sólo es un traficante de crecepelos. Un charlatán que allá en el parque de los locos, subido a su silla, grita sandeces junto a los que proclaman el nuevo Advenimiento de Jesucristo.

    Que se lo digan a Randy Robinson, "The Ram", la vieja gloria de la lucha libre que se va dejando el aliento, literalmente, en cada nuevo combate. Un perdedor de la vida -pero un campeón de los rings- que con cada nueva hostia verdadera o fingida se va quedando un poco más sordo y un poco más lerdo. Y lo que es peor: un poco más cerca del infarto definitivo, ahora que ya pelea con el costurón del bypass adornándole el pecho, y con el corazón arrítmico pegando botes de mucho preocuparse. 

    Pero qué va a hacer, el pobre Randy, si no nació para otra cosa, si lo único que le reconcilia consigo mismo y con su destino es la tensión previa de la lucha, el olor del linimento, el palpitar en la sienes. El plexo solar que se revuelve inquieto y animal. El aplauso del público cuando la hostia dada o recibida queda perfectamente coreografiada. La complicidad con los colegas, la ducha reparadora, la satisfacción de quien sólo sabe hacer una cosa en la vida, pero la ejecuta con la maestría de un veterano.

    Qué va hacer, el bueno de Randy, más que luchar y dejarse el cuerpo en las galas, en los apaños, en los revivals de lo viejuno, si su carácter puñetero le ha alejado de la hija que tanto amaba, y ahora ya está solo para siempre, muerto de asco en su caravana de mala muerte, tan bien intencionado como preso de sus defectos. Para qué seguir luchando fuera del ring. Para qué fingir ser un hombre que en realidad no se es. No hemos sido enviados a la vida para luchar contra los elementos. Sólo para llevar a término nuestro destino. Y ésa, por sí sola, ya es una tarea hercúlea. Muy jodida. Y muy poco gratificante. 


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Neruda

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Llega la noche, pero a duras penas, casi arrastrándose, porque las horas pasan con lentitud funeraria en los días del no soportarse. La película de hoy es Neruda, y siento un gran alivio cuando leo al comenzar que su director es Pablo Larraín, un curandero chileno con el que no suelo equivocarme en estos remedios. No lo hice en No, ni en El club, ni en Jackie, así que no tengo motivos para desconfiar de su sabiduría. Con la película en marcha ya no será mi vida -devastada, estúpida, otra vez sin norte y sin sur- la que ocupe el pensamiento como una tinta negra que se derrama. Que cala hacia abajo como una gotera de mierda y anega la garganta, y revuelve el estómago, y descompone las entrañas. 

    Me sentía sucio y enfermo, antes de que la película empezara. Y me sentiré igual, cuando termine. Pero ahora, afortunadamente, gracias a la magia del cine, dejaré de ser yo durante un rato, el rey Antimidas de Frigia del Sur, y me encarnaré en Pablo Neruda, el poeta, el político, el bon vivant comunista, porque el cine tiene estos milagros, y uno se transfigura en el personaje que aparece en pantalla para olvidar. El cine es la terapia cotidiana donde yo me escondo y me rehúyo. El esclavo que me recuerda que soy mortal cuando llegan los días contados de la felicidad, y necesito bajar al suelo para recordar que esa sensación será fugaz y traidora.

    Empieza la película y sigo con interés las primeras andanzas de Pablo Neruda. Lo encontramos en 1948, cuando era diputado del Partido Comunista y tenía que vérselas con un gobierno que quería ilegalizarlos, exiliarlos, meterlos en la cárcel para que dejaran de joder la marrana con la igualdad y la justicia. Neruda se enfrenta a los senadores, se reúne con el presidente, se entrevistas con las fuerzas vivas de su partido. Participa en francachelas con bailes de disfraces y lecturas de poemas. La película es rara, difusa, algo cansina, con un personaje -el policía que encarna Gael García Bernal- que no termino de entender si es real o inventado. No sé si conversa con los demás o si estamos escuchando su pensamiento. La voz en off me confunde. Neruda no me atrapa, no me cobija, y en un momento determinado vuelvo a emerger a la superficie dando bocanadas de miedo. Vuelvo a ser un pez acojonado que se ahoga y se repudia. Miro el reloj: es muy pronto, demasiado. No son ni las doce de la noche y en realidad me había quedado dormido en el sofá. Mientras Neruda se exiliaba a través de los desiertos y las montañas, yo había renunciado a seguirle, y estaba otra vez con lo mío, con mis cuitas, tan prosaicas y dolorosas, nada que ver con el sufrimiento de los poetas y su poesía.




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El porvenir

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Cuando Pepe Carvalho, en las novelas de Montalbán, es invitado a cenar por su vecino Fuster en el chalet de Vallvidrera, el detective aprovecha la ocasión para quemar un libro en la chimenea de su salón. Antes de salir de casa repasa los lomos, selecciona una obra por la que siente especial irritación, y la lleva consigo para arrojarla a las llamas de la purificación. En la chimenea de su vecino y contertulio, Pepe Carvalho encuentra una oportunidad inquisitorial para deshacerse de los lastres escritos, de los volúmenes inútiles.  No aprendí nada de los libros, repite en cada ocasión.

    En El porvenir, Isabelle Huppert es una profesora de filosofía que imparte clases en un instituto de París. Vive rodeada de libros en su piso ideal de la ciudad y en su casa idílica de la Bretaña, donde pasa las vacaciones con su marido también filosofante. Su personaje lleva años sin conocer la contrariedad, ni el dolor del alma, más allá del rumor que a todos nos acompaña de fondo, como un recordatorio de que la fatalidad es impredecible y está a la vuelta de cualquier esquina. Y un mal día, en efecto, el rumor se hace hecho, y todo se desmorona en su vida: la familia se desintegra, la madre fallece, la editorial donde publicaba deja de confiar en ella, y de repente, a sus sesenta años, nuestra protagonista se ve sola y sin responsabilidades. Con todo el tiempo del mundo para entregarse a los libros que se reproducen como conejos en su biblioteca. 

    Pero en los libros, ay, ya no parece encontrar las respuestas que ahora necesita. La vida le duele por dentro, y las profundas filosofías ya apenas sirven para sanar los rasguños, o bajar las hinchazones. El miedo ante el porvenir no lo curan los circunloquios sobre la naturaleza de las cosas, ni las disquisiciones sobre la naturaleza del yo. Filfa, al fin y al cabo. Juegos florales para ejercitar la mente. La profesora tendrá que enfrentarse al porvenir sin la ayuda de la filosofía, ella sola, con su propio manual de pensamiento.  Que en realidad es común a todos, y sólo tiene una línea de texto: dejar que pase el tiempo y que el calendario vaya resolviendo las dudas y los entuertos. Y mientras esperamos, podamos seguir leyendo.



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Entre tinieblas

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Siempre nos quedará el convento -el de frailes, o el de monjas- cuando las cosas ya no tengan solución. Tres comidas al día; horarios regulados; habitación individual. Un oficio en la huerta, o en la cocina, para luego venderles dulces a los turistas de lo benedictino. Tiempo para leer, para reflexionar, para dar largos paseos entre claustros y jardines. Entregarse al ora et labora mientras uno repasa su vida plagada de errores: los amores perdidos, el tiempo desperdiciado, las flaquezas propias y las incomprensiones ajenas. Recorrer otra vez el camino erróneo que al final terminaba en ninguna parte. Y en medio de esa nada, ya perdidos para siempre, sin estrella polar ni puntos cardinales, el convento.


    Y ya puestos a elegir, traspasando el velo de la realidad, un convento como el que regentan las Redentoras Humilladas de Pedro Almodóvar, que tanto saben sobre las debilidades de la carne, y sobre las penurias del espíritu. Allí, entre las tinieblas de su refugio, en el corazón mismo de la Movida Madrileña que fue la inspiración de tantos tropiezos, ellas acogen por igual a la pelandusca y a la drogadicta, a la perseguida por la justicia y a la atormentada por los fantasmas. Ellas, las Redentoras Humilladas, también le dan a la droga y al desamor, al pecado y a la fustigación. Ellas comprenden las flaquezas de cualquiera. Ellas nunca lanzarán la primera piedra. Y no exigen, además, ningún acto de fe. Ningún fervor del espíritu. Ellas mismas dudan de Dios y de lo divino, ahora que La Llamada queda tan lejana, y ya la confunden con un sueño, o con una alucinación. En el convento de Madrid se han construido una vida, una rutina para pasar los días en este valle de lágrimas. 

    Esta el sexo, sí, ese prurito que es como el diablo en el hombro, como el aldabonazo en la puerta. La llamada de la selva exterior. Sólo el sexo podría echarlo todo abajo: la paz del espíritu, y el recogimiento del alma. Y contra él combaten cada día las monjas de Almodóvar, en la eterna lucha de la sublimación: horneando tartas, cuidando tigres, bailando boleros. Escribiendo novelas de amor.



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Ladykillers

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Que dos mentes privilegiadas de la escritura cayeran en el pecado mortal de hacer un remake, nos hizo comprender que los hermanos Coen, cuando emprendieron la adaptación de Ladykillers, se habían tumbado a la bartola, o se habían quedado sin ideas. O que vieron una comicidad particular que podían trasladar al profundo sur americano, donde el río Mississippi riega los campos y a veces siembra las tontunas. 

    Al final les salió una película divertida, de las suyas menores, con mucho personaje estúpido que lleva pintado en la cara su destino funesto. Ladykillers no es una mala película, pero tampoco es magistral. Es un quiero y no puedo que deja las sonrisas a media asta. El quinteto de la muerte ya era una obra modélica, un clásico venerado. Nadie iba a superar la malevolencia de Alec Guinness o la cara de tonto que tenía Peter Sellers haciendo sus pinitos. Los remakes son para los cineastas sin recursos, para las productoras sin argumentos. Pero no para los hermanos Coen, que tanto habían demostrado, y tanto demostraron después.

    Sucede, además, que los Coen olvidaron una de las leyes fundamentales sobre la estupidez: que los estúpidos, amén de ser muy abundantes, muy pocas veces aparentan su condición. Viven camuflados en cualquier actividad humana, en cualquier clase social, en cualquier rincón de nuestra vida cotidiana. Puede ser el camarero que nos sirve el café o el jefe que nos espía por las esquinas; el contertulio con el que hablamos de fútbol o el doctor en Filosofía que diserta en la radio nocturna. O nosotros mismos, incluso, que vagamos en la ignorancia de nuestro yo más profundo. 

    Es en ese conflicto soterrado que mantenemos con los estúpidos, o que los inteligentes mantienen con nosotros, donde los Coen construyeron sus películas inmortales. Estúpidos que triunfan a pesar de todo, o que terminan pegándosela después de ponerlo todo patas arriba fueron Nicholas Cage en Arizona Baby; Tim Robbins en El gran salto; Willian H. Macy en Fargo. Pero en Ladykillers todos los personajes son imbéciles, y se comportan como tal, y además ponen caras de gilipollas todo el rato, y es como si uno estuviera viendo un sainete, una broma entre cuatro amigos que parecen algo tarados, y no la lucha secular entre los estúpidos y los inteligentes que lo mismo sirve para construir las grandes tragedias que las grandes comedias. Y Ladykillers, ay, no lo es.


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Moonlight

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Nacer negro, pobre y gay en Estados Unidos es el colmo de los colmos. Como en aquel chiste que nos sabíamos de pequeños, el de un desgraciado cuyo colmo era haber nacido en Estocolmo ya no recuerdo muy bien por qué, que ya ves tú, qué gilipollez, ganas de meterse con los suecos ahora que sabemos cómo son de abiertos y de diligentes, los jodidos rubios. Porque si naces negro, pobre y gay en Escandinavia, es como si nacieras blanco, rico y heterosexual, o casi, que allí a los negros sólo les miran mal cuatro tarados, y el Estado se encarga de que la pobreza sólo dure hasta que llega el primer chequebebé, y la supuesta vergüenza de ser homosexual ya es una cosa que da mucho la risa y sólo asusta a las viejas que nunca salen en las novelas de Stieg Larsson.



    Pero si naces con la triple condición que tiene el muchacho Chiron en Moonlight, allá en los suburbios de Miami, y además tienes una madre adicta al crack, y un padre que anda perdido por el mundo, y unos compañeros de colegio que son unos cabrones, y encima viene Donald Trump a vestirse de Caballero Justiciero enviado por Yahvé para acabar con las razas inferiores y los desviados de la sexualidad, entonces, digo, en ese contexto trágico de los norteamericanos, sólo te quedan dos opciones en la vida: o hundirte en la miseria hasta que el cuerpo aguante, y la mente se quiebre, y sólo las drogas puedan ayudarte a sobrellevar la humillación de cada día, o una mala tarde de las que tiene cualquiera, tras recibir la primera paliza que te desfigura el rostro, metes la cabeza en el agua helada, transfiguras las facciones en un gesto muy fiero de rabia, y juras, como juró Scarlett O'Hara recortada contra el crepúsculo, que jamás volverás a pasar hambre, hambre de orgullo, y que vas a convertirte en el macarra más temido de los contornos para que nadie vuelva a tocarte ni un solo pelo.

    Sólo los pelos del amor, claro, los más íntimos, cuando el pasado llame a tu puerta y el gesto hosco de traficante diurno y proxeneta nocturno se transmute en el  trance sentimental de quien sólo buscaba un poco de cariño.

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¿Qué fue de Jorge Sanz? Episodio 8

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¿Qué fue de Jorge Sanz? es el Boyhood de las series de televisión. Un serial en marcha, casi en directo, sobre las venturas y desventuras de ese actor llamado Jorge Sanz que a veces parece él y a veces su caricatura. Dos personajes en uno que sólo los amigos muy íntimos, o las enamoradas muy informadas, sabrían separar y distinguir. Uno de ellos es el Jorge Sanz real que cumple años y acumula canas. El actor de cine que rueda películas sin pena ni gloria pero que va ganándose un prestigio sobre las tablas del teatro. El otro personaje es el Jorge Sanz ficticio -¿o no?- que se enreda con varias novias a la vez, que ejerce de padrazo ocasional. Que sobrelleva la torpeza de un representante artístico que sabe más de quesos que de directores españoles: un gañán entrañable que no sabe distinguir a Fernando Colomo de Fernando Trueba pero sí un queso de Asturias de otro de Cantabria, cosa que es de mucho admirar, desde luego, pero que no sirve de gran ayuda a la carrera de su representado.



    El Jorge Sanz que suponemos inventado o exagerado es un tipo inmaduro, metepatas, que va por la vida como una vaca sin cencerro. Un liante que ahora, en el octavo episodio de la serie, aprovechando que el Jorge Sanz real se gana unas pelas en el rodaje de La reina de España, se ve en la necesidad de evadir impuestos como todo rico de vecino, y confía sus ahorros a un exfuncionario de Hacienda con conexiones muy poco claras en Andorra. Si usted, querido lector, o lectora, no termina de entender muy bien este lío de los dos Jorge Sanz -y uno más, el tercero, hecho de cera en el museo-, no se considere lerdo, ni se sienta culpable. ¿Qué fue de Jorge Sanz? es una serie difícil de explicar, pero imprescindible de ver. Una rareza, una extravagancia, un experimento único. Una serie autorreferencial. Un juego de espejos. Una gracia singular que David Trueba y los muchos Jorge Sanz entremezclados nos regalan cada año. Una satisfacción para este espectador atribulado que cada vez se ríe menos y de menos cosas. Una simpática broma que ojalá dure lo que duren las vidas de sus bromeados. Hasta que todos nos hagamos viejecitos y vayamos llorando las pérdidas como si de unos amiguetes se tratase. 





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