El hombre elefante

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Todos los animales que he tenido se murieron con una dignidad ejemplar. Heridos de muerte por la enfermedad, o por la vejez que tocaba a su fin, se retiraron a su cunita, o a su rincón en el sofá, y allí suspiraron por última vez sin que nadie les oyera. Todos se fueron sin molestar. En vida fueron alegres, cariñosos, amigos gamberros que jamás se separaron en los juegos o en los paseos. Pero llegado el momento del adiós, prefirieron ahorrarse las miradas a los ojos, o los quejidos lastimeros. El mal trago de las despedidas. Aprovecharon una ausencia, una película, una modorra en la siesta, para irse como llegaron: un buen día, sin avisar.

    Así es como muere también John Merrick en El hombre elefante. Arropado en su cama, dormido como un bebé, ahogado por el peso de su propia deformidad. Sin dar noticia de sus intenciones a quienes le cuidaban y sostenían. Al igual que los animalicos que yo tuve, Merrick no quiso darse el pisto de las grandes palabras, ni de las barrocas despedidas. Reconciliado con el mundo, sintió que por fin había encontrado la paz, y que con esa paz quería poner punto fina. Él, que tanto había sufrido. 

    En el más allá del más acá sólo le quedaban un puñado de días buenos: lo demás iba a ser dolor, decadencia, más deformidad todavía, y no quiso pasar el trance de morir gemido a gemido, ni que aquellos a los que tanto quería lo pasaran con él. Merrick también era un animal desvalido, uno que de joven vivió enjaulado, humillado, expuesto a la curiosidad de las gentes, como un cachorro en el escaparate de la tienda. Una criatura de Dios al que un buen día rescató el doctor Treves para hacer de él un objeto de estudio, y más tarde un ser humano con dignidad. En el iTunes, mientras escribo, suena el adagio para cuerdas de Samuel Barber, y yo no soy capaz de contener la pequeña lágrima que resbala por la mejilla. Otra vez. 


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