Léolo

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A los dioses no debió de gustarles mucho Léolo, la obra maestra de Jean-Claude Lauzon, porque años después, cuando el director trabajaba en su siguiente película, un soplo divino estrelló la avioneta en la que volaba y el mundo cinéfilo se quedó huérfano de sus poesías. 

A los dioses, por lo general, no les gustan las películas que vienen a recordarles lo imperfecto de su creación. Las piedras y las ranas pasan por este mundo -su mundo- sin cuestionarse el dolor o el sufrimiento. Pero los seres humanos, que salimos del barro demasiado listos y respondones, a veces nos atrevemos a protestar al árbitro porque no ha sancionado la patada, o ha permitido demasiado el juego sucio. O porque el reglamento, directamente, es una mierda sin sentido. Y así, cuando un director de cine retrata la guerra o el hambre, la miseria o la locura, es como si metiera un dedo acusatorio en el Ojo que nos vigila, y se gana muchos números para que le caiga encima la lotería de una venganza. Pobre Jean-Claude...


    Y pobre Leo, también, Leo Lozeau, que nació en una familia de sangre tarada, en el barrio pobre de Montreal. Él no está loco -todavia- porque sueña que el gen de la locura no anida en sus cromosomas. Que él es hijo de un siciliano que se masturbó sobre un tomate, y que el tomate acabó por accidente en las intimidades de su madre, y que él, por tanto, no es el hijo del loco, ni el nieto del demente, ni el hermano de las lunáticas. Que no es Leo Lozeau, sino Léolo Lozone, el italiano secreto que vive enamorado de Bianca la italiana, la vecina que canta como los ángeles cuando tiende la ropa, y es más hermosa que todos ellos, y huele a campiña y a viñedos de la Umbría, o de la Toscana. 

    Pobre Léolo, Léolo Lozone, que imagina para no ceder a la realidad; que nada para no caer en las profundidades; que sueña para no ser arrastrado por la pesadilla. Y pobres de nosotros, también, los Léolos del mundo, que no renegamos de nuestra estirpe ni de nuestros cromosomas, pero que también apechugamos con lo nuestro, y que también desearíamos no ser de aquí, sino de otro lugar, en mi caso mucho más al norte de Sicilia: un país de mucho frío donde las vikingas paseen en bicicleta por las calles. Aquí cada uno sueña con lo quiere, para ir sobreviviendo y no caer en el pozo. 


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