Black Mirror: El himno nacional

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Black Mirror es una serie aterradora sobre el futuro tecnológico que nos aguarda, y sobre el futuro sociológico que nos espera. Aunque cada episodio cuenta una historia diferente, existe un argumento común que los enlaza: que la tecnología avanza a pasos agigantados mientras nosotros, los homo sapiens que la creamos, y la consumimos, casi no hemos evolucionado desde los tiempos de las cavernas. La biología camina a paso de tortuga mientras los bytes y los píxeles se multiplican como bacterias. Los humanos somos monos que juegan con cacharros muy sofisticados. Entre el antropoide que lanzaba el hueso al aire en 2001, y el hombre que cuatro millones de años después dormitaba en la nave espacial, sólo hay un 1% de genes que marcan una diferencia exigua y muy poco esclarecedora. Casi todos hemos pensado alguna vez: ¿qué haría un troglodita si aterrizara de sopetón en nuestra época, con las televisiones, los teléfonos móviles, las redes sociales? ¿Qué pensaría, cómo reaccionaría, qué cosas asumiría como verosímiles y cuáles atribuiría al sueño, a la pesadilla, a la brujería de su chamán? Y no caemos en la cuenta de que nosotros mismos somos trogloditas ofuscados, superados por las implicaciones éticas de lo que vemos y lo que inventamos. Unos cavernícolas que ahora cazan la carne en el supermercado, y que se visten con ropas del Alcampo o de El Corte Inglés según las economías.

    Lo que viene a decir el primer episodio de Black Mirror, El himno nacional, es que la gente, cuando enciende la televisión, consume lo que le echen. Como los cerdos. Como esa cerda que el Primer Ministro británico tendrá que tirarse ante las cámaras si quiere evitar la muerte de la princesa Susannah, que ha sido secuestrada por un bromista conceptual de altos vuelos. Charlie Brooker, que es el guionista e ideólogo de la chanza macabra, quiere recordarnos que el morbo es más poderoso que la ética. La curiosidad más fuerte que la decencia. Que el homo britanicus, como cualquier otro primo de su especie, no va a apartar la mirada cuando el Primer Ministro comparezca sollozando ante la cámara, desnudo de cintura para abajo, con el miembro retraído ante el esfuerzo zoofílico que exigen las circunstancias. "Es historia", dicen algunos; "Todo el mundo hablará de ello", dicen otros; "Que se joda", argumentan los de más allá. Y así, con parecidas razones, todos los monos racionalizan su fascinación mientras gruñen de asco sin parpadear. 





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