Isla bonita

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El primer impulso que uno siente al terminar de ver Isla bonita es coger los bártulos y viajar cuanto antes a Menorca, que es la isla piropeada en el título. Y al parecer no sólo bonita, sino también acogedora, poco masificada, de ritmo lento y peculiar. De gentes abiertas y costumbres liberales. Un paraíso de convivencia en el que caben los jóvenes marchosos de la ruta del bacalao, y también los ancianos que buscan un club Diógenes a orillas del Mediterráneo. Un remanso de silencio donde enfrascarse tranquilamente en la lectura, en la reflexión, en el olvido, sin que ningún plasta peninsular venga a joder la marrana. 

    Esa es, al menos, la versión idílica de Menorca que nos cuenta Fernando Colomo. Porque él es, a fin de cuentas, un tío con pedigrí que conoce a gentes ilustres de chalet con piscina, y habría que ver cómo es la Menorca de la clase turista, con la pensión Manoli, el chiringuito Pepe, los borrachuzos a las tres de la mañana tocando los collons bajo la ventana.

    Sea como sea, visitándola en clase business o en clase morralla, Menorca le vendría a uno de perlas para olvidar su ecosistema mesetario, y su tribulación anubarrada. Menorca es un territorio coqueto, manejable, como una ínsula Barataria de Sancho Panza, recorrible a pie o en bicicleta para ir de cala en cala, y de sueca en sueca, desde la distancia admirativa. Una tentación cálida y salada que está ahí, a sólo unos clics en el ordenador, a sólo unas pocas consultas en la agencia de viaje. Y sin embargo, en el momento en que apago la tele y preparo el café, me puede una pereza infinita, un nihilismo enraizado. Un hartazgo de mi mismo. El heterónimo de Fernando Pessoa que vive en mi interior recuerda aquellas lecturas del Libro del Desasosiego, y de pronto se desanima, y se dice a sí mismo que para qué, que ya habrá ocasiones mejores, y compañías mejores, tal vez en otro verano que nunca llegará.

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    "¿Qué es viajar, y para qué sirve viajar? Cualquier ocaso es el ocaso; no es menester ir a verlo a Constantinopla. ¿La sensación de liberación que nace de los viajes? Puedo sentirla saliendo de Lisboa hacia Benfica, y sentirla más intensamente que quien va de Lisboa a la China, porque si la liberación no está en mí, no está, para mí, en ninguna parte. «Cualquier carretera -ha dicho Carlyle-, hasta esta carretera de Entepfuhl, te lleva hasta el fin del mundo.» Pero la carretera de Entepfuhl, si se la sigue toda, hasta el final, vuelve a Entepfuhl; de modo que el Entepfuhl, donde ya estábamos, es ese mismo fin del mundo que íbamos a buscar". 


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