Los tres días del Cóndor

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Y aquí seguimos, igualitos, cuarenta años después de que el agente Cóndor descubriera el tomate. A vueltas con el petróleo y con Venezuela, y con el Golfo Pérsico, que son los temas sempiternos mientras tengamos coches de combustión y calefacciones de gasóleo. En España nos darán la matraca con Venezuela hasta que los rojos vuelvan a quedar cautivos y desarmados, pero de los demás países petrolíferos seguiremos hablando, me temo, durante décadas. 

En los años 70 los hombres soñaban con un siglo XXI de coches eléctricos recorriendo las carreteras y tal vez surcando los aires, igual que los androides de Philip K. Dick soñaban con un futuro ganadero de ovejas eléctricas. Los coches están aquí, en efecto, pero los mandamases todavía los tienen sujetos por la correa, y encerrados en la caseta, hasta que las prospecciones se vengan de vacío y los negocios busquen otros nidos donde asentarse y procrear.

    Ay, del agente Cóndor, si en vez de sacar a la luz una difusa red de intereses hubiera dado con los planos del coche eléctrico allá por 1975. Nos habríamos quedado sin película, sin huida, sin el polvo gratuito con Faye Dunaway, que está metido con calzador por aquello del romántico recreo, y de la política taquillera. A Cóndor no le hubieran perseguido estos cuatro chapuceros de la T.I.A. comandados por Max von Sydow, sino la CIA verdadera, que no suele dejar cabos sueltos, ni supervivientes que se escabullan. Los tres días del Cóndor se hubieran convertido en diez minutos escasos, y a Robert Redford no le habría dado tiempo a enamorar a las damiselas, ni a nosotros a conocer las Torres Gemelas por dentro, que es uno de los alicientes inesperados de la película. En otras películas borran digitalmente las Torres cuando aparecen en los paisajes urbanos de Nueva York. Pero aquí, en Los tres días del Cóndor, no se han atrevido a cercenar el infausto recuerdo, porque la película quedaría coja y absurda, y han decidido que es mejor resignarse a los viejos tiempos. Quién iba a sospechar que esas torres majestuosas donde la fingida CIA tiene su tapadera, y ordena la muerte de los sabelotodos como Cóndor, iban a ser derrumbadas por los hijos airados de las Guerras Petrolíferas, esas mismas que Sydney Pollack y sus guionistas denuncian y lamentan.



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