El golpe

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Las películas como El golpe pueden verse varias veces sin temor a perder la tarde, o a desaprovechar la madrugada. No importa que ya sepamos el desenlace, que anticipemos las sorpresas, que conozcamos el secreto último de cada personaje. Da lo mismo. Tantas reposiciones después, El golpe nos sigue divirtiendo como a niños primerizos porque está muy bien hecha, y muy bien escrita, y nos deleitamos en la contemplación del mecanismo interno, que es un reloj de mucha precisión. Ya no nos fascina la película, sino la arquitectura de la película, que es lo que distingue a los grandes clásicos de las cintas olvidables. Es como se distinguen también las grandes novelas, o los grandes partidos de fútbol, que puedes releer sin la gratificación de la sorpresa, o rescatar de los archivos aunque el marcador se haya quedado inamovible.


    Y luego están sus actores, claro, milagrosos y precisos como una conjunción astral de tres planetas. La partida de póker de Paul Newman nos sigue divirtiendo como el primer día, con su borrachera fingida y su impertinencia ahostiable. Su frotarse las manos de gañán en cada mano ganada. Nos importa un carajo saber de antemano el enredo de las barajas y el resultado de los órdagos. Nadie miró jamás a nadie con tanto odio reconcentrado como le dedica el señor Lonnegan en la partida, o Loniman, o como coño se llame, un excelso Robert Shaw que es el malo perfecto de la película, tan entrañable que a veces dan ganas de susurrarle desde el sofá que tenga cuidado, que esos listillos del barrio lo están enredando como a un tontaina fanfarrón. Hasta Robert Redford se nos descuelga con un par de gestos memorables, históricos, y me sigue saliendo la carcajada, descojonada e irreprimible, cuando Paul Newman pifia un juego de cartas y Redford le mira con los ojos desorbitados como queriendo decirle: "¿Y con esas manos de borrachuzo te vas a presentar ante Lonnegan, o Latiman, o como narices se diga, para contrarrestarle las trampas?".


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Bud Spencer

A Bud Spencer -y a su inseparable compañero de peleas Terence Hill-  los conocí en los autobuses que de niño me llevaban a la playa, a Asturias, huyendo del agosto insufrible de la meseta. Eran viajes que organizaban los bares donde mi padre jugaba las partidas y discutía de fútbol con los parroquianos. Excursiones de filete empanado y mantel a cuadros que salían muy pronto por la mañana y regresaban muy tarde por la noche, para que las familias sin coche, sin recursos, sin otra manera de matar la canícula, también pudieran asomarse al mar y quemarse la piel como los que veraneaban.



    Por aquel entonces la autopista aún estaba en construcción, y el viaje entre León y Asturias, por el puerto de Pajares, llevaba más de dos horas si terminabas en Gijón, que era el destino más a mano. Y tres horas redondas, si te desviabas a cualquier villa de los alrededores a conocer mundo. Para amenizar el viaje, el señor conductor ponía una película para ir y otra para volver, siempre elegidas entre lo más virtuoso del videoclub: las comedias de Pajares y Esteso, las payasadas de Jaimito, las catetadas de Paco Martínez Soria... Y siempre, siempre, una película de Bud Spencer y Terence Hill liándose a mamporros con mafiosos de pacotilla y extorsionadores de tercera. Lo bueno de Bud Spencer es que si tenías la mala suerte de viajar muy alejado de los exiguos televisores, él era tan grande, y ocupaba tanta pantalla, que no te perdías ninguna de aquellas hostiazas que él soltaba con la mano abierta, zas, en un impacto tremebundo que era mitad con la palma y mitad con la muñeca, un arte marcial que ningún chino mandarino soñó con emular jamás.


    Pasaron los veranos. Nosotros dejamos de ir a las excursiones y Bud Spencer y Terence Hill dejaron de hacer películas juntos. De adolescente, con los colegas, le dimos a Stallone, a Spielberg, al porno, a los hermanos Marx, y un día, en un revista de cine, nos enteramos de que Terence Hill se apellidaba Girotti, y era más italiano que los espaguetis, y que Bud Spencer, el gordo entrañable de los mandobles, era otro italiano de carné llamado Carlo Pedersoli. Nos habían engañado, los muy tunantes, y de pronto aquellas hostias históricas ya nos parecían menos míticas por venir de dos tipos mediterráneos, y no de dos cafres nacidos en Iowa, o en Wisconsin. Qué poco sabíamos entonces de casi nada, y de casi nadie, en aquel mundo de enciclopedias que se desfasaban nada más comprarlas, sin Wikipedias y sin foros de cinéfilos. Y ni así, porque hoy mismo, que andamos todos de luto por la muerte de Pedersoli, muchos hemos descubierto, boquiabiertos, y un pelín avergonzados, que Bud Spencer fue nadador olímpico, químico de vocación, trotamundos incansable. Mucho más que un actor de segunda que hizo fortuna dando mamporros. Mira que escondía secretos, y milagros, aquella barba tupida que yo veneraba en mi infancia. Mucho más que aquella otra -algo más lampiña- que sonreía desde las portadas del catecismo, que multiplicaba panes y resucitaba muertos. Grandes logros, sin duda, pero que no tumbaban, ni de lejos, a tres fulanos de un solo sopapo, como sí hacía Bud Spencer, derribándolos como a bolos sin brazos ni piernas. 

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Juego de Tronos. Temporada 6

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Termina la sexta temporada de Juego de Tronos y hay que reconocer, finalmente, que la espera mereció la pena. Los ocho bostezos primeros, con sus personajes y personajas que daban vueltas sobre sí mismos como tontos de remate, o como vacas sin cencerro, han desembocado en el mar impetuoso de los dos últimos episodios, con mucho muerto, mucha venganza, mucha mirada asesina y algún pestañeo lúbrico del amor. Eso sí: nos han vuelto a dejar sin desnudos, estos guionistas arrepentidos ante el Septón Supremo que juraron no propagar la indecencia entre los espectadores. Pero nos han regalado, a cambio, para compensar los estremecimientos corporales, unos cliffhangers de malvados sonrientes y buenos acojonados que nos han puesto los dientes muy largos.


    Los seriéfilos somos mucho de exagerar, de hacer literatura en los foros y montar bullas con los amigos. El marasmo de nuestras vidas civiles, tan aburridas y sentenciadas, se torna pasión cuando aposentamos el culo y nos convertimos en habitantes de los Siete Reinos, o del continente de Essos, y participamos de los acontecimientos como si nos fuera el destino en ello. Hemos llegado al punto de que nos importa más el Trono de Hierro que nuestra Monarquía Constitucional. Tan ilusorios se han vuelto los Borbones como los Targaryen, los carlistas como los Baratheon, y puestos a ejercer de plebe, preferimos, sin duda, soñar con repúblicas imposibles al otro lado del televisor, que es mucho más entretenido y más justiciero. Las reinas, además, con la notable excepción de la nuestra, suelen ser más jóvenes, y estar más guapas, y uno casi les perdona su arrogancia de sangre azul.

    Es por eso, porque vivimos más allí que aquí, más virtuales que reales, más pendientes de la próxima Mano del Rey que del nuevo presidente del gobierno, que nos habíamos enfadado mucho con la sexta temporada de la serie, tan pasiva al principio, tan dubitativa, tan inconcreta como la vida misma de la que huimos. Pero ya ha terminado el tiempo de luto, el paréntesis de frustración, y el invierno ha llegado para quedarse. Ya era hora. Entre que hace un frío del copón y que el trono vuelve a ser ilegítimo, los aspirantes, para no quedarse congelados, han vuelto a convocar a sus ejércitos y a sobornar a sus traidores, y dentro de un año la cosa pinta que va a estallar en una guerra definitiva, tan agónica y dramática que ya casi no nos importará que Daenerys Targaryen siga saliendo revestida y recatada. Ay. 



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Los tres días del Cóndor

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Y aquí seguimos, igualitos, cuarenta años después de que el agente Cóndor descubriera el tomate. A vueltas con el petróleo y con Venezuela, y con el Golfo Pérsico, que son los temas sempiternos mientras tengamos coches de combustión y calefacciones de gasóleo. En España nos darán la matraca con Venezuela hasta que los rojos vuelvan a quedar cautivos y desarmados, pero de los demás países petrolíferos seguiremos hablando, me temo, durante décadas. 

En los años 70 los hombres soñaban con un siglo XXI de coches eléctricos recorriendo las carreteras y tal vez surcando los aires, igual que los androides de Philip K. Dick soñaban con un futuro ganadero de ovejas eléctricas. Los coches están aquí, en efecto, pero los mandamases todavía los tienen sujetos por la correa, y encerrados en la caseta, hasta que las prospecciones se vengan de vacío y los negocios busquen otros nidos donde asentarse y procrear.

    Ay, del agente Cóndor, si en vez de sacar a la luz una difusa red de intereses hubiera dado con los planos del coche eléctrico allá por 1975. Nos habríamos quedado sin película, sin huida, sin el polvo gratuito con Faye Dunaway, que está metido con calzador por aquello del romántico recreo, y de la política taquillera. A Cóndor no le hubieran perseguido estos cuatro chapuceros de la T.I.A. comandados por Max von Sydow, sino la CIA verdadera, que no suele dejar cabos sueltos, ni supervivientes que se escabullan. Los tres días del Cóndor se hubieran convertido en diez minutos escasos, y a Robert Redford no le habría dado tiempo a enamorar a las damiselas, ni a nosotros a conocer las Torres Gemelas por dentro, que es uno de los alicientes inesperados de la película. En otras películas borran digitalmente las Torres cuando aparecen en los paisajes urbanos de Nueva York. Pero aquí, en Los tres días del Cóndor, no se han atrevido a cercenar el infausto recuerdo, porque la película quedaría coja y absurda, y han decidido que es mejor resignarse a los viejos tiempos. Quién iba a sospechar que esas torres majestuosas donde la fingida CIA tiene su tapadera, y ordena la muerte de los sabelotodos como Cóndor, iban a ser derrumbadas por los hijos airados de las Guerras Petrolíferas, esas mismas que Sydney Pollack y sus guionistas denuncian y lamentan.



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María, llena eres de gracia

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Que no lloren los ateos, ni sonrían los meapilas. Ni me he caído del caballo camino de Damasco ni el calor del solsticio me ha freído las meninges. María llena eres de gracia no es un biopic sobre la Virgen María, uno que empiece con su angélica concepción de Jesús y termine con su asunción corporal a los cielos. La María de esta película es una mujer del siglo XXI, terrenal y muy guapa, por cierto. Se apellida Álvarez, malvive en Bogotá, y se gana el sustento en una empresa de floristería, dejándose las manos y la sangre en desespinar los tallos de las rosas. Permanece horas de pie trabajando junto a sus compañeras mientras aguanta al "emprendedor" de turno que se pasea entre las filas, jaleándolas, riñéndolas, denegándoles los respiros porque son unas improductivas de mierda, y unas comunistas quejicas. Cuando termina de trabajar, la vida tampoco le sonríe gran cosa a María: en casa le esperan varias arpías familiares con las que comparte cocina y dormitorio, y en las calles le aguarda un novio bastante imbécil -y bastante ciego- que prefiere irse de calimocho con los colegas, o de motorismo con los malotes.


    Desesperada de todos y de todo, María se prestará a hacer de mula para los narcotraficantes que introducen cocaína en Estados Unidos. El premio es un fajo de billetes que le permitirán iniciar una nueva vida muy lejos de su jefe, y de su hermana, y de ese gilipollas con el que se acuesta de vez en cuando. El riesgo es que la pesquen en la aduana de Nueva York, y pasarse los próximos años protagonizando Orange is the new black para alegría de las lesbianas que allí sueñan con la llegada de un bellezón colombiano. Un destino terrible, en efecto, pero altamente improbable, según los traficantes que la reclutan. Porque la cocaína va encapsulada, en su propio estómago, en cuarenta y tantas pepitas que son como uvas de las gordas. Ni los perros las huelen ni los policías las cachean. Sólo hay que mantener el gesto impasible al llegar a la aduana. Y tragarse las pepitas en Bogotá, claro, que no es asunto baladí, porque no pueden romperse ni rasgarse, y han de ser engullidas con el cuidado infinito de los tragasables del circo, o de las estrellas del porno. Desde que Paul Newman se tragara los cincuenta huevos duros en La leyenda del indomable no sentía yo estas arcadas reflejas en la garganta. 




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Arsénico por compasión

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Los cinéfilos de morro fino, cuando caen por azar en estos escritos que no constan en los mapas de carreteras, huyen despavoridos al descubrir que el cine en blanco y negro brilla por su ausencia. Deben de pensar que mi cinefilia es coja, manca, impostada. Y no van desencaminados, la verdad. Yo me crié en la galaxia muy lejana, en la selva de Indiana Jones, en la fanfarria de Supermán, y cuando tengo que viajar al pasado en el Delorean siento una pereza muy vergonzosa, y muy inconfesable. Pero tengo que decir, en mi descargo, que el cine qualité no aparece en este diario porque desde que empecé a escribirlo, por unos azares o por otros, mis apetencias y mis neurosis han ido por otros derroteros. Que regresen, a partir de ahora, los clásicos viejunos.

    Pero tate, querido lector, que aunque yo sea un cinéfilo de Tercera División, aún guardo sitio para películas como Arsénico por compasión, la comedia loca de Frank Capra. Su humor es blanco, pueril, pasado de moda, como un sainete de Juanito Navarro y Arévalo sin gangosos ni pechugonas. Un Aquí no hay quien viva con un chalet de Brooklyn como único escenario. Sin embargo, por esos azares de lo bien hecho, del ritmo endemoniado, del absurdo cómico del planteamiento, Arsénico por compasión ha superado con creces la prueba de los años, y todavía puede verse en alguna noche perdida del calorazo. Cary Grant hace muecas, se contorsiona, se comporta como un payaso emporrado hasta las cejas. Los críticos viejunos se deshacen en elogios por el "gran actor de comedia", y por el "amplísimo catálogo de sus registros". Son los mismos tipos que luego ven a Jim Carrey haciendo las mismas gansadas en películas de color y llaman a la cruzada contra el cine moderno, y gritan ¡vade retro!, y ¡a mí la legión! Mi alejamiento -injustificable- del cine clásico tiene mucho que ver con estos fulanos. Si ellos son la aristocracia de la cinefilia, yo prefiero quedarme en el barrio, a jugar pachanguitas, y a comentar las películas cutres con los amigotes.


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Langosta

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En el mundo distópico de Langosta, los solteros y los divorciados son unos apestados sociales perseguidos por la ley. Si las fuerzas del orden te descubren caminando sólo por las calles, o deambulando sin compañía por los centros comerciales, rápidamente caen sobre ti para pedirte el Certificado de Arrejuntamiento. Si no lo tienes, o no lo llevas encima, te conducen a un hotel de cinco estrellas enclavado en la campiña, lejos de la ciudad y de las miradas curiosas. Los reclusos, en este disimulado campo de concentración, son tratados con exquisita educación, a cuerpo de rey, pero también son advertidos de que si en el plazo de unas pocas semanas no encuentran pareja entre los otros huéspedes, se verán sometidos a una operación de cambio de especie, de la que saldrán convertidos en un animal de su elección. El tunante del protagonista, que parece algo gilí, pero que en el fondo es un fulano bastante despierto, dejará escrito en el impreso de admisión que él, en caso de tal, desea ser transmutado en langosta, porque esos bichos tienen sangre azul como los aristócratas, viven más cien años y nunca pierden el impulso sexual. "Y además me gusta mucho el mar", remata.



    La situación no parece muy desesperada, la verdad. Sólo hay que deambular unos cuantos días por las zonas de esparcimiento para encontrar una pareja aceptable, resignada, con la que pactar un amor de compromiso y librarse así del estigma social, y de la operación de los huevos. Pero cómo estará el percal, y cómo será la fauna, que pasan las semanas y los presos y las presas sólo se acechan en la distancia, recelosos, como alumnos adolescentes en la fiesta del instituto. El miedo de caer en la mesa de operaciones no es tan poderoso como el terror a volver a equivocarse de pareja. A volver a fracasar en los asuntos del amor, que dejan cicatrices interiores que no se ven, pero que son igual de horrendas que los costurones de la piel.


    Este hotel de Langosta, en realidad, es muy parecido al mundo virtual de las redes del ligoteo. Muchos hemos llegado aquí con la esperanza de encontrar un amor en el que por fin confiarnos y descansar. De lo contrario, estamos condenados a la tristeza y a la soledad. El tiempo vuela, tic-tac, tic-tac...  Los miembros del Lonely Hearts Club vivimos tan apremiados como esos pobres desgraciados de la película, pero son muy pocas, hasta el momento, las mujeres que parecen haberse dado cuenta de tal circunstancia. La mayoría juega, tontea, pasa el rato; la minoría, por su lado, pone exigencias de Leticia Ortiz Rocasolano para arriba. Y lo cierto es que aquí nadie está para tirar cohetes...  Yo, por mi parte, cuando me abandone la última esperanza, ya he expresado mi deseo de ser transformado en gorrión. Vivir en el árbol, sobrevolar a los humanos, y esperar con alegría la llegada del invierno. 



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Gran Torino

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En este pueblo recóndito del Noroeste tengo un vecino que se gasta un aire al Walt Kowalski de Gran Torino. Si en la película de Clint Eastwood son las familias chinas las que invaden el arrabal de Detroit y dejan a los americanos fetén en minoría demográfica, aquí, en la pedanía de Ponferrada, son las familias jóvenes las que poco a poco han ido comprando las propiedades y arrinconando a los cuatro viejos de toda la vida, que todavía aguantan el tirón con sus boinas y sus partidas de dominó.

    Mi vecino, cuyos antepasados llegaron a estas tierras en un carro de bueyes tan grande como el Mayflower, también se sienta a la puerta de casa para ver pasar a los extraños con gesto hosco y mirada torcida. A diferencia de Walt Kowalski, mi vecino Anselmo -vamos a llamarlo así- no trasiega latas de cerveza, sino vasos de vino casero que él mismo produce de sus viñas. Tampoco tiene un perro a su lado que ladre a los vecinos al unísono, porque él siempre ha pensado que los perros tienen que estar en el patio, atados con una cadena, y comiendo mendrugos de pan. Es por eso que los que tenemos perrete, o perrazo, y desfilamos por delante de su casa paseándolos con correa, somos para Anselmo como un anatema, gentes extrañas que vinieron de la ciudad a traer costumbres de maricones.


    Mi vecino, por supuesto, no tiene un Gran Torino guardado en el garaje. Lo suyo es un tractor John Deere color verde que hace las delicias de los niños. Se quedan alelados, ante ese monstruo mecánico que es el primo de Zumosol de sus juguetes. Sé de alguno que aprovechando un despiste ha terminado subiéndose al bicharraco para jugar al granjero con posesiones, al terrateniente con posibles, y ha sido cazado in fraganti por Anselmo que regresaba de la ausencia. Si Walt Kowalski amenaza con un fusil a todo el que pisotea su jardín, Anselmo tiene una vara de avellano que era el terror atávico de los rapaces. Si la realidad fuera igual de caprichosa que en Gran Torino, algún año de estos, Anselmo, en su testamento, legaría el tractor a uno de estos críos que tantas trastadas le hacen, hijos de los pijos capitalinos que vinieron a cambiar el pueblo y a convertirlo en un barrio periférico, que es un concepto decadente, de segunda división. 



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Convicto

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La cárcel, como hostal de dos estrellas pagado por el Estado, no es en principio un mal lugar para vivir. Hay gente que a este lado del muro lo pasa mucho peor. En la cárcel tienes horarios regulares, calor en invierno, refresco en verano. Dispones de biblioteca, de cancha deportiva, de sala de juego. Te dan de comer, te enseñan un oficio y te disciplinan en los hábitos. Y si encima tu pareja no te ha abandonado, el reglamento te concede un vis a vis cada quince días, que es mucho más de lo que follan la mayoría de los ciudadanos. 

    El problema no es la cárcel en sí -llegados a esa trágica tesitura- sino los carcelarios que viven en ella. La gente que allí se reúne para hacerte la vida imposible si les entras por el ojo izquierdo. O por el ojo del culo. Los presos, por lo común, no son peores personas que las que se quedan aquí fuera. Por cada delincuente que traspasa la reja, hay otros diez que se descojonan de risa mientras juegan al golf o navegan en el yate. Lo jodido de estar en la cárcel es que no tienes escapatoria si las relaciones se te tuercen. Si un psicópata te coge ojeriza o si un empalmado te acorrala en las duchas. 

    Ése es, al menos, el folklore que siempre nos han contado en las películas, y sobre todo en las anglosajonas, que siempre son tan cañeras y exageradas. Y esta película de hoy, Convicto, no iba a ser una excepción. En ella, Eric Love es un mozalbete de armas tomar que lo mismo aporrea a los vigilantes que les muerde los huevos o les clava punzones en el cuello. Un salvaje sin parangón que se convierte en la vedette del centro penitenciario. A un tipo así, si los reclusos fueran juiciosos, habría que dejarlo en paz desde el primer día; nada de tanteos, ni de provocaciones, ni de caricias en los baños. Pero los presos de Convicto, que son de una calaña muy retorcida, se sienten desafiados por el chaval. Les va el rollo del macho dominante, y no van a parar hasta poner en su sitio a la estrellita. 

    Y como ellos, menos juiciosos todavía, están los terapeutas y los psicólogos de la prisión, que embebidos de teorías ambientalistas se toman el caso como una cuestión de prestigio profesional. Si somos capaces de encauzar a semejante bestia parda, ya tenemos el cielo ganado. Con estos mimbres de tontería y presunción, los rifirrafes de Convicto terminarán, como no podía ser de otro modo, como el rosario de la aurora. 




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La extraña pareja

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Cuando los hombres divorciados se enfrentan a la suciedad progresiva de su hogar -ésa que antes sólo limpiaban por encima los fines de semana para que la mujer no protestara-, tienen dos caminos a seguir: o abandonarse a la molicie y dejar que la mierda campe a sus anchas hasta que asome un prurito de vergüenza, o instalarse en la neurosis de quien no soporta ver el churretón sobre el azulejo o el pelo en la bañera. O la suciedad, o la locura. No hay término medio para el hombre solitario enfrentado a la mugre. Una mugre que además, sin que ninguna teoría científica sea capaz de explicarla, crece exponencialmente cuando un hombre vive solo, como si la mujer y los hijos que antes pululaban por allí fueran seres que absorbieran polvo y grasa en lugar de producirlos.



    En La extraña pareja, Oscar Madison es un divorciado de larga trayectoria que ha optado por vivir con el fregadero lleno de cacharros y la alfombra sembrada de colillas. Los fines de semana monta una timba de póker con los amigotes que lo deja todo perdido, pero ni a él ni a sus colegas les importa mucho la insalubridad del ecosistema. Felices y gorrinos, viven felices con sus partidas hasta que Félix se muda al piso de Oscar. Félix es un amigo común que acaba de divorciarse y que pasará unas semanas durmiendo en el cuarto de invitados. Lo que parece el inicio de la concordia y la francachela se convertirá, al poco tiempo, en una dura prueba para la amistad, porque Félix es un tipo muy diferente a Óscar, uno que ha optado por el segundo camino del hombre divorciado. 

    Armado de bayeta y desinfectante convertirá la cueva de su amigo en un piso que será la envidia de las vecinitas más exigentes cuando éstas bajen a tontear. Los intercambios sexuales de Oscar aumentan, pero sus amigos del póker, asfixiados en ese nuevo ambiente de limpieza, obligados por Félix a colocar sus cervezas sobre el posavasos y las colillas sobre el cenicero, decidirán trasladar sus barajas a una cueva donde haya menos etiquetas y menos reproches. Y Oscar, por supuesto, colocado en la tesitura de elegir entre los polvos de ocasión y las partidas de póker, tendrá que rogarle al bueno de su amigo que deje de limpiar tanto. Por el bien de su sagrada amistad, que ahora se tambalea.


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Cuentos de Tokio

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Los Hirayama son unos ancianos que aparentan más edad de la que tienen, quizá porque su pueblo, Onomichi, sólo dista diez leguas de Hiroshima, y en 1953 todavía no se han evaporado del todo los uranios y los polonios. Ni Manuel Fraga se hubiera dado un baño en esa bonita bahía de pescadores...

    El matrimonio Hirayama, como si presintiera el final, decide hacer una gira de despedida por los hogares de sus retoños, allá en el Tokio lejano. Él hijo es médico, la hija esteticista, y ambos se pasan el día trabajando y viajando en los transportes. Primero porque son japoneses, y los japoneses, tan orientales y extraños, son así. Y segundo porque el país está en plena reconstrucción, y al que no arrima el hombro se le considera un apestado social. Igual que aquí, en España, vamos, que los amigos te invitan a un chato si logras escaquearte sin que te pillen.

    La llegada de los Hirayama es recibida con mucha alegría, pero al día siguiente hay que sacarlos a pasear, como a dos perretes recién adoptados, y empiezan los contratiempos y los gestos contrariados. Los ancianos son de buen conformar, y ellos mismos toman la iniciativa de coger los autobuses para conocer las maravillas turísticas de Tokio, que se resumen, al parecer, en subirse a los rascacielos y adivinar dónde vive cada hijo en la distancia. Aunque parezcan un poco lerdos, y no puedan disimular su paletismo en el deambular, los Hirayama no se llevan a engaño: la visita ha sido una mala idea. Los hijos, la verdad sea dicha, son atentos y cordiales, pero el poco tiempo libre que les queda vale tanto como el oro, y lo atesoran en sus relojes con fruición de usureros.


    Como mi realidad y mi ficción viven un entrelazamiento cuántico que sería el pasmo de los físicos teóricos, el mismo día en que veo Cuentos de Tokio leo en la prensa que el 42% de nuestros ancianos preferiría quedarse en casa antes que irse a vivir con los hijos, cuando las fuerzas fallen, y los achaques incapaciten. Sólo el 4,5% declara que no tendría inconveniente alguno en mudarse. Nuestros Hiroyamas nacionales conocen el percal, y prefieren no tentar a la suerte. Aquí, gracias a las reformas laborales del gobierno, el problema no es que los hijos trabajen a destajo: el problema es que nadie sabe cuándo va a trabajar, ni cuánto, ni a qué horas, ni con qué sueldos. Ni con qué abusos. Los hijos igual te acogen en su hogar con todo el cariño y al día siguiente tienen que emigrar a Alemania, a teclear ordenadores, o a la Costa Brava, a servir mesas. O se quedan en paro, irremediablemente, y ya no tienen ganas ni de levantarse del sofá. En este país de mierda escasean las vidas en línea recta, planificadas, con horizontes despejados,  y así es muy complicado acoger a nadie. Ni a los padres, ni a los perretes.



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Johnny cogió su fusil

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Recuerdo haber visto Johnny cogió su fusil siendo muy niño, en la vieja televisión en blanco y negro, a medias obligado y seducido por mi padre, que siempre la tuvo entre sus películas preferidas. "Para que sepas qué es la guerra de verdad, chaval"... El sufrimiento que causa, y las desgracias que acarrea.

    Yo me pasaba los días jugando a la guerra: a las bandas, en las calles, persiguiéndonos con el paintball de las piedras y los barros; y a los jichos, en los salones, que así llamábamos a los soldaditos de plástico que colocábamos para recrear las batallas de la II Guerra Mundial. Luego, en los kioscos, devorábamos cualquier cosa que tirara de metralleta y bazoka, y en los cines no perdíamos una sola película de tiros, siempre jaleando a los americanos, tan chuletas, y odiando mucho a los alemanes, con esa pinta de sádicos y ese idioma barbárico de innumerables consonantes. España era por entonces un país castrense, de altos valores patrióticos, y aquel tufillo malsano, como de miasma, o de ceniza, se nos pegaba a la piel. Y más a nosotros, a los chavales del barrio, que vivíamos casi adosados a un cuartel de artillería, y cada poco veíamos pasar los tanques que salían de maniobras a matar lagartijas en los montes cercanos. Nosotros, boquiabiertos en las aceras, no concebíamos mayor sueño que conducir uno de aquellos cacharros y dirigirlo - mucho antes de que Bart Simpson nos copiara la idea- contra el edificio del colegio, para derrumbarlo obús tras obús, sin víctimas mortales, pero con vacaciones garantizadas.


    Mi padre me dejaba hacer y observaba, pero en su fuero interno tal vez temía que yo le fuera a salir teniente general, o cura castrense, y una tarde verano, o una noche de invierno, eso ya no lo recuerdo, me plantó a su lado en el sofá para ver Johnny cogió su fusil. Si alguna vez alimenté la tonta idea de alistarme en el ejército y de participar en una guerra patriótica, se me quitaron las ganas de un sopetón. Desde entonces sufro de urticaria epidérmica cada vez que alguien me habla de coger un fusil para defender la bandera, y los empresarios orondos que se esconden tras el trapo. Pobre Johnny, el desbrazado, el despiernado, el desrostrado, que ya sólo quería renegar y morirse. Ni el mismísimo Jesús, con el que soñaba en su fiebres, puedo ayudarle con sus trucos.

    "Sería mejor que te fueras. Eres un hombre con muy mala suerte y no tengo palabras. Tú lo que necesitas es un milagro".

    

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