El bosque

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Les tengo un poco de resquemor a las películas de M. Night Shyamalan porque siempre me hacen quedar como un idiota, ante las amistades, y ante los cuñados. Todo el mundo es mucho más perspicaz que yo a la hora de adivinar esos desenlaces que a mí me dejan boquiabierto, como un niño engañado por un mago, mientras que ellos, simplemente, se limitan a recoger la confirmación de sus inteligentes deducciones. No es lo mismo saberse uno tonto en la intimidad del salón, a solas con la propia incapacidad, que verse humillado en la barra del bar, o en la mesa de la terraza, sometido al engreimiento de algunos fulanos despreciables, y a la sonrisa compasiva de algunas damas que me descartan.

    Ahora que ya todos conocemos los finales de Shyamalan, el tiempo ha igualado a los listos con los tontos, a los genios con los mendrugos, y sus películas ya se ven con otra intención, y con otra perspectiva. Yo, por mi parte, he vuelto a pasearme por El bosque porque la otra tarde, en los canales de pago, me encontré con Bryce Dallas Howard jugando a la gallinita ciega en aquel poblado apartado del mundo, y el amor, como un impulso incontenible, me hizo pulsar el botón rec para ver la película completa otro día, y solazarme con su belleza pelirroja desde el comienzo. Sí, queridos lectores, y alarmadas lectoras: ha sido el sexo, una vez más, quien revestido de romanticismo ha vuelto a guiar mis pasos, y a dictar mi agenda cinematográfica. Si esto fuera un blog serio, de ínfulas intelectuales y cosecha de sabidurías, lo suyo sería aprovechar El bosque para hablar de los miedos ancestrales del ser humano y tal y cual. Redactar un pequeño ensayo de antropología, y no describir -¡ otra vez!-  esta pelusilla con forma de corazón que ha vuelto a nacer en mi ombligo.



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