The visitor

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Son tantas ya, las películas, y tantas, las noticias, que a veces la realidad se cruza con la ficción y ambas se anudan, y se persiguen, y uno ya no sabe si está viendo la película que escogió o el telediario que todavía no ha terminado.

    La noche pasada, por ejemplo, yo estaba viendo otra vez The visitor. Por las catacumbas de mi memoria vagaba el fantasma de Richard Jenkins tocando el djembé en un parque de Nueva York,  sacándose unas pelas innecesarias porque él era un importante profesor de universidad, o algo así. De hecho, en mi tontuna, en mi desgracia neuronal, yo creía recordar que The visitor era la historia de un hombre maduro que se adentraba en el misterio de la música para sentirse vivo de nuevo, como Nanni Moretti en Caro Diario.

    Pero The visitor no iba de eso. Por un azar del destino, el personaje de Richard Jenkins conoce a una pareja que vive sin papeles en Estados Unidos. Ella, senegalesa, vende baratijas en el rastrillo, y él, sirio, toca el djembé en los garitos nocturnos. La desgracia de Tarek es que además de ser sirio tiene cara de sirio, y eso, en Estados Unidos, después del 11-S, es un terrible problema que te puede costar caro si no llevas los papeles en regla, y a ser posible entre los dientes, para cuando te los exija el sheriff armado de turno. Son cosas de los americanos -piensa uno al acostarse- tan insensibles y paranoicos. Pero pocas horas después, al despertar, uno desayuna con la noticia de que están empezando las deportaciones pactadas por la UE. Los están barriendo, literalmente, a los refugiados sirios, como quien barre bichos de la cocina hacia las fronteras de Turquía.  Era una vergüenza lo que ocurría en The visitor, y es una vergüenza lo que está ocurriendo esta misma mañana nueve años después de la película, al otro lado del mar, sin que el papel de los malos lo desempeñen unos americanos de expresión hosca y gatillo fácil.