Los sueños de Akira Kurosawa

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A otras personas el sueño se les va en un suspiro, en un fundido negro que enlaza con el día siguiente. A mí, en cambio, los sueños me cunden como vigilias. Me canso, literalmente, de soñar. Me duermo y me lanzo a los caminos hasta que suena el despertador. Hace años que no tengo un sueño reparador. Todas las mañanas me levanto exhausto porque en los sueños no paro de caminar. Mi cansancio es físico, no mental, porque en los sueños no sufro gozos ni pesadillas. Las mías son aventuras tontas, baladíes, como de comedia de enredos. Lo que me fatiga es el ejercicio de perseguirme por los escenarios, que son mucho y distantes. Un ejercicio literal, y no metafórico. Lo primero que me duele al despertar son las piernas, endurecidas y cargadas. Envejezco muy deprisa porque en el soñar no encuentro la paz de espíritu. No reparo una sola célula, ni ordeno un solo pensamiento. No descanso. Ni me olvido.


    Los sueños de Akira Kurosawa es una película que veo con mucha frecuencia porque es bellísima, y porque me reconozco en las imágenes. Me aburro mucho con otros cineastas que exponen sus onirismos porque sueñan de un modo diferente. Kurosawa, en cambio, soñaba como sueño yo: en largas caminatas que lo llevaban de aquí para allá. El personaje de Los sueños es un caminante de gorra y mochila que lo mismo aparece en el Fujiyama, hablando con un demonio, que en Auvers-sur-Oise, departiendo con Van Gogh. Un turista que sube montañas, desciende valles, recorre campos de trigo... Sólo en el último sueño, en La Aldea de los Molinos de Agua, él encontrará el descanso junto al arroyo. Quién no querría vivir en un pueblo así, con esas gentes sencillas que encaran la vida con humildad, y la muerte con alegría, si uno ha vivido bien y lo suficiente. Quién pudiera quedarse allí para siempre, para no soñar más. Para no vivir más, en la realidad que aguarda al despertar. 



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