American Beauty

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Este blog es un porno soft de mi mundo interior. Una exhibición de anatomías íntimas que aparecen medio tapadas por las sábanas. Usando las películas como excusa, mezclo medias verdades y medias mentiras para hablar de mis mandangas, de mis opiniones sobre el mundo. Los cinéfilos de verdad, los que buscan análisis profundos o datos curiosos, hace tiempo que emigraron a otras páginas, donde ven satisfechas sus respetables apetencias. Aquí se han quedado los cuatro parroquianos despistados: los amigos de verdad -que vienen a curiosear- y los amigos de mentira –que vienen a reírse de mi yo y de mi circunstancia. Y las incautas, claro, que descubren a un literato de mediana edad y sueñan con leer poesías en colores pastel, y cantos otoñales a la belleza de la vida. Pobrecicas mías...


      Con algunas películas, sin embargo, no puedo explayarme sin caer en el desnudo total. Hablar, por ejemplo, de American Beauty me exigiría pasar del porno blando al porno duro. Retratarme en primeros planos, y en HD, con los pelillos y los pliegues al descubierto. Una cosa muy fea y de muy mal gusto. El personaje de Lester Burnham tenía cuarenta y dos años cuando contaba su triste historia. Y yo tengo ahora uno más. Y quizá porque muchos cuarentones seguimos el mismo camino de las baldosas amarillas, me hallo en su misma encrucijada. La vida de Lester Burnham, en mi caso, es como el negativo de los pápeles de Bárcenas: todo es cierto "salvo alguna cosa". Las peores del repertorio, no se preocupen...

Lo más triste es que yo no tenía ni treinta años cuando me presentaron a Lester Burnham allá por 1999, y entonces ya supe, en un escalofrío del alma, que tarde o temprano me encontraría maldiciendo su misma desgracia. Que el mismo desaliento, y la misma frustración, y la misma sensación dolorosa del tiempo perdido, me esperaba a la vuelta de una esquina. Que iba a llegar un día -que sería el primero de muchos- en  que después de la ducha matinal todo iba a ser bastante peor. El amor y la salud; el trabajo y la esperanza

     Y sin embargo... La vida es tan... hermosa. Está llena de humor, de carcajadas, de benditas estupideces. Hay músicas que me erizan el vello, paisajes que me dejan atónito, sabios que me iluminan las meninges. Partidos de fútbol que me devuelven la alegría tonta de la niñez. Y están las películas, claro, que me dan oxígeno y alimento cada noche. Y está el amor, tal vez...

     "A veces hay tantísima... belleza... en el mundo, que siento que no lo aguanto. Y que mi corazón se está... derrumbando".



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Regresión


🌟🌟

Minnesota, en los últimos tiempos, desde que los hermanos Coen ambientaran allí Fargo –y eso que Fargo está en Dakota del Norte-, se ha convertido en el chiste recurrente de Norteamérica.  Cada vez que alguien quiere rodar una ficción de paletos con pocas luces, o de rústicos sin ninguna prisa, allá que van con las cámaras y los focos, como aquí íbamos a los secarrales castellanos en tiempos del cine franquista, a descojonarnos del labrador con boina, y de su mujer con dislalia. Ya incluso en las retransmisiones de la NBA, cuando juegan los Minnesota Timberwolves y algún jugador de la franquicia anda despistado en ataque, o merluzo en defensa, se escuchan algunas bromitas sobre el asunto: “Este tío parece sacado de Fargo, o nació en el centro mismo de Minnesota…”

      Esta semana, por esos designios de los hados, he visitado Minnesota dos veces. El primer viaje me ha llevado a Luverne, donde los personajes de Fargo 2 siguen haciendo de las suyas, bobos geniales los unos e inteligentes limitados los otros. Nada ha cambiado por esas tierras desde que los hermanos Coen establecieran el estereotipo. Y bien que lo agradecemos, la verdad, porque los espectadores nos seguimos descojonando con ese humor negro que ya es una Denominación de Origen. Ya dijo Cipolla que la estupidez era universal, pero allí, al parecer, en la rectilínea frontera con Dakota, existe un pico estadístico que es un filón para los guionistas.

         El segundo viaje astral a Minnesota lo he hecho con Regresión, la última película de Amenábar. Aquí los lugareños parecen algo más espabilados que en el universo de los Coen, quizá porque hay menos nieve y los andares son más rápidos, o porque hace menos frío y las cabezas parecen menos abotagadas. Los palurdos de Amenábar no cometen crímenes estúpidos que luego hay que ocultar durante diez episodios. No: a estos lugareños, cuando les pega el siroco, les da por celebrar ritos satánicos en un granero abandonado, sacrificando bebés y entonando salmos al revés. Luego, durante el día, cuando el ojo de Dios les pregunta, dicen no acordarse de nada, o recordarlo vagamente de una pesadilla. 

    Así las cosas, para resolver los crímenes, el pobre Ethan Hawke buscará ayuda en el hipnotizador de la comisaría (sic), un tipo que saca verdades del subconsciente con un metrónomo de cruz invertida (sic también). Y aquí me detengo, para no hacer sangre. Podría poner veinte sics igual de absurdos para subrayar las veinte demencias de este guión tan ridículo. No hay suspense en Regresión: sólo susticos, golpes de efecto, actores que nunca se creen las chorradas que van soltando por los páramos.



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La duda

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La simpatía y la antipatía son sentimientos que surgen de la nada. Sin tiempo para juzgar a la nueva persona, nos creamos una opinión que solidifica a la velocidad temible del cemento. Son sensaciones que nacen en la trastienda de nuestras emociones, allí donde Sigmund Freud descubrió la veta profundísima del subconsciente, y empezó a extraer un mineral que todavía no hemos agotado. El abuelo de Viena, que para algunas cosas se ha quedado en un viejo verde, o en un plasta ilegible, en otras es todavía un maestro competente. Él nos enseñó que cualquier conocido nuevo nos remite a otros cien que guardamos en el recuerdo. Y que a veces, en el procesado rápido de información, sacamos conclusiones que pueden ser precipitadas, pero que necesitamos para ponernos en alerta o para abandonarnos libremente a la amistad, o al amor...


      La duda, que es la película que hoy me ocupa, es la historia de una antipatía visceral, radical, freudiana hasta la médula. La de la monja Aloysius por el padre Flynn. Muchos, en su día, se quedaron con la trama secundaria del supuesto abuso sexual ¿Se trajinaba el sacerdote al niño negro, allá en los oficios de monaguillo? ¿O le ofrecía, simplemente, unos cariñitos espirituales? ¿Se derramaba algo más que vino, en la sacristía del internado neoyorquino? Rodada en plena eclosión de las meteduras de mano sacerdotales, y de las meteduras de pata obispales, La duda, en realidad, no tenía nada que ver con el asunto. O muy poco. El contacto sexual sólo era el viejo mcguffin de don Alfredo. La trama verdadera, el meollo del asunto, es se odio exacerbado e irracional, que siente la monja alférez por su sacerdote. Una antipatía rabiosa que sólo buscaba una excusa para explotar. 

    La duda es un concepto de psicología básica. El retrato de un prejuicio que nos parece vidrioso y malévolo, pero que sólo es, ojo, la exageración dramática de un pecado que todos hemos cometido alguna vez. 


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The Newsroom. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Me topo, en los canales de pago, con un documental que aborda los entresijos periodísticos de The Newsroom. Uno un poco viejuno, de cuando estrenaron la serie en Canal +. En él, varios periodistas españoles expresan su opinión sobre la utopía de Aaron Sorkin. Les parece estupendo y tal, como no podía ser de otro modo. Ellos también sueñan con una información objetiva y guerrillera, libre de cortapisas e intereses partidistas. No nos explican, por supuesto, la razón de que ellos sólo puedan soñar ese periodismo y no practicarlo. No nos dicen quiénes son los patrones les coartan, los jefes que les vigilan, los anunciantes que les acojonan. Qué partido político les envía cada mañana un argumentario para seguir sembrando la desinformación y la falacia. Entre su triste realidad de paniaguados y la alegre rebeldía de los personajes de Sorkin, media un abismo de explicaciones que nadie, por supuesto, nadie va a a ofrecernos ante la cámara.


    Es una gran farsa, este documental del Canal +. Pero resulta, al mismo tiempo, muy educativo. Uno de los personajes entrevistados es Antonio Caño, que por aquel entonces era corresponsal de El País en Washington. Le sacan a la palestra por su condición de hombre de PRISA, y por su amplio conocimiento de la  política americana. Caño, como todos los demás, es un rendido admirador de la serie. Caño, como todos los demás, no explica por qué su empresa no tiene un informativo como el de ACN. Dos años después, este fulano será llamado a filas por Juan Luis Cebrián para dirigir El País desde Madrid. Y dirigirlo, en este caso, es redirigirlo. Un eufemismo para hacer limpia, poner orden, rendir pleitesía... Acabar con cualquier atisbo de rojerío, de socialismo, de librepensamiento sedicioso. De traicionar a los viejos lectores, que desertamos en manada y todavía no hemos regresado. De volver indistinguible este diario de todos los demás. Incluido el de Mahruenderrr. Ver ahora, con tres años de retraso, a Antonio Caño hablando maravillas del periodismo que se practica en The Newsroom, es una ironía del destino. Una broma macabra de los calendarios. 



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Black Mass

🌟🌟🌟

Al final de Black Mass, en los títulos de crédito, aparecen las fotos reales de los mafiosos que durante años colaboraron con el FBI allá en los arrabales de Boston. Unos matones de baja estofa que mientras largaban de la mafia mayor, la italiana, gozaron de total impunidad para manejar sus asuntos delictivos. Que si unas extorsiones por aquí o unos asesinatos por allá. Poca cosa, al parecer.

     Como suele suceder, los jetos auténticos de los mafiosos son insulsos, decepcionantes, de una normalidad pedestre que está más cerca de la estulticia que de la brillantez. Tipos que uno se encontraría en cualquier bar del pueblo, jugando a la baraja, o disputándose la posesión del Marca. La psicopatía, en el mundo real, viene enmascarada en rostros neutros, insustanciales, como bien advierten los manuales de psiquiatría. Lo del psicópata de sonrisa cínica y mirada perturbadora es una cosa que ponen en las películas para que los espectadores más lerdos no se pierdan en la trama. Lo del mafioso con glamour también fue una estupidez aventada por el cine: una tontería que El Padrino elevó a la categoría de arte, hasta que un buen día nos topamos con la jeta de James Gandolfini y con sus camisetas imperio manchadas de salsa napolitana.

        En Black Mass no hay nada que objetar sobre la caracterización de los matones secundarios, que podrían ser perfectos clientes del Bada Bing!, una pandilla de garrulos que celebran su amistad trajinando whiskies y junando putas. Pero el Jimmy Bulger que le han plantado en la cara a Johnny Depp parece una broma. Uno ve las fotos reales del hampón y tiene un aire parecido al tío Paulie de Los Soprano, sólo que un poco más delgado y estiloso. Nada que ver con esta criatura infernal de lentillas azules y dentadura retorcida que parece sacada del Drácula de Coppola. Se han pasado tres pueblos con el maquillaje y con la plastilina. Tres pueblos, concretamente, de la provincia de Albacete, pues uno mira y remira el emplaste y no deja de pensar en Joaquín Reyes imitando a Jimmy Bulger con acento de La Mancha:

        "Que soy el recopetín de la mafia bostoniana, copón, ¿no os doy repeluco?"


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The Newsroom. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

La ciencia-ficción que consumo estos días no es sólo la galaxia muy lejana de Star Wars. Y no estoy muy seguro, además, de que Star Wars sea realmente una ficción... Del mismo modo que otros creen en la multiplicación de los panes o en la intervención de la Virgen María en los partidos de fútbol, yo estoy en mi derecho de tomarme en serio a Luke Skywalker como el poderoso Jedi que trajo el equilibrio a la galaxia. Yo creo en la Fuerza como otros creen en el rayo divino, o en la infalibilidad del Papa, asuntos todos relacionados con la fe, con el capricho de las entrañas, y a ver quién es el guapo que me quita la ilusión.


         No tengo mucha fe, sin embargo -porque estos sí que son personajes inverosímiles, porno duro de la ficción dramática- en los periodistas que pululan por The Newsroom, ahora que estoy repasando la serie de Aaron Sorkin. En estos tiempos de telediarios manipulados, de tertulias vocingleras, de periódicos censurados por los magnates -y los mangantes-, uno acude al informativo imaginario de ACN a sabiendas de que Aaron Sorkin ha planteado una utopía de periodistas íntegros. Un sueño reconfortante pero imposible. En el mundo real, los chicos de MacKenzie son una especie en extinción que asoma las cabezas en ciertos reductos de internet, donde libran la guerra armados de tirachinas. También hay periodistas honrados dentro de la prensa dirigida, pero están solos, y atemorizados. Les da vergüenza lo que hacen, lo que obedecen, lo que se ven obligados a escribir o a investigar, pero el paro es muy jodido, y suele haber hijos y exesposas que alimentar. 

    La ficción mayúscula que imaginó Aaron Sorkin es que estos héroes vivan todos bajo el mismo techo, en el prime time de las noticias, y que un capítulo tras otro se las arreglen para desafiar al share, a la mentira, a los propios dueños de la emisora, que quieren cargárselos y no encuentran el resquicio. Se necesita mucha fe para dejarse llevar por esta serie ejemplar.







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La visita

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Las películas de terror se construyen sobre los miedos de nuestra infancia, que dormitan en el trastero hasta que alguien sube a jugar con las cajas y nos despierta con el ruido. Allí esperan su oportunidad los monstruos del armario, y los habitantes del pasillo oscuro. La fauna terrible que se cría en los hogares al calor de los chavales, y que luego, cuando estos ya no están, hiberna en nuestra conciencia hasta que una película como La visita vuelve a sacarla del letargo.


          M. Night Shyamalan, que es el viejo amigo recuperado, el hombre que nos acojonó vivos en El sexto sentido o en El bosque y luego se fue por los cerros de Úbeda, a experimentar con las gaseosas, ha vuelto por sus fueros con una película de terrores como dios manda. De sustos muy clásicos que sin embargo funcionan. Y mira que uno es receloso con el tema, que hasta bostezo en las casas encantadas donde otros se cagan por la pata abajo. La visita, para aplacar las apetencias de los incondicionales, sigue el manual establecido de la aparición por sorpresa y los ruidos de la noche. Pero en el fondo se trata de una película sobre recelos familiares. Y ahí el miedo se vuelve muy real, muy orgánico. Porque estos abuelos trastornados de la película no son ectoplasmas de la noche, sino carne de la carne, y sangre de la sangre, y los dos nietos que andan de visita sienten el miedo añadido de parecerse a ellos algún día.

    Es el mismo pavor, aunque tratado con humor, que sintió Lisa Simpson cuando conoció a la familia completa de su padre y se sumió en la más profunda depresión. El mismo miedo que atenazaba al niño Leolo cuando un allegado caía en la locura irremediable, en aquella obra maestra del fallecido Jean-Claude Lauzon. El mismo resquemor que sentiríamos todos al reconocernos en un familiar que ha perdido la chaveta. Una persona con la que se comparte una ceja, una mirada, un gesto en las manos, un parecido heredado, aunque nimio, que tal vez sólo sea la punta del iceberg… 


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Anacleto

🌟🌟🌟

Apagué las luces para ver Anacleto con una mosca detrás de la oreja, molestando. Una muy zumbona que no paraba de advertirme del peligro.  Aquello, nada más arrancar, parecía un cómic para desfogue de adolescentes. Un homenaje a Tarantino con exceso de metralletas. Una pérdida de tiempo para el cuarentón que leía los tebeos de Anacleto en la infancia, hace ya demasiados años. Anacleto, tal como yo lo recordaba, no tenía adaptación posible al cine. No al menos como película de acción, en plan Misión Imposible y tal. Sí, quizá, como comedia disparatada, casi subversiva, porque Vázquez, el dibujante, era un coñón que usaba sus personajes para hacer mofa y befa de la España retrasada y carpetovetónica. Una España que, groso modo, sigue más o menos igual, aunque ahora todos usemos teléfono móvil y entendamos los títulos en inglés de las películas.

     No pensaba ver Anacleto, la verdad, pero la crítica española, sospechosamente unánime, prietas las filas con el producto nacional, había proclamado un entusiasmo contagioso con la cuchipanda. Y te hacen dudar, estos mamones, porque a veces aciertan en el contubernio y te llevan por el buen camino de una película desconocida. Pero a veces, las más, te engañan como a un bobo, para que apoquines la entrada o el DVD y engroses la cuenta del director o el actor de turno, que suele ser un amiguete, o un compañero de copas. 

    Entre que sí y entre que no, finalmente me decidí, más que nada por descubrir a Berto Romero en un papel para el cine, porque Berto es un tipo que me hace reír mucho en la radio y en la tele, un comediante ocurrente y chisposo, un mitómano gafudo y cuarentón como yo que ha bebido en las mismas fuentes y en los mismos humores.

    Casi desisto del anaclético empeño a los diez minutos, cuando descubro al padre de los Alcántara descerrajando tiros en un desierto. Pero tengo que reconocer que luego me he reído como un tontorrón, en un buen puñado de ocurrencias. Las persecuciones y los tiros me aburren soberanamente, pero no algunos diálogos, algunos excesos verbales. Las coñas del viejo Vázquez... Anacleto es una película excesiva, desparramada, demasiado moderna para este anciano escribiente. Pero conserva algo del viejo tebeo: un espíritu, una chapuza, una españolidad disparatada. Y con eso me vale para entretener otra noche de invierno, en el sofá, con la mantica, con los mandos sobre el regazo. Esperando a Phil, la marmota, que ya nos dirá.








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Catastrophe. Temporada 2

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Mientras llega el amor -y el invierno tiene pinta de ir para largo, como en Juego de Tronos- voy ejercitando las dialécticas románticas con las series de la televisión. El aprendizaje vicario -que es un término que da mucho la risa, como de escuela de tenis, o de estudios seminaristas- es la academia última de los amantes olvidados. De los hombres ninguneados. Uno ve a las parejas catódicas en sus trifulcas y arrumacos, y casi sin querer va tomando nota de las estrategias, de las componendas, del sutil arte de entenderse con las mujeres, esos alienígenas tan extraños como necesarios, tan distintos como adorables. Uno, por supuesto, conoce el peligro de confundir el cine con la realidad y sabe que estos amores son asunto de guionistas con mucha imaginación, y de productores con mucha avaricia. Que relajen el dedo, pues, los que ya iban a escribirme para advertirme del absurdo.


     En la segunda temporada de Catastrophe ya no se dirimen los asuntos del acercamiento impulsivo, del conocimiento trastabillado que estalla en el amor gozoso y algo alocado. Ahora Sharon y Rob ya tienen dos hijos, y conviven bajo el mismo techo. Sus asuntos se han vuelto domésticos y matrimoniales, y aunque uno se sigue divirtiendo con sus peripecias de pareja asimétrica, porque los diálogos derrochan ingenio, y los actores exudan química por los poros, esta segunda parte, en el aspecto pedagógico, en el sentido estrictamente académico del amor, se ha vuelto muy previsible. Uno ya ha pasado por estas Domestic Wars de las indirectas en la cocina y de las alambradas en la cama. Asignatura aprobada, que diría José Luis Garci. 

    La asignatura pendiente, que llevo suspensa desde tiempos remotos, sigue siendo el acercamiento primero. El primer trance de la publicidad. Cómo convencer a las señoritas de que en este body y en este brain todavía se guardan algunas alegrías, y algunas pequeñas satisfacciones. Mientras estudio las lecciones, el invierno se apodera de los interiores y los exteriores. A ver qué pronostica la marmota Phil en Punxsutawney, el próximo 2 de febrero...


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Eres lo peor

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Las sitcom que uno guarda en sus estanterías son aquellas que protagonizan hombres malvados o mujeres estúpidas. O viceversa. Mujeres retorcidas y hombres insoportables. La vida misma, en definitiva, trasladada al universo ficticio de las risas enlatadas. Modern Family jamás dormirá en mi habitación porque en el fondo todos sus personajes son buenas personas, seres imperfectos con el alma inmaculada. Y eso, como bien saben los filósofos y los sacerdotes, es una imposibilidad estadística que le resta cualquier credibilidad al asunto. 
    
    Quien esto escribe se siente más cercano a los inmaduros de Seinfeld, a los estúpidos de Larry David, a los mentecatos de Veep, a los incapaces de The Office... A los cuarentones decadentes y barrigudos como Louie. Ese es el fango del ser humano en el que yo me reconozco, y me echo las carcajadas sinceras, y me dejo los dineros comprando los DVDs. Pero siempre hay, por supuesto, excepciones. Frasier fue una serie de personajes bonachones y decentes que tengo guardada como un tesoro. No se han vuelto a escribir unos guiones como aquellos. 

    Eres lo peor es una comedia irreverente, desvergonzada, de personajes impresentables que deberían seducirme casi al instante. Su protagonistas son dos treintañeros traviesos con la edad mental de dos adolescentes de instituto. Jimmy y Gretchen pasan el tiempo libre follando, desfollando, discutiendo, chinchándose, poniéndose los cuernos... Probando drogas, catando licores, contrastando excesos. Ellos viven la vida loca que cantara Ricky Martin. Son dos individuos modernos, desprejuiciados, altamente egoístas e inmaduros. Deberían caerme de puta madre. Y sin embargo, con todo a favor, no termino de reírme con sus cuitas. Sobrevuelo sus enfados y sus reconciliaciones con la sonrisa preparada, lista para la acción, pero casi nunca solicitada en realidad. Hago esfuerzos para conectarme a esas vidas tan distintas a la mía, tan cercanas en el pecado de pensamiento, y tan lejanas en el pecado de obra. Pero me veo ya muy mayor para el ejercicio.

    A veces, en el portátil, en un mal ángulo de visión, veo reflejado mi rostro sobre la pantalla, superpuesto al de estos dos amantes alocados, y me descubro ridículo, y algo voyerista, tratando de entender una juventud que nunca viví. Y que ya no me toca vivir. El esplendor en la hierba de los cojones, que cantara el poeta. 



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Robot Chicken: Star Wars III

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Seth Green y sus secuaces cerraron su particular trilogía en 2010, con el poco original título de Robot Chicken: Star Wars III. Se guardaron su imaginación -desbordante, traviesa, decididamente friki- para los sketches hilarantes. Si alguien dudaba de que en la tercera entrega iban a flaquear las imaginaciones, estos muchachos dan el do de pecho y se marcan un especial de tres cuartos de hora, para tapar las bocas de los agoreros, y abrir las nuestras, que sí confiaban, en sucesión de carcajadas. 

    La galaxia muy lejana, pasada por el turmix de su gamberrismo, vuelve a convertirse en un culebrón de hijos secretos, de amores no confesados, de secundarios maltratados por la historia. Y entre todos ellos, revoloteando como una mosca cojonera, el impagable personaje de Boba Fett, el chulo más engreído de toda la galaxia.
  

1. ¿Quién baja por las pizzas en las reuniones del Alto Consejo Jedi?

2. El cuarto para hablar de asuntos no sexuales de la reina Amidala.

3. Anakin estrena piernas y traje  un sábado por la noche...

4. C3PO, que domina 6 millones de formas de comunicación, recibiendo sus clases de español...

5. ¿Qué ocurrió realmente en la granja del tío Owen?

6. Chewbacca presenta su familia a Han Solo, tras tantos años de amor inconfesado...

7. Incómodo reencuentro en la gasolinera espacial...

8. La nueva desventura del stormtrooper Gary, esta vez en la luna de Endor, con el ewok atropellado.

9. La larga -muy larga- y filosófica -muy filosófica- muerte del Emperador Palpatine.

10. Boba Fett y su amigo, entreteniendo los mil años de lenta digestión dentro del Sarlacc.



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Robot Chicken: Star Wars II

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Robot Chicken: Star Wars episodio II es la continuación de las gamberradas que Seth Green y sus secuaces perpetraron un año después de su primer delito. En contra de lo que sostiene el manido refrán, segundas partes vuelven a ser buenas, y esta travesura en stop-motion es tan divertida y audaz como la primera. El universo de Star Wars, y la imaginación malvada de los guionistas, dan para hacer infinidad de homenajes descacharrantes. 

    Las ocurrencias de Robot Chicken recuperan a los personajes secundarios que tuvieron la mala suerte de cruzarse en el camino de los Jedi y de los Sith. Víctimas colaterales de una guerra que ni les iba ni les venía. Gracias a esta serie animada podemos conocer el antes y el después de sus vidas: qué tristes circunstancias les empujaron a su destino, y qué fue de ellos, tras su peripecia personal en las guerras galácticas.  Un verdadero ¿Qué fue de...? que a los frikis de la saga nos satisface las curiosidades y las risotadas. Y que a los ignorantes del mundillo les va a traer muy sin cuidado. Aviso.

Selección personal de sketches:

1. Boba Fett regresando de la muerte para cargarse a los Ewoks, esos osos tan modosos y apestosos.

2. La fatigosa aventura de Gary, el stormtrooper que lleva a su hija al trabajo justo cuando toca abordar la nave consular de la princesa Leia.

 3. El spin-off del Dr. Ball, la bola negra que portaba la inyección torturadora de la princesa.

4. Anakin asesinando a los aprendices de la Escuela Jedi mientras imagina que parte girasoles con su espada láser, allá en los campos de Naboo, donde se enamoró de Amidala.

5. La carrera suicida de los AT-AT, en homenaje a American Graffiti, la película que  George Lucas filmó con coches y no con naves espaciales.

6. La triste historia de Krayt Dragon, el dinosaurio aventurero.

7. Comida "entre amigos", en la Ciudad de las Nubes de Bespin.

8. Bob Goldstein, el abogado de Naboo que representa a los damnificados por los caballeros Jedi. Un Saul Goodman de la galaxia muy lejana...

9. Vader y Luke recuperando el tiempo perdido, as father and son.

10. El Emperador esperando su maleta perdida, en el aeropuerto de la Estrella de la Muerte.




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Robot Chicken: Star Wars I

🌟🌟🌟🌟🌟

Robot Chicken es una serie de animación que utiliza la técnica del stop-motion para versionar, de modo hilarante, el universo de nuestras películas y series favoritas. En el año 2007, con motivo del 30º aniversario del estreno de La Guerra de las Galaxias, Seth Green y su entrañable pandilla de pirados le dedicaron un programa especial al universo Star Wars. Veinticinco minutos de pura inspiración, de pura descojonación. Treinta sketches que ponen patas arriba las escenas memorables, los diálogos archisabidos. Que rescatan del olvido a los personajes secundarios y sacan los colores a los protagonistas principales. 

    Cada vez que me encuentro con otro friki por los caminos de la Fuerza, le recomiendo Robot Chicken: Star Wars encarecidamente, como un buen samaritano que soy. Al común de los mortales, en cambio, prefiero no mencionársela, porque sé que no van pillar las coñas marineras, Y porque a uno le consta, además, que los pirados de la saga galáctica les caemos muy gordos a estas gentes sencillas de nuestra galaxia, de lo plastas que podemos llegar a ser con nuestra obsesión. Que el Cielo nos perdone, y que la Fuerza nos acompañe.


Selección personal de sketches:

1. El soldado imperial que cagaba en el AT-AT antes de ser liquidado por la bomba de mano de Luke.

2. El anuncio de los cereales para el desayuno del Almirante Ackbar.

3. La triste historia de Ponda Babas, el alienígena bonachón que perdió el brazo en la taberna de Mos Eisley.

4. (El mejor de todos, sin duda) El curso de orientación para oficiales del Imperio Galáctico donde aprenden a fingir un ahogamiento ante Darth Vader, y evitar, así, ser atravesados por su espada láser en los raptos de ira.

5. Los devoradores del asteroide pidiendo comida china por teléfono al no poder zamparse el Halcón Milenario.

6. George W. Bush convertido en caballero Jedi por obra y gracia de los gamberros midiclorianos.

7. El duelo de raperos entre el Emperador y Luke Skywalker, insultando en verso a sus respectivas madres.

8. Darth Vader atormentado por el fantasma de Jar Jar, su “querido amigo” de la infancia.

 9. Darth Vader explicándole a su hijo el culebrón entero de Star Wars, allá en la Ciudad de las Nubes de Bespin.

10. El disco de Grandes Éxitos de Max Reebo, el músico elefante de Jabba el Hutt.




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Un día perfecto

🌟🌟🌟

Luis Buñuel, como buen hombre de izquierdas, no creía en la caridad. Él sabía que los pequeños gestos sólo calman los dolores particulares y momentáneos. Que se necesitan palabras más valientes, como justicia, o redistribución, o sentido común, para arreglar los males del mundo. Los voluntarismos, aunque loables, barren un suelo que habrá de ser barrido mil veces más. 

    Para explicarnos su postura, Buñuel nos dejó la famosa escena de Viridiana. Jorge, el personaje de Paco Rabal, siente pena por un chucho fatigado que camina atado al carro de su dueño. El aldeano, un miembro de la especie homo garrulensis que todavía pervive en nuestra Hispania Citerior, y también en la Ulterior, se niega a subirlo porque allí sólo viajan “las personas”. En un arranque de caridad, Jorge le comprará el perro sólo para descubrir que detrás viene otro carro con un chucho en la misma circunstancia. La caridad ha salvado a una criatura, pero no ha cambiado las cosas. Buñuel entiende y aplaude a su personaje, pero deja esta reflexión en el aire para que la rumiemos con pesimismo.


      He recordado todo esto viendo Un día perfecto, la última película de Fernando León de Aranoa. Y lo escribo así, con el nombre completo, con el apellido aristocrático, porque don Fernando, a pesar de sus últimos deslices, es un cineasta al que debemos gratitud eterna por Los lunes al sol, esa obra maestra que ya quisieran para sí muchos americanos de postín, y muchos farsantes de la Nouvelle Vague. En Un día perfecto, una troupe de cooperantes viaja en todoterreno por las ruinas de la antigua Yugoslavia, recién terminada la guerra, limpiando pozos y desfaciendo entuertos. Según como lo cuentes, la película puede ser el ejercicio de una reflexión o el comienzo de un viejo chiste: van un puertorriqueño, un americano, un yugoslavo, una francesa y una ucraniana por las carreteras secundarias de Bosnia… 

    Los personajes de Tim Robbins y Benicio del Toro -aunque la ONU les ha endosado a dos mujeres de quitar el hipo que distraen mucho la atención y confunden el entendimiento del más pintado- son dos pedazos de pan que se desviven por ayudar al vecindario de los Balcanes. Pero no son dos monjitas de la caridad: ellos, inteligentes y lúcidos, no han caído en la creencia estúpida de estar cambiando las cosas. Ellos son cínicos pero alegres, resignados pero eficaces. Benicio y Tim no compran perros en la España Profunda, pero sí cuerdas y balones, allá en el desastre de la guerra.



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Rebobine, por favor

🌟🌟🌟🌟

El videoclub del señor Fletcher, allá en el suburbio de Nueva Jersey, por donde Tony Soprano pasa cada mañana camino del basurero, es un negocio caduco, de cintas en VHS, cuando el común de los mortales ya disfruta la tecnología del DVD. E incluso del Blu-ray. 

    Pero el señor Fletcher, que es un romántico de los rayajos y del sonido distorsionado, ha decidido hundirse con el barco. Ausentado durante unos días, dejará el negocio en manos de dos anormales de tomo y lomo. Mike es un chico de inteligencia límite al que le cuesta llevar las cuentas del negocio, y Jerry, su amigo, un paranoico que duerme con un casco metálico para que el gobierno no hurgue en sus meninges. En un absurdo accidente, estos dos inútiles desmagnetizarán todas las cintas del videoclub, dejándolas en blanco. Ante las protestas de los clientes, y acojonados por la reacción del señor Fletcher, tendrán la genial idea de re-filmar ellos mismos las películas perdidas. La primera cinta que versionarán con cuatro cartones y dos espumillones será Los Cazafantasmas. Para su asombro, la clientela -que para salvaguarda del guion no parece muy exigente, ni muy espabilada- quedará entusiasmada con las chorradas y los cutreríos, y así, por obra y gracia de su caradura, y de la estulticia vecinal, Mike y Jerry se convertirán en los cineastas aclamados del barrio.


         Rebobine, por favor no es la película más redonda de Michel Gondry. Le falta Charlie Kaufman en el guion para limarle ternuras y añadirle maldades. Sin embargo, es una película que muchos cinéfilos guardamos con cariño en la estantería, porque en el fondo, más allá de las payasadas de Jack Black y de la frikada absoluta de los homenajes, Rebobine, por favor es un canto de amor al cine. Uno muy loco, y muy original, que nos arranca la sonrisa de viejos cinéfilos. Me gustaría tenerlos de vecinos, a Mike y a Jerry, tan imbéciles como adorables, para tomar con ellos unas cañas y hablar de cine hasta que se nos pasen las horas. 



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Orson Welles, el genio creador

🌟🌟🌟

No sé dónde leí una vez -tal vez en las novelas de Pepe Carvalho- que uno ya se sabe viejo cuando empieza a leer biografías. Hasta una determinada edad, que situaré arbitrariamente en los cuarenta años, uno no tiene biografía, sino vida. La palabra biografía tiene otro empaque, otra gravedad. Un significado solemne que abarca desde la vida hasta la muerte, y que sólo en la comprensión cabal de nuestra finitud nos atrevemos a considerar, y a indagar, en las vidas de los grandes hombres. Y no porque sean grandes hombres, a veces, que los leemos y ninguna enseñanza traspasa nuestra piel, de tan distantes o ajenos que nos resultan. Nadie ha escrito todavía la biografía de Pepito Pérez, el hombre anónimo, del traje gris, que se parecía tanto a nosotros, con su trabajo aburrido, su parienta regañona, sus achaques incontenibles, su muerte anónima en un hospital con olor a lejía y a meados.



      A falta de Pepito Pérez, del que se podrían aprender tantas cosas provechosas, uno se contenta con la vida de los grandes cineastas, que a veces abordo en forma de libro, y otras veces, como es el caso de hoy, en forma de documental. Orson Welles, el genio creador, es un documental de título rotundo que viene a resumir lo que ya todos sabíamos, y que los propios narradores van desgranando sin ahorrarse adjetivos: que Orson Welles fue un genio en el sentido estricto de la palabra. “Terrible consuelo el de ir cuarenta años por delante de tu tiempo”, le confesó el propio Welles a Peter Bogdanovich la noche que no quiso recoger el Oscar honorífico que le concedieron los hollywoodienses. La misma gente que le negó el pan y la sal, el dinero y la paciencia, que no supo ver en su egolatría el germen de un nuevo cine, tuvo que rectificar su error antes de que la salud del bendito gordinflón empezara a hacer de las suyas. En el vídeo pre-grabado que Welles envió a la ceremonia para dar las gracias, puede adivinarse su sonrisa irónica, su distancia educada. Su amor desmedido por el cine, y su desprecio altivo por la industria. 



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Human Nature

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Cuando una mujer guapa, en las apps del ligoteo, me pregunta por la lectura que cambió mi vida, por ese libro especial que me hizo más sabio y mejor persona, salgo por peteneras y me voy a los terrenos de la alta literatura, donde viven los autores de la reflexión calmada y del párrafo profundo. De la poesía elevada. Ellas, arrobadas, sorprendidas por una sensibilidad que no es muy habitual por estos lares, donde los hombres son más del Marca y del Interviú- me consideran un candidato a sus favores durante unos minutos que yo disfruto con sentimiento de culpa, y vanidad de primate. El hechizo dura lo que tardo en meter la pata con una descortesía, con una boutade que se me va de las manos y explota como una bomba fétida entre el amor naciente. Es un ciclo sin fin de pavoneo y bofetón al que maldigo mucho pero vivo muy acostumbrado.

       Sólo a mis amistades íntimas puedo confesarles que el libro que cambió mi vida, el que me hizo más sabio pero no mejor persona, es El gen egoísta, de Richard Dawkins. Dawkins, un biólogo evolucionista que es el azote de los clérigos, recogió una idea revolucionaria que llevaba en el ambiente desde los tiempos de Charles Darwin. Una formulación que los sabios siempre se dejaban en la punta de la lengua, hasta que él, con un par de cojones, se jugó su prestigio académico y afirmó que el hombre sólo es un constructo de los genes: el medio del que se sirven esos pequeños tiranos para duplicarse generación tras generación. Ellos son los pilotos verdaderos, y nosotros las carcasas, los vehículos, los propulsores del cohete. Nosotros morimos, pero ellos se quedan ahí, en nuestros descendientes, empujándolos de nuevo hacia el amor y hacia el sexo, en el ciclo sin fin de la vida que ya predicara el Rey León.

     Sí, queridos amigos, y queridas mojigatas: el sexo es el motor del mundo, como dijo el abuelo Sigmund de Viena, aunque él se enredara un tanto en las formulaciones. Los genes guían nuestra vida, aunque es cierto que nosotros, seres civilizados con una capa muy fina de barniz, podemos contenerlos y hasta disuadirlos. Pero su voz nunca se apaga: ellos son el susurro que oímos cada noche antes de dormir, el runrún que nos acompaña cada mañana al levantar. El impulso primario que hemos de negociar cada minuto, cada segundo, para impedir que nuestra vida sea la fiesta eterna de los bonobos. Follaríamos a lo grande, y a cualquier hora, pero no tendríamos el cine, ni el fútbol, ni las canciones de Javier Krahe. Ni esta trompeta maravillosa de Miles Davis que me acompaña mientras escribo.

       De estas cosas va Human Nature, la extraña y educativa película de Michel Gondry y Charlie Kaufman. Dos tipos que han entendido, que han comprendido…



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Sinatra: todo o nada

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Sinatra: todo o nada, es el documental que la HBO ha dedicado a la figura de Frank Sinatra, ahora que en el año 2015 se cumplían cien años de su nacimiento. Venía uno desconfiado al sofá, con pocas ganas de perder el tiempo, porque estos documentos suelen terminar en la hagiografía comodona: en la exaltación de las virtudes, y en el silencio de los defectos. Siempre hay hijos que pleitean, aludidos que demandan, mil enredos que obligan a desgrasar la biografía hasta dejarla en una leche desnatada que ni sabe ni alimenta. Pero no ha sido el caso, afortunadamente. La HBO ha vuelto a liarse la manta a la cabeza para dejarnos contentos a los usuarios de pago. Un Sinatra light o descremado se hubiera quedado en el repaso de sus greatest hits en discos y alcobas, y poco más, y para esos viajes ya están las alforjas de Qué tiempo tan feliz, en Tele 5, cuando María Teresa Campos decida lanzarse a la carrera internacional.


     Sinatra: todo o nada se aventura con decisión en los claroscuros de nuestro personaje, que los tenía por decenas, como en un cuadro de Caravaggio. El Sinatra glamuroso que canta y actúa en las películas se entremezcla con el Frankie camorrista que coquetea con la mafia y se aproxima a los círculos del poder, allá en el Camelot donde reinaban los Kennedy. El Sinatra que se dejaba los millones en causas benéficas y las cuerdas vocales en protestas contra la segregación racial, es el mismo Frankie que luego maltrataba a sus mujeres o se cambiaba de chaqueta para apoyar a Ronald Reagan en sus aspiraciones. Un ángel y un demonio, un bendito y un impresentable. Un personaje contradictorio al que dan ganas de achuchar en unos pasajes y de abofetear en los siguientes. En el fondo, más allá de sus trajes carísimos y de su aureola de cantante, Sinatra fue  un chulo de barrio que siempre hizo lo que le dio la gana, como dejó consignado en su canción My way, que viene a ser la confesión última de sus voluntades, tan férreas como poco lamentadas:

Arrepentimientos, he tenido unos pocos,
pero igualmente, muy pocos como para mencionarlos.
Hice lo que tenía que hacer,
y llegué al final sin deber nada a nadie.
Planeé cada ruta,
cada cuidadoso paso a lo largo del camino.
Y más, mucho más que esto,
lo hice a mi manera.



       Posdata. De los 34 centímetros que la tradición atribuye a su miembro viril no se dice una sola palabra en el documental. Ninguna fuente fiable, por lo que se ve, ha contrastado lo que en su día afirmara Ava Gardner: ”Frank pesa 50 kilos. 45 de ellos corresponden a su pene”.

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