El mercader de Venecia

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Llueve. Llueve por primera vez en meses, como si las nubes buscaran el tiempo perdido de Marcel Proust. Como si hubiesen aguantado con las vejigas llenas y ahora descargasen con toda la furia y todo el alivio. Llueve, y yo no puedo salir de esta habitación repleta de películas. Siento que las calorías del desayuno, del tentempié, de la comida, se repliegan hacia zonas interiores de mi organismo, donde se convertirán en grasa perjudicial, en adipocitos que se instalarán en esta cintura ya abarrotada, como veraneantes en las playas de Benidorm. Durante el verano, las calorías no se aventuraban más allá del músculo, porque yo estaba en plena guerra contra la gordura, y con la bici y las caminatas no les dejaba tomar posiciones y atrincherarse. Tan pronto me invadían, yo las quemaba con el lanzallamas de mi actividad. Pero ahora llueve, y estoy cansado, y tengo dolores psicosomáticos del trabajo, y yazco en esta cama entregado a la molicie de la tarde entera.


     Rebusco en la alineación de películas y encuentro la cara malhumorada de Al Pacino en El mercader de Venecia. El mercader Shylock, en la carátula, exige venganza por las injurias sufridas. Le han insultado, escupido, secuestrado a la bella hija. Y todo por prestar con dinero con interés, en un mundo de cristianos hipócritas. Qué habría qué hacer, entonces, con los usureros del siglo XXI, que ahora son los respetables banqueros y los trajeados economistas. Y muy cristianos además. Shylock apela al Dux de Venecia, y tiene enfilado con su cuchillo a Antonio el mercader. Su aciaga suerte ha encontrado un objeto donde descargar la frustración. En eso, al menos, ha encontrado un reposo. ¿Pero a quién habré de apelar yo en esta tarde sombría de mi encierro? ¿A quién echar la culpa de esta obesidad que ya siento aposentarse en silencio, como un manto de nieve pringosa? ¿Habré de quejarme a los dioses de la lluvia? ¿A los duendes del metabolismo? Mis enemigos no son los venecianos del siglo XVI, sino los fantasmas de la vida moderna.




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