Juego de Tronos. Temporada 5

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He tardado un mes y medio en ver las cinco temporadas completas de Juego de Tronos. Cuatro en compras legales y carísimas, y la quinta, la última, que todavía no está disponible en los Grandes Almacenes, en una razzia bucanera de mi loca impaciencia. Me cansé, finalmente, de que las amistades se cansaran de mí, por no poder hablar en mi presencia de los muertos y los vivos, de las teorías y los chismes. Mientras yo les acompañaba en la barra del bar o en la mesa de la terraza, ellos, los amigos, mordiéndose la lengua, cagándose en mi body, callaban los altos secretos de George R. R. Martin y los guionistas, y se conjuraban con señas para citarse después, en un local clandestino, donde los cretinos como yo, que iban retrasados con los capítulos y siempre chistaban al oír un amago de spoiler, no pudieran encontrarlos. Ahora, gracias a la delincuencia de los piratas, ya vivo en paz con mis semejantes, y me siento depositario de los arcanos, y opinante con criterio de la situación convulsa en los Siete Reinos.

      Ahora que los políticos patrios andan de vacaciones, y que en las tertulias de la tele sólo se desgañitan los becarios y los meritorios -qué buenas están, por cierto, todas las Lannisters del PP- el tema candente de la actualidad política es sin duda el Trono de Hierro de Madrid, con su inestabilidad dinástica, su dependencia financiera, su concordato firmado con el Gorrión Supremo. Los Siete Reinos están viviendo su propia Transición, y Victoria Pregus, de los Pregus de toda la vida, casa pobretona pero señorial en las cercanías de Altojardín, ya va por el quinto volumen polvoriento escrito a pluma y a tinta Ella es muy de los Borbons, gran familia nobiliaria que aún no han salido en la serie, pero que promete grandes tragedias y grandes risas en la próxima temporada. Tienen como enseña un mentón protuberante, y como lema, "la campechanía en la agonía".


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