Malditos Bastardos

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Hay que reconocer que el mal nos fascina, y que las malas personas nos resultan más interesantes que las personas decentes. Aunque las maldigamos, y las repudiemos, y tratemos de no coincidir con ellas ni por casualidad.

       En esta contradicción entre la estética y la moral, entre el sentido de la rectitud y la cosa de la curiosidad, los nazis se llevan la palma de nuestra sugestión. No los nazis de ahora, que parecen orcos rapados si te los encuentras en el fútbol, sino los nazis fetén, los del Tercer Reich, esos que conocemos de pe a pa gracias a los documentales del canal Historia y a las películas que nos acompañan desde que nacimos. La estética de los nazis tiene un poder hipnótico sobre el mismo espectador que los odia. Sabemos de su locura, de sus fechorías, de sus crímenes sin parangón, pero mezclada con el asco hay una curiosidad malsana, una atracción culpable por esa estética imperial que al final, tras tanto sueño de grandeza, fue su único legado y el más longevo.

          En Malditos Bastardos, Christoph Waltz crea un personaje inolvidable que mereció los premios más golosos del mundillo. El coronel Hans Landa es un rastreador implacable y un ejecutor eficiente. Un hijo de puta sin entrañas. Un hombre sin moral al que la guerra, por circunstancias de nacimiento, colocó en el lado de Adolf Hitler y su pandilla de trastornados. El no odia a los judíos, pero le pagan muy bien por sacarlos de sus escondites. Hans Landa es un personaje despreciable, execrable, pero el espectador de Malditos Bastardos, engañado por la magia del cine, enredado por las artes comediantes, acaba sintiendo por él algo muy parecido a la… simpatía. Y que los dioses nos perdonen. Landa es un hijoputa ocurrente, chisposo, de inteligencia pronta y acerada. Con este personaje, el dúo Tarantino-Waltz es capaz de sacarnos todas las vergüenzas al aire, y de ponernos en un brete moral de no contar a los amigos. Debemos, como seres humanos, como personas instruidas, odiar a Hans Landa, pero nuestras neuronas, más atávicas que nuestra cultura, quedan embelesadas ante su encanto. Menos mal que sabemos que todo es ilusión, artificio, mangoneo de nuestras emociones, y que cuando termine la película y nos metamos en la cama, volveremos a saber que los nazis no hacían – ni siguen haciendo- ni puta la gracia.




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Kill Bill. Volumen 2

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Me aburre, un poquito, Kill Bill vol. 2. He dicho un poquito, nada más. Que no empiecen a aplaudir los nostálgicos de Qué grande es el cine, ni empiecen a abuchearme los monjes guerreros de Pai Mei. Consagrado a su guion, Tarantino se marca una hora final que es toda ella conversación, soliloquio, confesión resentida de los amantes. Y está muy bien, y no digo que no, pero veníamos de la hostia pura y dura, de la katana presta y afilada, de la marcianada cachonda de las artes marciales y los kung-fús de leyes imposibles. Y de pronto, como niños arrancados de un sueño feliz, nos sientan en un sofá para hablarnos del amor traicionado, de los sueños rotos, de los hijos que pudieron ser y no fueron. Todo muy maduro, muy adulto, de película respetable y casi francesa si no fuera porque nos sabemos el final y la trampa. 

    Sólo nos interesa el rollo que suelta Bill sobre los superhéroes que se levantan por la mañana siendo tipos normales a excepción de Supermán, que ya se levanta siendo Supermán, tiene su punto divertido y tarantiniano. Y hasta filosófico, diría yo. Lo demás lo veo inquieto en el sofá, mirando los minutos de reojo, deseando que acabe la cháchara con los cinco golpes fatídicos en el corazón. Donde los críticos de renombre y los tertulianos de postín se reconciliaban con Tarantino, y decían que por fin había vuelto a la recta senda del cineasta y bla, bla, bla, nosotros, los espectadores plebeyos y muy poco sofisticados, los que íbamos disfrutando como tontos de las violencias en caricatura, de las tontacas de la venganza, nos sentimos muy culpables de bostezar un tantico así, absorbiendo más aire de lo debido. Pero sólo un poquito, repito. 



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Juego de Tronos. Temporada 4

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Mira que mueren, a puñados, los personajes de Juego de Tronos, pero deberían morir muchos más. A cientos, y no a decenas, como soldados en una gran batalla. Como mendigos hambrientos en las calles de Desembarco del Rey. Los secundarios de Juego de Tronos se reproducen al ritmo de una infección bacteriana que amenaza con cargarse el cuerpo muy sano de esta intriga sin igual. Por cada personaje que la palma de un espadazo o de una caída al vacío, surgen tres nuevos que ocupan su lugar para soltar su confesión de marras, su soliloquio sin trascendencia. Su trauma personal, que nos despista de los centros neurálgicos de la trama, de los nudos gordianos que últimamente se han reducido a sólo cuatro: las hostias en el Muro, las magias en Rocadragón, los Lannister en la capital y la inconcebible belleza de Daenerys Targaryen liberando esclavos en el otro continente. Lo demás empieza a ser reiterativo, superfluo, minutaje prescindible que uno -lo confieso- ya ha empezado a saltarse con la tecla de avance, sin mayor menoscabo para la comprensión del enredo, o para el sentimiento de culpa, que ya no pincha ni muerde.

             Después de haber visto las primeras temporadas, uno no pensaba que tal cosa fuera a suceder en esta serie que nació tan contenida y redonda. Entre reyes y reinas, amantes y bastardos, consejeros de postín y putas de tronío, Juego de Tronos ya tenía un elenco más que suficiente para rellenar horas y horas de jugosos diálogos y sorpresivas traiciones. Pero algo ocurrió en la sala de los guionistas, o en el despacho de los productores, que dio al traste con esta minimalista intención. Me temo que han encontrado una gallina que pone huevos de oro y  quieren mantenerla viva alimentándola con cualquier cosa, para que dure temporadas y temporadas de soporífero culebrón. 

    Que los dioses, ay, no lo permitan. Que los secundarios figuren, den sus réplicas, pongan color al paisaje humano y nada más. Que no nos cuenten su triste vida, su trágico origen, sus estúpidos sueños de riqueza. Que cierren la puta boca y se limiten a matar con eficacia, a servir con prontitud, a follar con esmero. Aquí, y sólo aquí, en el mundo ficticio de los Siete Reinos, que nos dejen tranquilos a los aristócratas.



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Kill Bill. Volumen 1

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La primera vez que vi Kill Bill fue el 11 de marzo de 2004, el mismo día en que los terroristas islámicos reventaron aquellos trenes infaustos de Madrid. Fue en un cine de Invernalia, en la primera sesión de la tarde. Nos juntamos allí veinte o treinta personas que habíamos decidido ver una de Tarantino para limpiar con violencia de mentira la violencia de verdad que nos había dejado noqueados. Quien diga que la violencia de Kill Bill es nociva para el espíritu, e incita a cometer más violencias fuera de los cines, o de los salones de casa, no tiene ni puta idea de lo que dice. Quien asi habla no estuvo aquel día, en aquella sala, lavándose con sangre artificial, con coreografía de cómic, con gilipolladas de kung-fu, la sangre real que nos había saltado a la cara desde los reportajes del telediario. 

    A los encargados de censurar imágenes en el telediario se les escaparon -o dejaron escapar- varios muertos que permanecían inmóviles en sus asientos, apoyadas las cabezas en los respaldos o en los laterales reventados de los vagones. Creo que a ningún españolito se le iban esas víctimas de la cabeza. Eran como cualquiera de nosotros, vestidos con ropa de paseo o de trabajo, viajeros de un tren que todos habíamos tomado alguna vez. Mientras los sociópatas que nos gobernaban utilizaban la masacre para asustarnos con el coco de ETA y arañar trescientos mil votos decisivos, los ciudadanos, que ya escuchábamos en las noticias el lejano tronar del jamalajá, seguíamos a nuestros quehaceres con la imagen de aquel hombre y de aquella mujer reventados por dentro, mansamente desmadejados en su trayecto ya detenido para siempre.



           Cómo será de buena, de entretenida, de bien hecha, Kill Bill, que yo juraría que no sólo yo, sino todos los demás refugiados en aquella sala, llegamos a olvidar, durante dos horas, aquella movida madrileña tan poco fiestera y enrollada. Pero la ilusión duro poco: al salir del cine rápidamente volvimos a los telediarios, a las radios, a las webs cochambrosas que por entonces no adelantaban demasiado los contenidos. Kill Bill, volumen 1, tuvo que esperar nuevas oportunidades para ser valorada en su justa medida. Y que se vayan al carajo, los que dicen que es una película vacía, de personajes mal dibujados y trama más bien esquemática. Porque fue esa simpleza, esa tontuna, esa aparente nadería, la que aquella tarde nos concedió el respiro del alma y la sensación rediviva de normalidad. 




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La historia de Marie Heurtin

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Después de una semana entera dedicada a las travesuras de Quentin Tarantino y de Juanma Bajo Ulloa -con sus asesinos y sus drogatas, sus prostitutas y sus chuloputas- La historia de Marie Heurtin es como un retiro espiritual allá en el convento de Francia, donde no llegan los disparos de las submachines guns, ni las discusiones de los gángsters. Gracias al cine, que es la única máquina del tiempo conocida por los hombres, esta habitación que me cobija ha abandonado los barrios bajos de Los Ángeles y los puticlubs baratos de Euskal Herria para viajar -como aquella nave que llevaba a Carl Sagan en su periplo de Cosmos- a las cercanías de Poitiers, Francia, a finales del siglo XIX, donde unas monjas casadas con monsieur Jesús cuidan de su huerto, rezan antes de dormir y tratan de enseñar el lenguaje de signos a las niñas sordas que los padres desesperados les confían.

       Al principio de la película todo es paz y alegría en el convento, pero una mala tarde de las que tiene cualquiera, aparece Marie Heurtin acompañada de sus padres, dos granjeros demacrados que ya no saben qué hacer con la chavala. Marie es sorda, y ciega; va desgreñada, viste túnica llena de mierda y su única relación con los humanos es la patada y el gruñido. O el mordisco, o el escupitajo, o el arañazo en la cara, porque Marie es una niña salvaje que parece poseída por el demonio. La madre superiora, acojonada por la presencia del diablo, rechazará la petición de asilo político, pero sor Marguerite, que es la monja más abnegada o más descerebrada del convento –además de la más bella- aceptará el reto de convertir a la señorita Heurtin en una comunicativa mujer de provecho.


     Así empieza, propiamente, la película, que es un toma y daca muy parecido al que mantenían, rodando por los suelos, batallando en los comedores, chapoteando en las bañeras, la profesora Ana Sullivan y la niña Helen Keller, que también era ciega y sorda, primitiva y puñetera, y también, aunque no lo parezca, perteneciente al reino true story de las personas reales. El milagro de Ana Sullivan era una película más dura, menos poética, casi un documental de cómo encarrilar a una niña de tan extremas complejidades. La historia de Marie Heurtin, por el contrario, opta por los silencios espirituales, y por la comunión de las almas. Por las musiquillas de las altas esferas donde Jesús y la Virgen María agradecen complacidos los esfuerzos ímprobos de sor Marguerite. 

    
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Airbag

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Airbag es el corte de mangas que Juanma Bajo Ulloa y sus compinches le dedicaron al cine español de la época, el de la Guerra Civil y las chatinas, los muermos de Garci y las comedias tontonas del happy end. Una gamberrada que yo celebré en su tiempo con grandes carcajadas, pero que que casi había olvidado por completo, salvo las apariciones estelares de Manuel Manquiña, of course, que entre el “muy profesional” y “las hondonadas de hostias” y la “sub machine gun” se hizo un hueco para siempre en nuestro lenguaje populachero. Las veces que no habré dicho yo lo de las hondonadas, o lo del muy profesional, poniendo acento gallego incluso. Airbag, a su modo ibérico y jamonero, viene a ser una tarantinada ambientada en los desiertos prostibulares de Euskadi. Aunque aparenta ser un despelote –y es, de hecho, un despelote- la película lanza sus dardos contra la Iglesia, contra la burguesía, contra la política, contra el nacionalismo rancio, y eso, al viejo jacobino que rasguña estos escritos, siempre le estremece un poquito el corazón.



         Me estaba gustando Airbag, sí, a pesar de que las críticas contemporáneas hablaban de un esperpento, de una aberración para el cinéfilo de pro. Uno repasa los periódicos de la época y es para echarse a temblar. Y yo, la verdad, mientras trataba de conciliar el sueño a los 30 grados centígrados de esta puta habitación, no entendía la razón de tanto ensañamiento. La primera hora de Airbag es divertida, intrépida, gamberra a más no poder, y además sale mucho María de Medeiros, que es una actriz portuguesa que siempre me encendió el amor hispano-luso que llevo dentro. Pero claro: luego llega la segunda mitad, y la película ya no es un despelote, sino un desparrame. Los chistes de derriten, las tramas se difuminan, los actores se dedican a hacer el indio de acá para allá. Airbag 2, si pudiéramos llamarla así, tal vez se merece tales anatemas y excomuniones. Pero sin pasarse, coño, sin pasarse, que el primer rato era muy de agradecer, y nos ha dejado imágenes y concetos muy arraigados en nuestra memoria. 

Pazos: Interesante no, Carmiña, estresante




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El hijo

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La fórmula de los hermanos Dardenne es siempre la misma: cogen a un personaje en situación desesperada -físicamente, moralmente o diplomáticamente desesperada- y le persiguen, cámara en mano, doquiera que corre para resolver sus tribulaciones, con el objetivo pegado al rostro, o a las manos, o muchas veces al cogote, según el efecto dramático que anden buscando. Así acosaron a Rosetta, en su búsqueda desengañada de empleo, y a Lorna, en su lucha por obtener la nacionalidad belga, o al niño de la bicicleta, que no paraba de dar por el culo. A Marion Cotillard, también, en su humillante súplica para no ser despedida... 

    A los Dardenne a veces les salen películas plomizas, reiterativas, y te quedas adormilado con un hilo de babilla si te entrampaste a la hora de la siesta. Otras veces, sin embargo, los hermanos aciertan con la tecla, y su neurótica persecución de paparazzis nos regala historias realmente desoladoras, inquietantes, de las de ponerse uno en la piel del protagonista, y pasarlas canutas resolviendo dilemas y tomando decisiones inciertas...

            El hijo, por fortuna, pertenece a las películas afortunadas de los Dardenne, y uno, en esta tarde abrasada de julio, ha encontrado en ella el divertimento que no le dieron los ciclistas del Tour de Francia, estancados en sus posiciones del pelotón. Y digo divertimento en su acepción de distracción momentánea, de huida temporal de la realidad, porque quién coño se iba a reír con el drama de este pobre carpintero llamado Olivier, maestro de taller en un centro de rehabilitación para adolescentes, que una buena mañana, de esas tan chulas de Bélgica, con el sol encerrado a buen recaudo, se encuentra con que su próximo alumno será el mismísimo asesino de su hijo, un chavaluco que acaba de salir del reformatorio y anda buscando una salida laboral a sus malandanzas. ¿Cómo reaccionará Olivier, el padre despadrado, sin sospechar que dos cineastas palizas lo persiguen con una cámara invisible? ¿Renunciará, perdonará, asesinará...? ¿Se tornará neurótico, psicótico, comprensivo...?

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Juego de Tronos.Temporada 3

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Menos mal que después de la primera temporada de Juego de Tronos, llevado por el entusiasmo de haber encontrado una familia donde ser adoptado, no fui, finalmente, al Registro Civil a cambiarme estos dos apellidos sin lustre y sin futuro, Rodríguez y Martínez, por el mucho más lustroso y promisorio de Stark, como hizo Homer Simpson cuando renegó de sus ancestros para rebautizarse como Max Power y entrar así, aunque fuera un paso efímero, en el mundo de la aclamación artística y el acercamiento de las gachíes. Stark era, y es, un apellido cojonudo, la verdad, porque tiene la fonética impetuosa de lo anglosajón, la brevedad eficiente de los bárbaros, la grandiosidad honorable de los Guardianes del Norte. Ese Norte de la ficción que tanto se parece al Norte ya reseco de mi infancia, donde antes del cambio climático siempre hacía frío, y nevaba, y uno paseaba protegido por un manto amoroso de nubes. Aunque el primo de Rajoy grazne como un cuervo de un solo ojo.

           Hace un mes escaso que quise ser un Stark, sí, Álvaro Stark, que suena muy bien si me lo permiten, como Watling, Leonor Watling, que además de ser una mujer bellísima también suena como una mujer sin par, medio de Madrid y medio de Inglaterra, como yo iba a ser medio de León y medio de Invernalia. Pero me pudo la pereza del sofá, el ridículo presentido ante el funcionario, y fui aplazando mi apostasía hasta que la Boda Roja me puso sobre alerta. Quizá no era tan buena idea, después de todo, apellidarse Stark, una genealogía que de pronto parecía maldita, marchita, barrida por los gélidos vientos del Invierno que llegaba. Tal vez me atropellara un coche al salir del Registro Civil, o un loco me acuchillara en mitad de la acera. Siendo un Rodríguez Martínez sin abolengo y sin alcurnia, corriente y moliente, iba a vivir mucho peor, pero mucho más tranquilo y seguro, eso fijo.



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White God

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Escribió hace años Arturo Pérez Reverte:
"¿Se acuerdan de aquel anuncio estremecedor, un perro abandonado en mitad de una carretera, bajo la lluvia, sus ojos cansados y tristes, bajo el rótulo: El nunca lo haría? Es cierto. Él nunca lo haría, pero buena parte de nosotros sí. Igual usted mismo, respetable lector que hojea El Semanal en este momento, acaba de hacerlo. ¿Y sabe lo que le digo? Pues que, de ser así, ojalá se le indigeste esa paella por la que van a clavarle veinte mil pesetas en el chiringuito, o se le pinche el flotador del pato y se ahogue, cacho cabrón. Porque ya quisiéramos los humanos tener un ápice de la lealtad y el coraje de esos chuchos de limpio corazón. No recuerdo quién dijo aquello de que cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro, pero es cierto. Al suyo, al mío, a cualquier perro".

              He guardado este recorte de palabras durante años, a la espera de una película  adecuada para soltarlo. Y hoy, después de haber visto White God, la ocasión la pintaban calva. ¿Para qué iba uno a lanzar su diatriba contra los maltratadores de perros, contra los abandonadores de chuchos, si un miembro de la Real Academia, todavía vivito y coleando, ha escrito un corpus entero de ladridos contra estos hijos de puta? ¿Para qué mancillar folios en blanco con mi torpe escritura, con mis insultos básicos de barriobajero, si lo que opino es exactamente lo mismo que opina don Arturo?

             Decir que he visto White God es una mentirijilla dramática, un modo de resumir mi presencia nerviosa ante la pantalla. Porque cada vez que un perro estaba a punto de ser maltratado, torturado o tiroteado, he apartado la mirada, o he abierto una ventana en el ordenador para buscar gilipolleces en internet, atendiendo sólo a mi oído por si cambiaban el tercio de una puta vez. Uno, que viene de asistir impertérrito a las primeras temporadas de Juego de Tronos, con sus hombres rajados, desmembrados, desangrados a borbotones por el cuello, no puede, en cambio, resistir el menor daño que le hagan a un chucho de Budapest, aunque sepa que todo es ficción y que al final de la barbarie aparecerá el tranquilizador "ningún animal fue herido en la realización de esta película". 

     Pero no estoy solo: somos muchos los tipos educados y cívicos, inofensivos y mansos, que preferimos, apoltronados en un sofá, un buen desparrame de intestinos humanos antes que ver a un chucho con una espina clavada en la patita. A la espera de que un psicólogo, o un biólogo evolutivo, venga a explicarnos esta contorsión de los instintos, yo les voy contando lo que hay.



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Chained

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Me hubiera gustado dedicarle esta entrada -que es la número 1000- a El club de los poetas muertos, que es mi película de cabecera, o a La guerra de las galaxias, que es mi pedrada de todos los tiempos. Pero la efeméride me ha pillado en tránsito veraniego, en Desembarco del Rey, muy lejos de mi señorío de La Pedanía, donde guardo mis películas como oro en paño -pues ellas, en mi biografía, valen tanto como el oro. Podría descargarlas, aducirán los que han llegado hasta aquí seducidos por mi prosa, o descojonados por mi tontuna. Pero es que mi DVDs son objetos sagrado, reliquias inviolables, y no pueden ser sustituido por cualquier objeto equivalente, por cualquier hechicería de megabytes transportados por el aire. Sólo el DVD, ya tan rancio, contiene la Verdad que alimentaría mi escritura recta y sabia. 

Así las cosas, para rellenar este vacío abrasador, he decidido hacerle caso a uno de mis lectores, a modo de homenaje extensivo a todos ellos, y he puesto en el portátil esta película desquiciante titulada Chained: una ida de olla que firma la hijísima -por estirpe, y por tamaño corporal- de David Lynch. La cosa va de un psicokiller que secuestra a un niño, lo ata con cadenas en un sótano, y lo obliga, durante años, a presenciar sus violaciones, sus asesinatos, sus enterramientos con cal viva de las pobres desventuradas, para que el chaval vaya aprendiendo un oficio y se prepare para la dura competencia laboral. Hay que estar muy enfermo para escribir una guión así; hay que estar muy enferma para rodar una historia así. Demasiada enfermedad, demasiada locura, demasiada pesadilla con ganas de epatar. Me he bajado en la segunda parada. 







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Blue Ruin


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El odio es la venganza del cobarde. Lo dijo George Bernard Shaw, a quien mi incultura, enciclopédica, sólo recordaba como autor de Pigmalión, la obra de teatro que con los años dio lugar a My Fair Lady. Famélica de saberes, mi ignorancia, supina, ha tenido que buscar a Bernard Shaw en la Wikipedia para ubicarlo en su siglo correspondiente, y para confirmar, de reojo, con una vergüenza que sólo a los íntimos me permito confesar, que George era ciertamente un escritor, y no una escritora, porque yo le estaba confundiendo con George Sand. Sí, sí...

          La frase de Bernard Shaw sobre la venganza la he encontrado por casualidad, mientras buscaba otra que soltaba Tywin Lannister en Juego de Tronos: una sentencia fría, brutal, muy propia de su talante, que no anoté a su debido tiempo en los cuadernos, y que ahora, justo cuando más la necesitaba, no logro recordar, ni recobrar entre las verborreas de los frikis de la serie. Me hubiera venido al pelo el cinismo de Tywin Lannister para hacer un comentario sobre la película de hoy, Blue Ruin, que es una historia de venganza morrocotuda, muy a la americana, muy de Puerto Urraco, con un pobre desgraciado que para hacer justicia empieza por blandir una navajita y termina enfrascado en tiroteos con armas automáticas y la de Dios es Cristo. Como Bruce Willis en Pulp Fiction, mismamente, que para liarse a hostias en el badulaque de los violadores primero le echaba el ojo a un martillo y terminaba esgrimiendo la espada del samurái.

       El odio es la venganza del cobarde... No habría películas como Blue Ruin con un tipo como yo, incapacitado para la acción. Pero, para nuestra suerte, Dwight es un hombre aguerrido y valiente -aunque algo fondón y con cara de lelo- que se lanza a cazar al asesino antes de que el asesino venga a por él, lo que da lugar a entretenidas balaceras y matanzas en el estado de Virginia. 


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