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Tres días. Diez episodios. La primera temporada de Juego de Tronos ha sido un visto y no visto. Los desnudos integrales de Daenerys Targaryen -el primero virginal, el segundo chamuscado- han sido el alfa y el omega de este reestreno triunfal en mis pantallas. Los amigos más puristas, aferrados a lo clásico, no comprenden mi entusiasmo, y me echan en cara este renovado interés por la serie. Ellos pensaban que yo había dejado Juego de Tronos por decencia de espectador culto, por aversión instintiva a la eucaristía de las hostias y las sangres. Adónde vas -me dicen ahora- triste de ti, con cuarenta y tres tacazos a repartir mandobles. Qué hace un hombretón como tú en un sitio como éste, abarrotado de jóvenes, de frikis, de políticos con pantalón vaquero que regalan Blu-rays a los monarcas.
Tres días. Diez episodios. La primera temporada de Juego de Tronos ha sido un visto y no visto. Los desnudos integrales de Daenerys Targaryen -el primero virginal, el segundo chamuscado- han sido el alfa y el omega de este reestreno triunfal en mis pantallas. Los amigos más puristas, aferrados a lo clásico, no comprenden mi entusiasmo, y me echan en cara este renovado interés por la serie. Ellos pensaban que yo había dejado Juego de Tronos por decencia de espectador culto, por aversión instintiva a la eucaristía de las hostias y las sangres. Adónde vas -me dicen ahora- triste de ti, con cuarenta y tres tacazos a repartir mandobles. Qué hace un hombretón como tú en un sitio como éste, abarrotado de jóvenes, de frikis, de políticos con pantalón vaquero que regalan Blu-rays a los monarcas.
Yo ya les he explicado, pero no les he convencido. Mi resentimiento con
Juego de Tronos provenía de mis
neuronas, de mi memoria flaqueante, de mi senectud anticipada. La serie me
gustaba tanto -un sueño infantil hecho realidad- que no podía verla de esa
manera, de Pascuas a Ramos, con intervalos de varios días entre episodios, con treguas
de varios meses entre temporadas, rascándome la cabeza como un mono que siempre
olvidaba quién era el hijo de Fulano o la amante de Mengano. Ni siquiera ahora,
que gracias al privilegio funcionarial dispongo de largas horas, soy capaz de atar
muchas ramas de los árboles genealógicos. Juego
de Tronos, lo reconozco, es un culebrón muy sofisticado, y necesitaría,
para su óptimo aprovechamiento, para su mayúsculo disfrute, de la memoria
prodigiosa de nuestras madres y abuelas, que en el capítulo 500 de sus
tonterias sudamericanas son capaces de recordar el linaje de cualquier
personaje. Si no fuera por las cabezas cortadas o por las prostitutas de Desembarco,
ellas, nuestras marujas, con sus rulos y sus batas, serían las verdaderas
depositarias de Juego de Tronos. Y no
los hipsters, ni los gafapastas, ni la insultante juventud. Ni los carcamales que
aún disfrutamos con los dragones y las mazmorras.
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