Paco de Lucía: La búsqueda

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Paco de Lucía: La búsqueda es el documental inacabado sobre la vida del guitarrista algecireño. Y digo inacabado porque Paco se nos murió sin rematar los recuerdos, ni los aprendizajes, que aquí nos contaba desde su casa de Mallorca, y desde los hoteles europeos que fueron el reposo de su última gira.

    Paco de Lucía habla de sí mismo con melancolía, con distancia. Dice que le gusta sentirse querido, adulado incluso, como a cualquier hijo de vecino, pero que su satisfacción profesional nunca dependió del juicio ajeno. Paco fue un perfeccionista, un maniático de la exactitud, y eso, según confiesa, le fue amargando la vida poco a poco:
            “Qué más quisiera yo que tener la mitad, ¡un cuarto!, de esa felicidad y ganas de vivir e ilusión que yo tenía cuando era un niño. A partir de que la vida me ha ido bien, del reconocimiento, de que soy famoso en el mundo, que gano dinero, que todo el mundo me llama maestro, soy un amargado. Un amargado porque ya me ha puesto en un nivel en el que, si estoy por debajo, me critican. Entonces, con el carácter mío, del carácter que imprimió mi padre en mí, de eso de la perfección y de estar siempre al nivel que la gente espera de ti, eso no es agradable. Eso es un suplicio”.

            Es una confesión sorprendente, valiente, expresada con un deje de tristeza y hastío que desarma a cualquier espectador. Paco de Lucía tiene un ego chiquitín, huidizo, difícil de alimentar. Mientras otros se refugian en el aplauso de la crítica o del público, él se derrumbaba en los camerinos, o en los sofás de su casa, decepcionado consigo mismo, incorrecto en aquella nota, desacompasado en aquel acompañamiento, torpe en algún rasgueo que sólo los muy entendidos iban a detectar.

            “Cuando descubro algo, cuando compongo algo que me gusta, lo grabo, y me paso por lo menos un ratito en el que soy feliz. La palabra feliz está ahí. Al día siguiente, me levanto y digo, ay, vamos a escuchar lo de ayer. Lo escucho y digo: esto no vale nada. ¿Cómo ayer me gustaba esto, que hasta bailé y todo y me vio la muchacha, y de pronto hoy me parezca una mierda? A ver. Qué pasa aquí. A quién haces caso. ¿Quién tiene razón, el de ayer, o el de hoy? Ahí te pierdes”.




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Loreak

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Ane, que es una mujer vasca en miniatura, con una belleza extraña y algo marchita, recibe todos los jueves un ramo de flores. Loreak, en euskera, significa flores. Ane es una mujer casada, y su marido, que está pasando la crisis de los cuarenta y sólo sueña con jovencitas tumbadas sobre su cama, niega cualquier responsabilidad en el asunto. Los ramos vienen sin mensaje ni remitente, y las empleadas de la floristería, sometidas al interrogatorio, hablan de un hombre normal, sin facciones definidas, que un día pasó por allí e hizo el encargo del envío regular.

            Así expuesta, Loreak parece la historia de un cortejo amoroso, con sus flores anónimas, su miradas escurridizas, sus encuentros casuales en la cafetería o en el trabajo. Y uno, aunque Ane no le ponga la libido en guardia, saca el cuaderno de apuntes para tomar nota de las estrategias de su admirador. Porque nunca se sabe, en este loco mundo del deseo, cuándo van a necesitarse estos saberes prácticos de la seducción. ¿Y si un día apareciera en mi vida una mujer igualita en cuerpo y alma a Natalie Portman, tan idéntica a ella que podría ser Natalie misma, refugiada en el anonimato ibérico, cansada ya de la fama, de los focos, de los hombres apuestos que nunca le hicieron reír? Dado mi nivel de inglés lamentable, yo tendría que decírselo con flores, mi amor eterno y rendido, y en Loreak, al principio, uno sueña con aprender estos recursos tan coloridos y aromáticos.

            Pero no van por ahí los tiros, ni las flores. En un giro imprevisto de la trama, un personaje principalísimo de la película muere en accidente de tráfico, y lo que antes eran loreak de amor ahora son loreak de homenaje a los muertos. Loreak es muy bonita, muy delicada, y muy cursi también, como las propias flores del campo. Y además no tiene razón. A los muertos les importa un carajo que pensemos en ellos, o que los recordemos con flores. Están muertos. 





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Mis dobles, mi mujer y yo

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Para mi extrañeza de cinéfilo poco convencional, cuando se habla del añorado Harold nadie se acuerda de Mis dobles, mi mujer y yo, que en inglés llevaba el más corto y bonito título de Multiplicity. Debemos de ser muy pocos los que adoramos esta comedia absurda de planteamiento singular. En ella, Michael Keaton, superado por el ritmo frenético de sus jornadas, se fabrica tres clones de sí mismo para atender sus obligaciones cotidianas: el trabajo de contratista, el cuidado de los retoños y las atenciones románticas a su exigente esposa. Mientras sus clones van a la oficina, cocinan el pavo o discuten con la parienta, él se toma unas vacaciones de su propia vida jugando al golf o navegando por la costa del Pacífico. Su dejación de funciones tendrá, obviamente, consecuencias catastróficas, porque sus clones, por muy clones que sean, tienen carácter propio, y deseos personales, y no siempre se coordinan muy bien a la hora de sustituirse.


    Multiplicity es una comedia de estilo clásico, con patochadas de slapstick, confusión de identidades y puertas que se abren y se cierran al modo de Lubitsch. No es una película perfecta, porque a veces cae en el humor simplón, y su mensaje matrimonial rezuma catecismo por los cuatro versículos. Pero Michael Keaton está perfecto en sus cuatro papeles, Andie MacDowell rebosa belleza en la flor de su edad, y la idea de clonarse es tan atractiva que uno se pasa toda la pelicula dándole vueltas. Por supuesto que estaría bien disponer de varios yos que aligeraran la fatigosa tarea de vivir. De las versiones más simples de la felicidad no nos separa ni el amor ni el dinero. A los pobres de espíritu, y a los pobres de bolsillo, nos bastaría con disponer de dos horas más al día, limpias de polvo y paja como deseaba Bukowski en sus diarios. Sólo con que un clon bajara al supermercado, me hiciera las comidas, fregara los platos y aguantara a los pelmazos, ya tendría yo dos horas extra para ver otra película, o apuntarme al gimansio de la esquina. Podría, incluso, poner un clon a escribir este diario, y pasarle mis impresiones a través de un bluetooth, o de una conexión interneuronal, y ya sólo dedicarme al placer del visionado, sin pensamientos ni escrituras, sólo el nirvana del abandono completo, de la dimisión absoluta. 





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La sal de la Tierra

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La sal de la Tierra narra la vida y las andanzas del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, al que Wim Wenders conoció hace años y ahora dedica este retrato conmovedor, narrado en primera persona por el propio Sebastião, que ahí sigue, vivito y coleando, ya retirado de la aventura en su granja repoblada de la selva amazónica.


     Sebastião, en su juventud, estudió para economista, y realizó sus primeros trabajos para organizaciones que se dicen benefactoras de la humanidad pero sobrevuelan los países pobres como buitres al acecho. Sebastião iba para esbirro de los explotadores, para evangelizador del liberalismo, pero junto a su esposa Lélia tuvo una revelación, y camino de África, que no de Damasco, se cayó del caballo y decidió dedicarse a la fotografía para denunciar el mundo del hambre, de la miseria, de la explotación del hombre por el hombre. Un rojo muy peligroso al que los militares brasileños, entonces en el poder, mantenían exiliado en París para no corromper el feudalismo carioca de los terratenientes.

            Sebastião viajó por el mundo durante años, con el culo siempre inquieto y la cámara siempre presta. Retrató las miserias de Sudamérica, las hambrunas del Sahel, las matanzas de Ruanda, las barbaridades de la guerra de Yugoslavia. Vio morir a niños de hambre, a mujeres de cólera, a hombres de machetazos. A europeos hechos y derechos alcanzados por los disparos de un francotirador. Con su apariencia de Jesucristo moderno, con el cabello rubio y la barba neotestamentaria,  Sebastião tuvo que hacer milagros para esquivar la muerte varias veces. Después de dar tumbos durante treinta años terminó asqueado del género humano. 

            "Somos un animal muy feroz. Somos un animal terrible, nosotros, los humanos, sea aquí en Europa, en África, en Latinoamérica... Donde sea. Nuestra violencia es extrema. Nuestra historia es una historia de guerras. Es una historia sin fin, una historia de represión, una historia de locos."





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Borgen. Temporada 2

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Ahora que ha comenzado la primavera en el terruño donde escribo, la mayoría de mis conocidos dicen preferir el sol con corrupción al frío con transparencia. Puestos a elegir entre la España casposa que ven a diario en la televisión, o la Dinamarca modélica que se adivina en Borgen, ellos se quedan con la playita, con el chiringuito, con la cervecita en la terraza a cuarenta grados a la sombra, y que le den por el culo a los cielos grises y a las heladas del amanecer. Que España es el mejor país del mundo para vivir, te dicen sin rubor, y uno se queda mirándolos con cara de no entender nada, como recién aterrizado en una pesadilla de bobalicones. Y así nos va, claro, que cambiamos el bienestar social y la dignidad laboral por cuatro rayos de sol y una tapa de aceitunas.




            En el episodio número seis de Borgen, el presidente ficticio de Turgisia firma un contrato millonario con el gobierno danés para adquirir palas eólicas. La noticia es recibida con alborozo en la oficina de la Primera Ministra, porque eso supone miles de puestos de trabajo asegurados. Pero ay: el marido de la susodicha, que vive de sus propios recursos, tiene invertida una pasta en acciones de la compañía, y la opinión pública no vería con buenos ojos que él se lucrara gracias a un contrato firmado por su señora. Esa misma noche, en la intimidad de la alcoba, bastará una pequeña conversación para que él comprenda la gravedad del asunto, y decida vender unas acciones que iban a producirle unos réditos millonarios. 

    Uno se imagina esta escena en la intimidad ibérica de un dormitorio presidido por la gaviota, o por la rosa en el puño, y de la risa que te entra, y del cabreo que coges a continuación, te descubres en el aeropuerto más próximo comprando un billete para Copenhague. Sólo de ida.






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El sentido de la vida

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Qué mejor día que el cumpleaños de uno mismo para buscarle un sentido a la vida. Cuando no es 16 de marzo, uno se entretiene con las películas, con el fútbol, con las mujeres amadas en secreto, y esas tonterías metafísicas apenas son el chispazo neuronal que se produce justo antes de dormir, cuando los enchufes se desconectan. Pero llega este día maldito y uno, aunque no quiera, aunque trate de evadirse en las naderías de lo cotidiano, se ve asaltado por la inquietud del futuro, por la nostalgia del pasado. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? Gilipolleces de primero de filosofía que flotan por encima de la cabeza, y que yo trato de apartar a manotazos como si fueran moscas de la mierda, o angelitos con  del Señor.

            La película del día tenía que ser, obligatoriamente, El sentido de la vida, porque los Monty Python hablan en ella de cualquier cosa menos del sentido de la vida. Ellos sabían -porque habían leído mucho, y eran tipos muy inteligentes- que la vida no tiene sentido. Que sólo es un accidente biológico, un capricho de la química. Una espiral de ADN que para copiarse a sí misma ha construido nuestros cuerpos y nuestras mentes, meros vehículos de custodia y transmisión. Ya lo cantaba Javier Krahe en El cromosoma:

Lo más confío en que seré algo eterno
gracias al cromosoma.


            Los Monty Python sabían que nuestra única misión es transmitir los genes. O hacer que los transmitimos, en el gozo de los cuerpos. Lo demás es literatura, religión, perifollo... Ganas de no entender. Los Monty dedican noventa minutos de su película -o lo que sea- a reírse de lo humano y lo divino, con números antológicos que en otros blogs están descritos con más gracia. Búsquenlos... Yo sólo quería contar que hoy era muy cumpleaños, y que sigo sin verme el sentido. Ni el sinsentido. Nada.

            "Llegamos al final de la película. Ahora, el sentido de la vida. Nada del otro mundo: ser amable con la gente, no comer grasas, leer un buen libro de vez en cuando, pasear, intentar convivir en paz y armonía con gente de todos los credos y naciones. Para terminar, hemos incluido imágenes de penes para molestar a los censores. En fin, ya está. Pasemos a la música final."  





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Borgen. Temporada 1

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En la ficción de Borgen, la mujer del primer ministro danés es una compradora compulsiva que una mala tarde de invierno, en una boutique del centro de Copenhague, se queda sin dinero para agenciarse un bolso carísimo. Para evitar la vergüenza pública, decide llamar a su marido, que anda muy ocupado en sus asuntos de gobierno. La mujer le grita al teléfono y exige su presencia inmediata en la tienda. En caso contrario, porque va muy loca y muy empastillada, amenaza con montar un escándalo de padre y muy señor mío. Nuestro hombre, resignado, se planta allí con su comitiva de asesores y guardaespaldas. Sólo lleva encima una tarjeta de crédito, la que está reservada para los gastos de su cargo, pero decide hacer una pequeña trampa, una que cualquiera de nosotros hubiese improvisado allí mismo: pagar el bolso con el dinero que pertenece a los contribuyentes, y al día siguiente, cuando abran los bancos, restituir el gasto desde nuestra cuenta personal. Cualquier cosa antes de escuchar a su mujer pegando voces. Fin del problema.



Pero esto, ay, es Dinamarca, y el Primer Ministro, como la mujer del César, no sólo tiene que ser honesto, sino además parecerlo. Porque al día siguiente restituye el dinero, sí, 70.000 míseras coronas que al cambio son 9000 míseros euro. Más o menos lo que aquí gastaban los impresentables de las tarjetas black en un centollo y en una buena mamada. El caso del Primer Ministro es filtrado a la prensa danesa y el asunto explota justo antes de las elecciones generales. El partido liberal queda sentenciado en las urnas. Nadie ha robado nada, pero el votante se siente molesto. El dinero de la compra, al fin y al cabo, era suyo, y nadie le pidió permiso para tomarlo prestado. Los daneses, como se ve, hacen una lectura muy radical del concepto de lo público, una idea que aquí en España nos suena a chino mandarino, a cosa muy difusa y poco respetable. Allí, sin embargo, en la península de Jutlandia, la cosa pública vertebra el engranaje social, y por eso ellos están como están, y nosotros estamos como estamos. 

Una serie como Borgen sería imposible de rodar en España, porque nadie se creería los comportamientos honrados de nuestros políticos. Acostumbrados al latrocinio indisimulado de las comisiones, de los sobresueldos, de los pagos en B, que luego, un alto dignatario ibérico, con el dinero de todos, y sin afán de restituirlo, le pagara un bolso de Loewe a su señora, nos parecería poco más que una travesura, el desliz inocente de un hombre detallista y muy enamorado.
           

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Apocalypto

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Nos parece muy lejana, y muy salvaje, la locura de estos pueblos de Mesoamérica que practicaban sacrificios humanos para contentar a sus dioses. Y más todavía si es Mel Gibson quien mete la cámara en el altar del holocausto, allá en lo alto de la pirámide. Porque a Mel le va mucho la hemoglobina, el gorgoteo de la sangre que sale a chorros por la garganta. En Apocalypto no se ahorra ni un detalle de los corazones arrancados de cuajo, de las cabezas que caen rodando por las escalinatas. De los cuerpos decapitados que se acumulan en el basurero de moscas gordísimas y golosas. Es como volver a ver La Pasión de Cristo, pero esta vez con amerindios cazadores, y no con carpinteros de Judea, en el papel de corderos sacrificados.


Como ya somos occidentales y posmodernos, nos creemos libres de estas salvajadas antiguas, de estos rituales sangrientos que se ejecutaban al dictado del peyote y el tambor. Pero más allá de las truculencias, y de las máscaras horripilantes que llevaban los sacerdotes, las cosas no han cambiado tanto. Las sociedades siguen estratificadas del mismo modo, con un rey sentado en su trono y unos mercaderes que buscan el máximo beneficio; un cuerpo policial que reprime cualquier protesta y, por supuesto, porque estos son como garrapatas que jamás se van de los organismos, unos sacerdotes que hacen así con la mano, o con el cuchillo, o con el hisopo, y bendicen el orden divino de las cosas. 

Ahora ya no aplacamos la ira de aquellos dioses tan sádicos llamados Yahvé o Tonatiuhtéotl, pero sí la voracidad de otras deidades que ya no tienen rostro ni personalidad: el Dinero, los Mercados, la Libre Competencia. Y para tenerlos contentos, sacrificamos a los ciudadanos más pobres de nuestro tejido social. Los que mandan ya no los abren en canal sobre un altar de piedra, porque los necesitan para limpiar los retretes, y para tirar a la baja los salarios misérrimos que pagan. Ahora los van matando poco a poco, suavemente, killing me softly, como la canción. Un día les privatizan un hospital, otro les quitan un medicamento y al siguiente les aplazan una operación. Los sacrificios multitudinarios lo pondrían todo perdido para los turistas. Ahora, a los parias, se nos mata silenciosamente. A plazos. En diferido. 




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Triangle

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He tardado tres días en curar el dolor de cabeza que me provocó Coherence. Su enredo de universos alternativos me dejó las meninges turulatas, y las neuronas en grave cortocircuito. Para restaurar el sistema no he tomado analgésicos, ni he repasado las explicaciones del gato de Schrödinger. Simplemente he dejado que pase el tiempo: dormir mucho, pasear por el monte, renunciar a los acertijos. Empaparme de fútbol televisado, que es el bálsamo de los menguados, la escapatoria de los más cortos.     


        Pero hoy, tentado de nuevo por el demonio del intelecto, he tirado el tratamiento por la borda. Los designios de internet me han traído otra película de paradojas temporales, de personajes duplicados, y no he podido resistirme al desafío. Triangle es una película australiana de mucho intríngulis y mucho susto. Una mezcla extraña entre Atrapado en el tiempo y Los cronocrímenes. Me costará otros tres días de convalecencia mental. O quizá menos, porque Coherence tenía una explicación fundamentada en la física, y uno se quedó traumatizado por su falta de saberes. Triangle, por el contrario, es una película qure nadie ha entendido muy bien, y eso te quita mucha presión. 

    Los contrasentidos de Triangle tienen muchos agujeros, muchas trampas, y los guionistas recurren a hechos fantasmales para solucionar las incongruencias, como si usaran parches o tiras de típex. Pero no nos importa, el chapuceo. El objetivo de Triangle no es romperte la cabeza, ni humillarte en tu butaca. Aquí lo principal es entretenerse; aquí la chicha y la sustancia es contemplar, multiplicada por tres, o quizá por más, en las muchas líneas temporales, la belleza de esta actriz llamada Melissa George. Ya de dar la castaña con un personaje que reaparece y se reduplica, quién mejor que Melissa, con su camiseta mojada, con su boca perfecta de labios carnosos y entreabiertos. 




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Amador

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Amador, la última película de Fernando León de Aranoa, quiere ser el retrato tragicómico de una pareja de peruanos que viven al borde de la desesperación, en los arrabales de Madrid. Él, Nelson, lleva un negocio ilegal de reparto de flores, y ella, Marcela, cuida a un anciano cascarrabias llamado Amador que da nombre a la película.

El tal Amador, aunque su hija opine lo contrario, y jamás se pase por la casa a visitarlo, está en las últimas fechas. Ya no sale de la cama si no es para mear o para tomar un baño. Allí tumbado noche y día, sin afeitarse y sin quitarse el pijama, Amador escucha la radio, ve la televisión, recibe a las visitas, completa sus puzzles... Cuando Marcela le reconviene, el anciano le suelta un par de sabidurías aprendidas en los bares para salir del paso. Da un poco de vergüenza que el otrora genial guionista, don Fernando, caiga en estas simplicidades de colegial. "La vida es como un puzzle en el que hay que ir colocando las piezas", y cosas así, en las líneas de diálogo. De primero de filosofía para parvularios; de culebrón jamaicano para marujas. De película del Oeste de bajo presupuesto donde la vida siempre está en el fondo de un vaso de whisky. 



    Es ahí, en las parábolas de la I Carta de Amador a los Corintios, cuando la película, a pesar de sus buenas intenciones, se cae sin remedio. Luego suceden cosas que no se pueden desvelar aquí, muy gordas y muy traumáticas, y uno, sin saber muy bien cómo, se encuentra repasando los conocimientos que aprendió en la tele sobre la velocidad de descomposición de un cadáver. Y aquí, en Amador, las cuentas no salen. Y mucho menos en Madrid, en plena canícula, en el extrarradio polvoriento. De Amador hemos pasado a un CSI Fuenlabrada en el que Grissom y compañía se enfrentan al extraño caso del cadáver que aguantó semanas y semanas sin pudrirse, emitiendo todo lo más un tufillo que unos ramos de rosas se encargaron de disimular. El brazo incorrupto de Santa Teresa, de nuevo. Un  milagro de la España Católica que lucha contra el laicismo voraz de Podemos. Una chapuza de guión que te corta el rollo solidario con estos peruanos exiliados. Qué nos importa ya, el devenir socioeconómico de estas pobres gentes, si vivimos pendientes de este nuevo desafío para la ciencia, de esta nueva intromisión –quizá de lo divino- en nuestras vidas de pecadores. 


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The honourable woman

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The honourable woman cuenta la historia de Nessa Stein, una mujer millonaria, heredera del imperio de su padre, que trabaja sin descanso por la concordia entre israelíes y palestinos. Aunque ella es judía, y su padre participó activamente en las guerras de partición, Nessa sueña con la relación fraternal entre los dos pueblos. Para ello ha tendido una red de telecomunicaciones que une a todos los habitantes del secarral bíblico, para que se envíen whatsapps, y tweets, y mensajes de texto, en hebrero, o en árabe, o en arameo. Y así, tic a tic, y verso a verso, se vaya tejiendo la red que unirá las almas y los espíritus. "Por internet hacia la paz", viene a ser más o menos su lema.


     Nessa, obviamente, es una bobalicona sin remedio, un baronesa del Imperio Británico que se levanta por las mañanas y no tiene muchas cabras que ordeñar. Ela se ducha, desayuna, administra sus cuatro asuntos con los asesores y luego se pone a jugar con los mapas de Palestina, a ver si unimos Gaza con Hebrón, o Cisjordania con Tel-Aviv. Por encima de Nessa, sobrevolando como buitres sus valiosísimas redes de fibra, están el Mossad, Hezbolá, el MI6..., organizaciones que viven de la guerra y de la conspiración, y cuyos responsables no desean la paz que tanto sueña Nessa, porque se quedarían sin trabajo. 

    Y por encima de todos ellos, por supuesto, dirigiendo el cotarro desde las sombras, los americanos y sus agentes. En estas tierras ya no rascan mucho petróleo, pero siguen votando a congresistas y senadores muy temerosos de Yahvé, tipos muy religiosos que viven convencidos de que será allí, en la colina de Megido, donde tendrá lugar el Armagedón, la Lucha Final entre las huestes del Bien y del Mal. Ellos, por supuesto, piensan salir triunfantes a costa de los sarracenos, de los comunistas, de los chinos incluso, como sigan dando por el culo con sus estrategias comerciales.



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Coherence

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Si algún lector ha caído en este blog buscando explicaciones sobre el intríngulis de Coherence, tengo que sugerirle, amablemente, que busque en otros rincones donde se hable con más criterio de física cuántica. Donde se explique con pelos y señales la paradoja del gato de Schrödinger, que es la base científica de la trama, y que aquí no va a ser abordada ni desvelada.

           En este blog del cinéfilo solitario, el lector sólo va a encontrar divagaciones sobre la belleza de Emily Baldoni, que también es un misterio de la hostia, dicho sea de paso. La señorita Baldoni es una na conjunción mágica de millones de átomos que se ponen unos encima de otros y se entrecruzan y al final conforman una nórdica de ver y casi no creer, como le pasaba a Alfredo Landa en las playas españolas de los años 60, que también se quedaba mirando a las suecas sin comprenderlas del todo. Como visitado por alienígenas, o atrapado en otra dimensión, o soñando un erotismo del que alguna medusa iba a despertarle con su roce venenoso. Aquello sí que era ciencia-ficción de la buena, de la inexplicable, de la que animaba los debates y las tertulias en el bar de Manolo: las extranjeras tumbadas en bikini sobre la arena del Mediterráneo, que la pareja de la Guardia Civil que rondaba las cercanías no sabía si tomar cartas en el asunto o regresar al cuartel a hacerse unas pajillas.






            Y el caso es que uno, en su juventud dorada, cuando leía libros complejos y no se quedaba dormido a los diez minutos, llegó a entender de verdad este enredo de los universos alternativos, de las líneas temporales paralelas, que la física cuántica nos propone como factibles porque son resultados de las ecuaciones, pero que nuestra intuición, limitada y homínida, rechaza como imposibles. Uno, en sus años de inteligencia más afinada, de retentiva más entrenada, llegó a comprender la paradoja vital del gato encerrado en la caja con la cápsula de veneno. A comprender, digo, que no a asumir, porque el sentido común es muy cerril, que uno puede estar vivo y muerto a la vez. Que puede estar aquí mismo, en la habitación del escribano, añorando la hermosura de Emily Baldoni, y al mismo tiempo, en otra realidad paralela, gracias a la magia de las partículas subatómicas, estar yaciendo con ella en una cama de Estocolmo, desnuditos los dos, en una vida completamente distinta y gozosa. Una existencia en la que tal vez, orgulloso de mi rubiaza y de mis millones en el banco, yo me descojono por dentro de la vida miserable que llevan esos cinéfilos de la vista desgastada, todo el día encerrados en su habitación, viendo películas y escribiendo sobre ellas, soñando con mujeres suecas que las putas partículas cuánticas han decidido construir en otra dimensión, fuera del alcance de los sentidos, y casi de la literatura.


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The imitation game

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La realidad de mi vida y la ficción de mis películas han vuelto a cruzarse de un modo extraño. El mismo día en el que asisto a un curso sobre el síndrome de Asperger, me encuentro, por la noche, en el castillo inexpugnable de mi habitación, con otro hombre afectado por la misma discapacidad: uno muy famoso, y ya fallecido, Alan Turing, el matemático que rompió el código secreto de los alemanes en la II Guerra Mundial. El mismo tipo que desarrolló los primeros computadores en la prehistoria de la informática, allá por los años 50.


    Uno tenía muchas ganas de ver The imitation game, pues en la vida de Turing confluían la discapacidad social, la genialidad científica y la homosexualidad condenada por las leyes, todo un cóctel explosivo de trágicas consecuencias. Y el asunto del código Enigma, por supuesto, y el origen de los ordenadores, que ya te digo, y las reflexiones sobre la inteligencia artificial, que tienen su enjundia. Y el famoso Test de Turing, que inspiró la prueba que Rick Deckard pasaba a los replicantes en Blade Runner. Turing tocó todos los palos, y en todos fue pionero y visionario. Su vida fue un drama muy complejo, muy rico en matices y en circunstancias históricas, que bien encarrilado habría dado para una película memorable. Porque Cumberbatch, además, que ya interpretaba a otro Asperger de gran inteligencia en Sherlock, borda su papel a medio camino entre la lucidez y la inadaptación.  


Pero The imitation game, en incomprensible Oscar al guión adaptado, es un película rutinaria, plana, de emociones muy calculadas y previsibles. De momentazos dramáticos que hasta los más lerdos podemos anticipar y resolver, y que vienen subrayados por esa música infame que siempre ponen en estas películas, intrusiva, cursi, de ínfulas sinfónicas. Y mira que me sabe mal decir esto, por el bueno de Alexandre Desplat. The imitation game es una película prefabricada, una fórmula magistral, un campo trillado. Aún quedan treinta minutos de película cuando el código Enigma es descifrado –uy, que spoiler más tonto- y de ahí, hasta el final, sólo nos queda el marujeo de los sentimientos, la grandilocuencia de los discursos. La literatura puesta en boca de actores que declaman como si estuvieran sobre las tablas de un teatro, hablándole a la calavera de Yorick.




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Cypher

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Cypher es una película que llevaba más de diez años esperando una revisión. Más de una década acumulando polvo en mi estantería, desde los tiempos gloriosos del Canal +, de cuando la grabé entusiasmado por el intríngulis de sus juegos de identidades, de sus cachivaches de ciencia-ficción que parecían del siglo XXII.
         
En Cypher trabajaba Jeremy Northam, que era un actor británico que entonces lo petaba, y Lucy Liu, que era la china guapísima de Kill Bill. Y Vincenzo Natali, claro, que era un director criado en Canadá pero de nombre italiano que filmaba cosas muy arriesgadas y algo lunáticas, como aquella película, Cube, que fue un acontecimiento rarísimo y demencial, y sumamente entretenido.  

Cypher tenía todas las papeletas para ser una gratificante revisión, un feliz reencuentro con estos amigos que ahora andan un poco dispersos por el mundillo: Northam con sus series, y sus obras de teatro; Lucy Liu, la pobre, sin encarrillar su estrellato; y Vincenzo, el Arriesgado, perdido en sus propios mundos de pasotes postcientíficos... Pero el tiempo, ay, no pasa en balde. Trece años contemplan los argumentos y las estéticas de Cypher, que entonces eran rompedoras y ahora ya las hemos visto mil veces. Pero, sobre todo, trece años me contemplan a mí, que me he vuelto perezoso y mentecato, cuarentón y pre-senil. El personaje de Jeremy Northam, por ejemplo, es una especie de James Bond que se dedica al espionaje industrial, y maneja a lo largo del metraje tres identidades distintas, y trabaja de doble agente para tres empresas diferentes. Hace trece años no me extravié en el laberinto, porque yo entonces estaba treintañero de cuerpo, y fresco de mente, y estos desafíos eran pan comido para mi atención de cinéfilo. Pero ahora, ay de mí,  me cuesta un mundo seguir ciertos argumentos a según qué horas, sobre todo en las jornadas laborales, que uno finaliza con la lengua fuera, y con los ánimos por los suelos. Yo sí que necesitaría un implante neuronal de esos...




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Magical Girl

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Yo pensaba, por los avances, que la magical girl de la película Magical Girl era Bárbara Lennie, y que ella salía todo el rato, en presencia continua y perturbadora. Yo pensaba que su personaje era una iluminada religiosa, o una mujer con poderes paranormales, porque siempre la veía con esa cicatriz en la frente que parecía un estigma, y ese blanco mortuorio en la piel, y esos ropajes como de monja medieval, y todo me parecía como de cine onírico o espectral.
          
    Pero resulta que no, que mis imaginaciones eran infundadas, y que la magical girl de la película es una niña de doce años obsesionada con el mundo del anime, encaprichada con un disfraz ridículo que podría convertirla en hada madrina, en niña mágica de cuento.


            Bárbara Lennie, a la que no he dejado de amar desde que la conocí, tarda mucho tiempo en salir. Demasiado. Cuando por fin lo hace, su personaje te deja hipnotizado: no es sólo la belleza, sino la locura que ronda en sus miradas. El enigma interior de un personaje que presumimos retorcido y tortuoso. Uno queda prendado, absorto, colgado de sus movimientos y sus diálogos. Hay algo tremendamente morboso en su personaje, una sexualidad espiritual como de película de Dreyer y sus actrices danesas, aunque Bárbara sea morena, y de Madrid, y a mucha honra. 

    Magical girl, efectivamente, tiene mucho de película nórdica, con sus minimalismos y sus simbolismos. Y digo nórdica, esta vez, en el buen sentido, aunque Vermut, para mi gusto, se pase un poco de escandinavo, y en algunos momentos la frialdad casi nos deje congelados en el sofá. Son esas escenas, curiosamente, en las que Bárbara no está, porque Bárbara, ay, para desconsuelo de sus amantes, no sale todo el rato, y en sus ausencias uno se pasa los minutos echándola de menos, no indiferente a lo que nos cuentan, pero sí alejado, tristón, pesaroso, como si una bruma muy de Estocolmo, o de Helsinki, rodeara al resto de personajes. Pero esto no es culpa de Vermut, que se lo curra, sino de nosotros, que vivimos colgados de Bárbara, de tal modo que hasta sus falsas y horrendas cicatrices nos acrecientan el deseo, que fíjate tú como estaremos...



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La señal

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A las películas de ciencia-ficción les perdono cosas que en otros géneros no paso por alto, y que luego denuncio aquí, en las prosas sarcásticas del blog, para que los afines se descojonen, y los acérrimos se sulfuren. Yo me crié con ET, con La Guerra de las Galaxias, ¡con Galáctica: Estrella de combate!, que era una serie cutrísima de televisión que nos volvía turulatos a los niños, todos con el dedito así, en el patio del colegio, en el parque del barrio, disparando rayos láser contra los malvados Cylones, muere maldito...  Quedé marcado por estas experiencias, por estos gustos indelebles, y cada vez que veo a un alienígena, o sospecho que alguno anda por las cercanías, la película ya me tiene ganado, y muy atento a sus aconteceres, aunque los críticos me juren que tal vez sea un truño de campeonato. Galáctico. 

            Embelesado con esta actriz desconocida llamada Olivia Cooke, que en algunos planos parece muy poquita cosa y en otros resplandece con una belleza luminosa, tardo media hora en darme cuenta de que en La señal me han engañado como a un chino. Un chino de los de antes, claro. Pero ya es demasiado tarde para cambiar de opinión, a las once de la noche, con todo el pescado vendido. Esto no va a ser una joya del género, ni una renovación de los argumentos seculares. La señal es otra película de adolescentes fisgones que se topan con el misterio, con la física imposible. Pero hay sorpresa final, eso sí, y como la película es corta, y Olivia reaparece de vez en cuando para sustentar nuestro deseo, resulta que uno se entretiene, y llega a la medianoche sin haber pensado en los propios asuntos, que nada tienen de ciencia-ficción y sí mucho de realidad pedestre e insoslayable.



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