American Graffiti


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Ahora que el niño duerme, voy a confesar que la mejor película de George Lucas no es La guerra de las galaxias, sino American Graffiti. Porque los cineastas, al igual que los escritores, suelen pergeñar sus mejores obras cuando escriben sobre lo que vivieron, en primera persona, aunque luego lo deformen en aras del drama, y le cambien el nombre a las personas reales. Uno no vivió los años sesenta en California, pero entiende que George Lucas está contando algo muy verdadero, muy personal, en estas aventuras nocturnas de los rapaciños al volante. American Graffiti es el retrato agridulce de su adolescencia, de cuando George rulaba por el villorrio buscando chicas para el magreo, y amigos para la cuchipanda, y hamburguesas para el body. De cuando dejaba atrás la felicidad despreocupada y encaraba la universidad, el futuro, el abismo. 

    Uno no tiene nada en común con estos americanos del rockabilly y los coches de James Dean. Nada salvo el gusto desmedido e insano por las hamburguesas bien grandes y grasientas. Uno creció en otro país, en otra época, casi en otro planeta, con los curas de León, sin coches que conducir, sin chicas que seducir, sin coleguis con los que emborracharse a los diecisiete años. Uno era más parecido a esos panolis que salen en El club de los poetas muertos, tan pulcros, tan estudiosos, tan presionados. Tan inmaduros. Pero uno, con esas salvedades, se reconoce en los personajes de George Lucas: el batiburrillo de hormonas, el miedo a crecer, la conciencia dolorosa del tiempo que se va. Hay temas universales que se comprenden en cualquier tiempo y en cualquier cultura. En esta galaxia y en otras muy lejanas, que luego imaginó George Lucas para convertirnos en frikis de por vida. 




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