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En 1945, al
terminar la II Guerra Mundial, los británicos le perdieron el miedo a la
muerte. Los que se quedaron en casa habían sufrido cinco años de bombardeos, y
los que pelearon en el frente habían visto pasar las balas muy cerca del
corazón. Unos y otros quedaron curados de espanto. Una vez recobrada la paz,
decidieron que ya nada ni nadie les iba a privar de vivir una buena vida. Entre
las ruinas de las ciudades derruidas, votaron al Partido Laborista y se
olvidaron durante unos cuantos años del gran héroe de la guerra, Winston
Churchill, que con sus méritos y con sus grandes frases seguía siendo un
burgués muy proclive a los ricos y los poderosos. Las clases medias y
trabajadoras decidieron montar una sociedad nueva, igualitaria, de riquezas repartidas
y derechos sociales garantizados. Un socialismo estatal que regulaba los
excesos de la economía capitalista. Ningún lord se atrevió a sacar al ejército
a la calle, ni a manipular las urnas electorales. El populacho venía de pelear
en una guerra y caminaba soliviantado y enardecido. Los mineros, los obreros,
los ferroviarios, los estibadores, todos habían aprendido a combatir y a organizarse.
Tampoco eran, además, unos rojos que pretendiesen expropiar sus mansiones y
sodomizar a los sacerdotes anglicanos. Sólo pedían una vivienda digna, una
sanidad universal, una escolaridad decente para sus hijos.
En
el plazo de muy pocos años, para construir este Estado del Bienestar,
los británicos nacionalizaron los recursos energéticos, las redes de
transporte, los servicios postales. Crearon un Ministerio de la Vivienda y un Sistema
Nacional de Salud. De la noche a la mañana dejaron de ser Oliver Twist y se
volvieron ciudadanos dignos. Con las necesidades más elementales cubiertas por
el Estado, le dedicaron más tiempo al ocio, al amor, al mero placer de vivir.
El sueño duró treinta años. Las generaciones que no vivieron la guerra ni conocieron
el hambre no supieron valorar el esfuerzo de sus padres, y llegaron a pensar
que el bienestar era una cosa que se daba por supuesta, que venía de serie en
las disposiciones de la vida. Que los ricos ya se habían rendido a la evidencia
irrebatible de una sociedad más justa. Se equivocaron de half a half, claro.
Engañados por los fantasmas del comunismo y del despilfarro, muchos incautos y
muchos mamones votaron a Margaret Thatcher en el año 79, y firmaron el acta de
defunción de aquellos buenos tiempos.
Maggie era el bulldog de las clases
pudientes, la espada flamígera de su venganza contra los pobres. Los plebeyos
llevaban treinta años jugando en el jardín y ya era hora de que alguien les
pateara el culo y les dijera cuatro cosas bien dichas: que eran unos vagos,
unos alcohólicos, unos piojosos, unos delincuentes. Nada más llegar al poder,
Maggie sacó las tijeras del costurero y se puso a recortar como una loca. Invitó
a varios neoliberales a jugar una gran partida de Monopoly y en un par de
tardes se repartieron todos los servicios que prestaba el Estado. Para
enriquecerse a costa de la chusma, todo lo volvieron más caro y de peor
calidad. Maggie, designada por las urnas, se partía el culo de risa en el
número 10 de Downing Street. Las carcajadas podían escucharse desde el otro
lado del río Támesis.
Esto
es, más o menos, lo que viene a contar Ken Loach en su documental "El
espíritu del 45". Imprescindible. Impagable. Dan ganas de llorar, y de
liarse a hostias -dialécticas, por supuesto- con unos cuantos que yo me sé.