Los duelistas

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Para un hombre del siglo XXI, esa manía que tenían los antepasados de batirse en duelo a muerte por cualquier nadería, por cualquier migaja caída sobre el honor, es un misterio antropológico que requeriría de una buena explicación académica. En Los Duelistas, que fue la primera película como director de Ridley Scott, nadie revela la sinrazón de estos encontronazos que tenían lugar con la primera luz del amanecer. Desde casi la primera escena, por un quítame allá esas pajas, dos soldados del ejército de Napoleón se van retando durante años siempre que sus compañías coinciden en campaña. Como los duelos nunca tienen un final definitivo –léase mortal-, siempre quedan para una próxima ocasión, variando de armas en cada lance. Con el tiempo y las batallas, los duelistas se irán convirtiendo en capitanes, en generales, en hombres abrumados por la responsabilidad de sus cargos, pero cada vez que se ven resurgirá, intacto y agresivo, el mismo odio del primer día. 

Supongo que hace dos siglos, cuando uno se moría joven y casi de cualquier cosa, sin penicilinas, sin medicamentos, expuesto a cualquier patógeno o a cualquier locura de los emperadores, la vida era un bien menos valioso que ahora. Que casi daba lo mismo morir en un duelo que en un combate. O que postrado en una cama por el virus de la viruela, o de la gripe, o del sarampión, que formaban el más poderoso y sanguinario ejército de la época. De cualquier época, hasta el bendito nacimiento de Louis Pasteur. Será esto, digo yo, o que comían algo intoxicado de plomo, como los antiguos romanos de la decadencia, que fueron perdiendo la razón poco a poco.

       Preciosa película, de todos modos, aunque los personajes vaguen perdidos por la sinrazón. O por su razón tan particular.






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Red de mentiras

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Hoy, en este ciclo estival dedicado a Ridley Scott, creía estar viendo por segunda vez Red de mentiras, pero nada de lo que salía en pantalla se correspondía con algún recuerdo dejado por la primera visión. Todo me sonaba a chino -a árabe más bien-, como si las desventuras jordanas de Leonardo DiCaprio estuvieran de estreno en mi cinefilia. Y sin embargo, yo, en mis adentros, juraría haber visto la película hace cinco o seis años, en una pantalla grande, de cuando iba al cine a escuchar cómo los otros se reían a destiempo o masticaban las palomitas. Juraría haber visto a Russell Crowe haciendo de jefe torpón, al camaleónico Mark Strong interpretando al responsable supremo de la inteligencia jordana. A una actriz de nombre desconocido interpretando a la más bella enfermera de los hospitales de Amán… Hasta recordaba ese final algo chusco y decepcionante que por supuesto aquí no voy a desvelar.




Terminada la película, acudo al ordenador para buscar mis comentarios de entonces, mis calificaciones de antaño, pero descubro, sorprendido y confuso, que Red de mentiras es una película virgen de mi huella digital. Como si nunca la hubiera visto hasta hoy. De haberme ocurrido esto en un día de invierno, juraría que me había vuelto loco, que sufría déjà vus que no duran escasos segundos como los habituales, como los que vienen recogidos en los manuales de psiquiatría, sino otros de dos horas de duración en los que caben películas enteras y guiones gordísimos. Un déjà vu que por su excesivo metraje ya no es tal, sino alucinación, demencia, carne de manicomio. Pensaría, de estar hoy en el sofá con la manta doble y la sopa caliente para cenar, que la cinefilia ha conseguido chalarme por fin, evadirme tantas veces del mundo que ya no sé lo que es realidad y lo que es fantasía. Tan pirado del culo que ya no sé distinguir lo que he visto de lo que veré. Un loco dentro de la propia locura, pues incluso dentro de ella me pierdo y me voy por los cerros en búsquedas extrañas. Pero hoy estamos en julio, en el puto veintitantos de julio, y el calor cae sobre esta casa como si los dragones de Daenerys hubiesen anidado sobre mi tejado. Y uno, que nació para vivir en las tierras frías como los Neandertales, es capaz, en el calor pringoso que aplauden los telediarios y los hosteleros de la costa, de alucinar películas enteras, de preverlas incluso, con todo lujo de detalles. Lo mío no era locura finalmente, sino vahído estival, recalentamiento de las meninges. Neuronas electrocutadas por el sudor que se infiltra en el cráneo calizo. Red de mentiras era una puta insolación, un puto espejismo, antes de que hoy se hiciera pixel tangible ante mis ojos.



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María Antonieta

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La primera vez que vi María Antonieta, la película de Sofía Coppola, me llevé un cabreo monumental porque a los espectadores se nos hurtaba el final de esta gran pija que fue reina de Francia, o de esta gran reina que fue pija de Francia, lo mismo da. ¿Para qué hacer una película sobre María Antonieta si al final no se hace pedagogía de su vida? ¿Para qué meterse en estos perifollos de los cortesanos si no es con la intención de ridiculizarlos, de ponerlos a parir, de sentir la conciencia de clase bullendo en nuestra sangre?  

Diez años antes, en esa película olvidada que es Ridicule, Patrice Leconte nos había mostrado la maldad, el egoísmo, la estrechez de miras de estos personajes y personajas que sostenían el entramado del Antiguo Régimen. Frívolos, malévolos, supersticiosos, dañinos, indiferentes al sufrimiento de todo aquél que no perteneciera a su estirpe. Así era la nobleza –no muy diferente de la de ahora- que Leconte retrataba sin piedad, con estilo refinado y puñetero. Sofía Coppola, en cambio, en su película de vívidos colores y músicas del pop, se limitaba a filmar el dispendio, el privilegio, la vida disipada. Un videoclip sobre los borbones en el palacio de Versalles. No había intención crítica, ni propósito aleccionador, ni rastro de moraleja.



         Hoy que la he vuelto a ver, quizá porque me pilla de otro humor, quizá porque mis razonamientos han salido por otro lado, veleidosos y nunca congruentes, he comprendido el punto de vista de la hijísima de don Francis. ¿Quién era, después de todo, María Antonieta? Una niña alejada de la realidad que se crio en un palacio de Viena y a la que, con catorce años, envían a Francia para desposarse con el Delfín, tomando habitaciones en un palacio todavía más grande y luminoso. Una frívola educada en la frivolidad. Una manirrota enseñada en el dispendio. Una caprichosa consentida en todos sus deseos. Una reina de su tiempo que saltando de jardín en jardín jamás coincidió con un vasallo muerto de hambre, con una madre ajada de niño desnutrido. María Antonieta era una muñeca de carne y hueso preservada en sus castillos de jugar y reírse. Una pobre imbécil, o una pobre desinformada, según se mire. El primer hombre desdentado y sucio que vio en su vida lo conoció camino del cadalso, cuando ya era demasiado tarde para comprender, o para apiadarse de los menos afortunados. 



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Descubriendo a Bergman

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En el documental sueco Descubriendo a Bergman, la cámara inquisitiva nos enseña la filmoteca privada de don Ingmar, allá en su mansión de la isla de Farö, ahora que él ha muerto y que sus albaceas han roto el misterio que rodeaba el santuario. Varios cineastas del ancho mundo, que son invitados a curiosear entre sus pertenencias, se pasean por allí como si hollaran suelo sagrado. Como si las habitaciones fueran altares, y los libros y las películas, vestiduras de santos, o reliquias de Jerusalén. Inárritu, Haneke o John Landis se comportan como peregrinos en busca de las fuentes primordiales, del evangelio escrito en sueco que predicó la religión verdadera. Se muestran humildes y respetuosos, pecadores arrepentidos de hacer -según ellos, no yo- un cine de peor calidad. Landis es el primero que se aventura a pasar su dedo por el lomo de los VHS de la biblioteca, y queda sorprendido -y los espectadores con él- de las películas bizarras que el maestro guardaba en las estanterías junto a las obras maestras de rigor. Bien legibles, sin esconderse detrás de los trofeos o de las fotografías, se vislumbran engendros de terror de la Hammer, Los Cazafantasmas, películas inimaginables en la isla de Farö como Jungla de Cristal o Emmanuelle

Landis -y nosotros con él- sonríe como diciendo: “el que esté libre de pecado, que tire la primera carátula”.





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Vivir es fácil con los ojos cerrados.

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Vivir es fácil con los ojos cerrados es el homenaje de David Trueba a los españoles anónimos que resistieron los años del franquismo. A los que se iban cagando en todo entre dientes. A los que obedecían a la Guardia Civil mientras hacían una peineta dentro del bolsillo. A los que veían en la tele al Generalísimo y soltaban un improperio mjy bajito que no se oyera al otro lado del tabique.


  Vivir es fácil con los ojos cerrados cuenta la de uno de estos antihéroes, de uno de estos silentes cabreados, que ve en la rebeldía juvenil de Los Beatles una oportunidad para el desahogo, para la apertura de conciencias. Para la exaltación del inglés como lengua universal y propicia para ligar. Seguramente no es la intención de David Trueba, pero uno ve un paralelismo entre aquellos resistentes al nacional-catolicismo y los que ahora resistimos los embates antisociales de nuestro gobierno, conformado, no lo olvidemos, por los hijos y nietos de aquellos mismos tipejos, carne de la misma carne insolidaria, sangre de la misma sangre sociopática. Hueso del mismo hueso terrateniente y sacramental. 


El mito de la Transición nos ha contado que a la muerte de Franco España bullía de gentes díscolas y disconformes, odiantes anónimos del régimen. Pero es mentira. A la mayoría se la traía al pairo que gobernara Franco o cualquier otro, mientras hubiera orden y limpieza, religión de domingo y polvo de sabadete. Lo que pasa es que los ancianos de ahora se ven obligados a decir que ellos, por supuesto, también fueron antifranquistas en la juventud, para quedar bien en las entrevistas y que nadie les mire mal en la familia. Todos cuentan las mismas trolas de que corrieron delante de los grises, de que acudieron a manifestaciones no permitidas, de que corearon himnos prohibidos en los campos de fútbol o en los círculo de la Uni. Mienten, pero es comprensible que mientan. La verdad pura y dura -que en el fondo la dictadura les daba lo mismo- sería ultrajante para ellos mismos.

 Tipos como el personaje de Javier Cámara eran héroes aislados, islas de rebeldía, ilustrados de verdad. Buenos ciudadanos que no querían llevarse una hostia de la Benemérita, ni pasar una temporada en la cárcel, ni perder su puesto de trabajo en la España árida y pobre. Pero por dentro maldecían y lloraban. No querían ser héroes, pero tampoco eran tontos. Olían la hediondez y caminaban por la calle con cara de asco, y con sueños de cambio. Mientras los demás se dejaban llevar por la corriente, ellos chapoteaban a escondidas en sentido contrario, para luchar, aunque fuera en silencio, contra el curso de la historia.




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Abril

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Abril es una película maravillosa de Nanni Moretti. La veo con mucha frecuencia, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad... Quizá porque es corta -apenas hora y cuarto- y casi me cabe en cualquier agujero de la agenda, cuando ya es muy tarde para ver los grandes largometrajes.

     Abril me pone contento, me levanta el ánimo. De algún modo que no acierto a adivinar -porque los autorretratos de Moretti y lo autorretratos de mi vida no se parecen en nada- Abril me pinta una sonrisa en la cara y me reconcilia con la vida. Es una película irregular, dubitativa, a veces tontorrona. Moretti lo mismo se pone a filosofar con enjundia que a hacer el ganso con la gracia de un mal payaso. Es un tipo peculiar cuyo alter ego  vive a medio camino entre la sabiduría y la bufonada. Pero yo entiendo a Moretti, o creo entenderlo. De algún modo misterioso me reconozco en sus neuras, en sus dudas, en sus exclamaciones sobre la vida. Le veo en pantalla y entro en sintonía con él. Me río cuando él se ríe, me emociono cuando él se emociona. Me sale la misma vena corrosiva que a él se le enciende en el entrecejo cuando dispara contra la derecha política, contra la vacuidad de la izquierda, contra la estupidez imperante. Moretti es como un amigo lejano que tengo en Italia, al que de vez en cuando visito en las películas para repasar los viejos temas, y darnos un paseo en su moto por las calles de Roma.




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Frances Ha

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Frances Ha es la historia de Frances, chica no demasiado mona y no demasiado avispada que trata de abrirse paso en el mundillo artístico de Nueva York. Aunque baila como los patos y carece de la grácil figura, ella persevera en sus intentos sin temor a caer en el ridículo. Frances es una echada p’alante que no se arruga ante las contrariedades, aunque no queda claro si su mérito es ser demasiado lista o demasiado boba. A veces le llueven chispazos de genio, y a veces mete la pata como una burra. Es un personaje intrigante, ambiguo, al que no sabes si odiar por su estupidez o querer por su inocencia. 




            Frances Ha es el reverso amable y simpático de A propósito de Llewyn Davis, que también iba de un artista fracasado buscando su sitio en Nueva York. Llewyn es un tipo hosco, orgulloso, que se presta a muy pocos arreglos con los que mandan en el negocio. Las pequeñas desgracias le minan la moral hasta sumirlo en un destino negro que la película prefiere no enseñarnos. Frances, en cambio, es una chica risueña, sencilla, que se toma los reveses como simples contratiempos en su carrera. Ella está predestinada a una felicidad que tampoco se nos muestra al final, quizá por inverosímil o empalagosa. 

    El caso es que uno, mientras seguía a la risueña Frances, fantaseaba con llevar una vida parecida, en la gran ciudad. Viajar en la máquina del tiempo y apearse en Madrid, en los años ochenta, para instalarse en la Movida y buscar un reconocimiento como escritor, como crítico cinematográfico, como reportero tribulete de lo que fuera, invitado de provincias a las fiestas del gran folleteo y del gran desparrame. Pero uno sabe, en su fuero interno, que una vez allí, en el bullicio de la gran ciudad, el destino de Llewyn Davis le caería a uno como una maceta a la vuelta de la esquina. Porque uno, como él, también es tremendista, pesimista, demasiado consciente del entorno. Para salir indemne de una aventura hay que ser como Frances, mitad loca y mitad sensata, mitad amapola y mitad roble. Una suerte de la genética, o un trastorno maravilloso de la juventud.


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Nymphomaniac II

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Descubro, horrorizado, antes de ver Nymphomaniac II, que la señora H., personaje inolvidable de la primera parte, era Uma Thurman. La mismísima Uma Karuna. Y digo horrorizado no porque ella se haya vuelto fea, o tristemente vieja, que de momento los dioses la conservan hermosa, sino porque yo, en mi ceguera, en mi sordera, en mi temprana senectud, no fui capaz de reconocerla. Diez minutos de pantalla para ella sola, gritando, llorando, gritándole de todo al adúltero marido, y yo, en mi sofá, pensando para mí: “Este tipo es un imbécil. Con una mujer como ésta, ¿por qué se va con la ninfómana sin alma ni conciencia”? Quizá mi demencia, mi vejez, mi ocaso definitivo, empiece así, con un rostro amado que no reconozco, con un viejo amor al que no saludo.





Nymphomaniac II es un despropósito aún más delirante que la primera entrega. Al menos en Nymphomaniac I había escenas de sexo, y una chica muy guapa que las practicaba, y eso iba salpicando la trama de pequeñas alegrías que te empujaban a perseverar. Uno, además, que también tiene su puntito de humanidad, guardaba cierto interés en descubrir el destino final de Joe, la pelandusca del pecho plano y el espíritu torturado. Pero ahora, en Nymphomaniac II, por un azar femenino de la biología, su clítoris ya no responde a los estímulos, y Joe (que ya no es la actriz anterior, sino la macilenta y demacrada Charlotte Gainsbourg ), ahora camina vagabunda por la ciudad, desconsolada y perdida. 

    Para nuestro desconsuelo de espectadores pervertidos, Joe abandonará las camas y se lanzará a los caminos del masoquismo, del matonismo, del parlamentarismo incluso, pues no va a dejar de hablar en toda la película, contándole a un anciano anacoreta su triste pasado de tragasables. Del sexo oral hemos pasado, en profunda decepción, al sexo oralizado. Nymphomaniac II es un coñazo (valga la expresión). Una película prescindible que voy pasando primero a saltos de un minuto, luego de dos, y ya finalmente de tres, como las uvas que se comían el ciego y el muchacho en  "El lazarillo de Tormes". Tendría que habérmelo imaginado desde el principio: ¿Lars von Trier desnudando por fuera y por dentro a las mujeres? Vamos, hombre. Una excusa barata para rodar pornografía (que se agradece), para dar clases de filosofía (que ya sabíamos), y para hacer un análisis profundo del alma femenina (que es un asunto incognoscible).


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Nymphomaniac I

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Los habitantes de la casa me interrumpen dos veces mientras veo, en la primera sobremesa de las vacaciones, Nymphomaniac I, que no es la película porno que un amigo me dejó, o que quedó grabada en el vídeo del Canal +, si no la última película de Lars von Trier, un danés extraño que lo mismo te deja fascinado en Melancholia que te proporciona argumentos para asesinarlo en Anticristo.

    Nymphomaniac I cuenta exactamente lo que promete en el título: las fogosas aventuras sexuales, ninfomaníacas, de una mujer carente de límites llamada Joe. Desde que una amiga del insti le mostró los misterios de lo genital jugando a las “ranas frotadoras”, Joe se lanza a una vida de lujuria en la que experimenta con cualquier hombre o con cualquier mujer que se le ponga a tiro. Ella no hace distingos entre guapos y feos, entre ricos y pobres, entre delgados y gordos. Joe es una mujer pansexual, ecuménica, que se ofrece al primero que pasa para hacerle feliz, sin cobrarle nada a cambio. En la película no lo cuentan, pero dicen las crónicas que las putas de la ciudad quisieron pegarle una vez, y poner una denuncia en comisaría por competencia desleal. Esa sí que hubiese sido una gran película, Putas contra Ninfómanas, con un remate final de peleas sobre el barro y reconciliaciones femeninas sobre la cama. Mientras tanto, los hombres del barrio agradecen a los dioses que Joe se haya criado allí, y no diez manzanas más arriba, y llenan las iglesias los domingos por la mañana para dar gracias a los dioses.




Decía, al principio, que me han interrumpido dos veces mientras veía Nymphomaniac I. En dos horas que dura la película -aunque la hayan publicitado con mucho escándalo y mucho jadeo- no son más de tres minutos los que podríamos considerar pornográficos, con algún lameteo de pezón y algún pene que nada más ser descubierto por el espectador se introduce ágilmente en la vagina, como un conejo en su madriguera. Los 117 minutos restantes son cháchara, preparación y consecuencias. También hay amor verdadero, esposas que lloran, y un padre querido que se muere en el hospital. Hay mucha gente vestida en Nymphomaniac I. Pero ya he contado alguna vez que en mi casa, tal vez porque tengo los auriculares demasiado altos, o porque hago ruiditos inconscientes sobre los muelles desgastados del sofá, siempre me interrumpen en lo más sagrado del asunto para preguntar una tontería, o para decirme que se van a la calle. Pero no se van, claro, no al instante, porque se quedan allí de pie, mirando alternativamente  la película y el espectador, pensando si me he vuelto loco de verdad y ya no me importa ver una película porno en plena sobremesa. Mientras Joe cabalga alegremente sobre la base de un pene anónimo, yo me abstengo de dar cualquier explicación. Porque me quedo mudo del embarazo, y porque además no me iban a creer. Al final se van, tartamudeando una disculpa, sin que el mondongo de la pantalla haya terminado. Luego, por la noche, cuando nos juntamos para cenar, todo el mundo se hace el sueco con el asunto; ni yo he visto, ni ellos me han visto.



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