Los climas

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Es una película extraña y bellísima, Los climas. Una historia de amor y desamor que empieza en el tórrido verano de la playa y acaba en el crudo invierno de las montañas. A la sombra de las sombrillas, los amantes filosofan sobre su amor con las palabras justas, y los gestos comedidos, como si temieran que un esfuerzo superfluo desatara los suodres. No hay margaritas, en las playas de Turquía, pero ellos deshojan los pétalos con una molicie que en otras películas sería un coñazo insufrible, pero que aquí, gracias a la pericia de Nuri Bilge, exhala un vaho hipnótico, sedante, como de opio o de arrullo.  

Meses después, en el invierno, en el quinto pino de la península de Anatolia, los amantes resolverán su aventura con los labios paralizados por el frío, porque cae la nieve sobre los turcos, y sobre las vidas, y es como un manto espeso que congela los sentimientos para consumirlos en mejor ocasión, cuando llegue el nuevo verano, y el erotismo de los cuerpos se mezcle con la trascendencia del amor.


         En Los climas, Turquía parece un país de ensueño, misterioso y variado, con paisajes que van de lo verde a lo desértico, de lo alpino a lo estepario. Cada plano es una fotografía, una estampa, como si Nuri Bilge, imitando al Peter Jackson de Nueva Zelanda, nos fuera contando una historia y al mismo tiempo nos invitara a coger un avión de Turkish Airlines para plantarnos en Estambul, a tiempo de cenar. Cuando los amantes no hablan, uno solaza la mirada en las tierras milenarias donde Paris buscó el amor de Helena. He de reconocer, no obstante, que a mitad de película casi me duermo, pues llegado el otoño intermedio de los climas,  los amantes se dan un respiro para beber de otras fuentes, y desaparece de la pantalla esta mujer hermosa que se llama Ebru Ceylan, de la cual yo había caído enamorado en el primer fotograma. Más tarde, en internet, descubriré que ella es la mismísima mujer del director, guionista de sus películas, directora ocasional de las suyas propias. Una belleza extraña y exótica, también la suya, como la propia Turquía que la vio nacer y desarrollarse. La hermosura de Ebru Ceylan vive a medio camino de lo asiático y lo occidental, de lo sensual y lo sexual, del cerebro y de la gónada. Ella ha sido la pasión turca de mi invierno castellano, olvidados ya los viejos recelos del moro en la costa, y de las galeras heroicas hundidas en Lepanto.



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