Frenesí

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Hace unas semanas, después de conocer al Hitchcock más lúbrico e iracundo -y más destestable- en la película The Girl, releí en el libro de Donald Spoto sus últimas peripecias antes de abandonar este mundo. Allí se habla de un Hitchcock cada vez más gordo, más alcohólico, más alejado del planeta de sus semejantes, que siempre tuvo por un lugar aterrador o poco edificante. No salgas a la calle cuando hay gente, cantaron años después los Golpes Bajos... El biógrafo pasa de puntillas por las últimas películas del maestro, que considera decadentes y poco inspiradas. Todas excepto una: Frenesí. De ella escribe el señor Spoto adjetivos tan tentadores que uno, por curiosidad, por devoción cinéfila, se ha visto obligado a reservarle un hueco en la programación.

Y he decir que no era para tanto, el alborozo del señor Spoto. Una vez más he sido engañado por el pope de turno, que se llena la boca de clasicismos como un niño gordo con pastelillos de chocolate. Se pongan como se pongan los líderes de opinión, muchas películas de Alfred Hitchcock se han quedado viejas o revenidas. No les niego la pericia, la artesanía, la huella indeleble que en su tiempo dejaron entre los espectadores. No les niego el título honorífico de pioneras en estos enredos de los crímenes escabrosos y los perturbados emocionales. Pero sólo un puñado de ellas permanecen tan frescas como el primer día. La ventana indiscreta, y Vértigo, que no hablan realmente de un crimen, sino de la obsesión eterna de los hombres por las mujeres rubias. Y Psicosis, que posee algo enfermizo y viscoso que trasciende las décadas y las modas. Y Encadenados, en mi corazón, que guarda ese aura de los años 40 con actores de tronío y guiones milimetrados. Lo demás ha sucumbido a los años, a los plagios, a la melancolía de Ozymandias.

Los trucos narrativos de Frenesí ya no sorprenden a nadie. Cualquier espectador del siglo XXI está capacitado para adivinar la resolución de todas sus escenas. Sin emoción ni sorpresa, uno persevera en la película por el valor histórico, por el respeto debido, por la inercia cinéfaga de estas noches laborales y bostezantes. Ni siquiera las tetas y los culos -que en Frenesí asoman de vez en cuando, y que en 1972 debieron suponer un escándalo mayúsculo- le sacan a uno de su actitud interesada pero distante. Estas carnes no eran estrictamente necesarias para el desarrollo de la historia, pero se ve que el viejo Hitch ya tenía ganas de desnudar a un par de rubias en la pantalla. Quizá por eso se vino a Inglaterra a rodar Frenesí, aprovechando que sus compatriotas son más tolerantes que  los yanquis, y que el Támesis, como el Pisuerga, ya no pasaba por Nueva York. 




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