Oblivion

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En Oblivion, como no podía ser de otro modo, Tom Cruise salva el planeta y se queda con la chica más guapa del lugar, esta Olga Kurylenko que cada vez que sale en pantalla le obliga a uno a reprimir los golpes en el pecho, y los chillidos guturales del antropoide.

Alguno dirá: vaya, este imbécil deslenguado me ha jodido el final de la película Pero es que este blog -chaval, o chavala-  no es el sitio adecuado para los cinéfilos principiantes, ni para los incautos pardillos que todavía no saben quién es, y qué producto vende, Tom Cruise. Un tipejo de metro y medio con una egolatría que no cabría ni en cien clones que le fabricaran los extraterrestres de Oblivion. Un fulano que vende la retórica ya cansina del héroe que se enfrenta a las grandes enemigos de América, lo mismo islamistas que franceses, comunistas que alienígenas. Este blog es un lugar donde se reúnen los cuatro gatos para reírse de lo obvio, de lo simplón, de lo que hemos visto mil veces y ya nos da un poco la risa, y un mucho el fastidio. Y Oblivion, queridos míos, tiene mucho de tópico, y de tóntico, aunque salga muy entretenida con sus naves espaciales, su futuro apocalíptico, su lío de drones y clones, de morenas y pelirrojas. Oblivion es la misma hamburguesa de siempre, hipercalórica y basuril, que sólo te zampas un viernes por la noche porque estás de fiesta, y porque mi hijo -oh, sí-  ha hecho una excepción en su retiro monacal en su habitación, y se ha acercado, como antaño, al calorcillo estrecho de este sofá, perdido ya para la causa de la cinefilia habitual. Hasta que escampen las hormonas, o se le joda la PlayStation...



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Happy, un cuento sobre la felicidad

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Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana llamada juventud, conocí a mujeres que se parecían mucho a esta Sally Hawkins de Happy-Go-Lucky, la película de Mike Leigh que aquí, en nuestra patria de los traductores libertarios, se tituló Happy: un cuento sobre la felicidad

En aquellos tiempos conocí a mujeres risueñas, extrovertidas, que te soltaban confidencias en las fiestas, que te ponían la mano en el hombro para acompañar el relato. Que rompían las distancias de seguridad que separan a los simples amigos. Mujeres hermosas que te hacían soñar con un amor que quizá estaba naciendo en sus corazones... Pero luego, cuando reunías el valor, y dabas el primer paso, caías en el más espantoso de los ridículos. Ya era muy tarde cuando caías en la cuenta de que sus secretillos, sus sonrisitas, sus ligeros contactos físicos, eran regalos inocentes que todos los hombres recibían gratis de su señoría. Demasiado tarde, ay, cuando comprendías que el gesto serio, la conversación intrascendente, las manos quietas en el regazo, eran conductas solemnes que ellas reservaban para el hombre que en verdad amaban, siempre el más guapo, el más intrépido, el más seguro de sí mismo, porque ellas eran un poco incendiarias, y un poco inconscientes, pero no tenían ni un pelo de tontas. Como esta Poppy de Londres que vuelve loco de amor a su profesor de la autoescuela, que llega a creerse pretendido. Pobre hombre. Qué inexperiencia, esta suya, y aquella mía, de los tiempos de gilipollas. Más que ahora, todavía.




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Caída y auge de Reginald Perrin. Temporada 2

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Hace casi cuarenta años que David Nobbs, el creador y guionista de Caída y auge de Reginald Perrin, tuvo la intuición preclara del consumismo disparatado que ahora vivimos. Despedido de su trabajo, harto de la vida convencional, recientemente convertido a la fe de los misántropos, Reginald Perrin regresa al mundo de los negocios con un concepto tan cínico como revolucionario. Nunca volverá a engañar a los clientes. En su tienda sólo se anunciarán y se venderán productos innecesarios, absurdos, gilipolleces sin función que tarde o temprano irán a parar al trastero, al garaje, al rastrillo comunal. Al contenedor de la basura.

Reginald: ¡Basura!
Elizabeth: ¿De qué estás hablando?
Reginald: El nombre de nuestra tienda.
Elizabeth: ¿Cuál?
Reginald: La tienda donde venderemos basura.
Elizabeth: ¿Qué basura?
Reginald: La que venderemos en nuestra tienda.
Elizabeth: No te entiendo.
Reginald: ¡Basura!
Elizabeth: No sé de qué hablas.
Reginald: Tenías toda la razón con lo de la tienda. Fabricaremos y venderemos basura.
Elizabeth: ¿Qué quieres decir?
Reginald: Planeo fabricar cosas que no sean más que basura, que no sirvan para nada y venderlas muy caras, a gente que no le encuentre ninguna utilidad.
Elizabeth: Basta de hacer el tonto.
Reginald: Lo digo en serio
Elizabeth: Me dijiste que cambiarías, que serías otro.
Reginald: Lo dije y lo soy, cariño. ¿Qué quieres que haga? He sido convencional durante 25 años de mi vida. ¿Crees que después de todo lo que hemos pasado seremos convencionales? ¿Qué quieres que haga? ¿Horquillas para el cabello? Mi epitafio: "Aquí yace Reginald Perrin. Hizo 700 trillones 659 billones 747 millones 538 mil horquillas. Y todas eran exactamente iguales".
Elizabeth: Pero basura... Se darán cuenta de que es basura.
Reginald: Pero por lo menos lo sabrán. No los engañaremos. Pondremos: "Todo lo que se vende en esta tienda es inútil". Nuevo concepto de ventas.
Elizabeth: Reggie...
Reginald: Vamos, cariño, será divertido. Le daremos al mundo lo que se merece.





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El artista y la modelo

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Hay veces que en la vida del cinéfilo se producen casualidades extrañas, convergencias inesperadas. Días de la marmota en los que uno cree revivir la aventura imposible de Bill Murray. 

Si hace cuarenta y ocho horas, en la intimidad de mi salón, Michel Piccoli pintaba la sagrada desnudez de Emmanuelle Béart mientras su personaje se quejaba de las limitaciones de su arte, hoy, en los canales de pago, me topo a Jean Rochefort dibujando la bendita desnudez de Aida Folch en El artista y la modelo, encarnando a un escultor que también se lamenta de su carencia de genio, de la distancia insalvable que lo separa de los grandes maestros. Ambos artistas son franceses, viven en el campo, conviven con esposas que hace años ejercieron de modelos para sus tejemanejes. Los dos desayunan pan crujiente mojado con aceite de oliva. Los dos son sabios, cínicos, viven en un retiro espiritual alejado de la gente, y cercano de los médicos. Los dos buscan su última obra -la maestra a poder ser- que quieren legar al mundo antes de retirarse, a vegetar, o a morir. Los dos viven en la pitopausia, en el deseo amortajado, en el escarceo último de su libido.

Las jovenzuelas que les sirven de modelos, Emmanuelle y Aida, son dos chicas de pasado oscuro, alocadas y perdidas, que se desnudan ante el artista en cuerpo y alma, y que gracias a ello, como si recibieran un bautismo de arte y filosofía, terminan por encontrarse a sí mismas. Emmanuelle, puestos a escoger, es sin duda la más bella. Lo digo yo, y también lo dice el espejito mágico. Primero porque su película es de colorines, y en ella su piel reluce de rosa y blanco, de luz y cavernas. Aida Folch, la pobre, combate con armas del blanco y negro, que a Trueba le sale muy bello, muy histórico, muy de homenaje a los grandes clásicos, pero que nos hurta la luz del Pirineo, el verde de los valles, el alabastro de su hispánica musa. Emmanuelle, además, es francesa, y eso, por sí mismo, ya es un valor añadido, una distinción incuestionable, porque las actrices españolas, por muy francesas que se nos pongan, por muy descocadas y muy naturales que se nos despeloten ante la cámara, como Norma Duval conquistando el Folies Bergère, siempre tienen un algo celtibérico que les impide flotar. Arrastran en sus carnes las penurias de los siglos pasados. Las preceden muchas generaciones que pasaron hambre y necesidad, y eso ha dejado una marca en las pieles, en el brillo nunca límpido de los ojos. Las beldades francesas son otra cosa: símbolos, cánones, quintaesencias. Espíritus, más que carnes.



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La bella mentirosa

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A ustedes que me siguen habitualmente, y a ustedes que han caído aquí por casualidad, buscando lujurias y cuchipandas, no voy a mentirles: me he plantado ante la La bella mentirosa con la única intención de admirar la desnudez integral de Emmanuelle Béart. En el cielo de los católicos que yo nunca llegaré a pisar, pues soy pecador reincidente de férreas costumbres, todas las mujeres son como ella, Emmanuelle, la enviada de Dios, para que todos los hombres alcancemos la Gloria que estaba prometida en las Escrituras. Lo otro sería un Cielo de segunda división, una estafa inmobiliaria que prometía el Paraíso a cambio de la virtud y luego entregó un jardín agostado, de vecindario muy poco escogido, con mujeres de andar por casa, fauna cotidiana de la aldea y del municipio.


            


              Reza así, la vieja recomendación que en su día escribió un crítico sobre La bella mentirosa, y que yo tomé como la promesa de una larguísima noche de pasión: 

         “Existen dos versiones: la de 244 minutos resulta un tanto larga, la de 125 minutos es fascinante. Destaca la habilidad de la relación entre Béart -que aparece desnuda gran parte del film- y un sobrio Piccoli” 

            Y pensé, arrebatado por la pasión: si Emmanuelle sale tanto rato desnuda, digo yo que será mejor la versión larga que la corta, aunque haya que bostezar de vez en cuando, y soltar alguna maldición entre dientes. Lo que nadie escribió allá por 1991 es que Emmanuelle iba a tardar más de una hora en abrirse la bata ante el pintor viejuno que la retrata, y dejarnos, al fin, con la boca abierta, y la curiosidad satisfecha. 1 hora, 11 minutos, 31 segundos: ése es el momento exacto en el que brota la primavera ante nuestros ojos, como una encarnación de la diosa Fertilidad, como una Venus griega que hubiese cruzado el Mediterráneo para transustanciarse en mujer francesa.


          Pero siendo tan larga la espera, no me consumió, sin embargo, la impaciencia. Porque uno, además de sátiro, también es cinéfilo, y sabe contentarse con una película en la que tan tarde llegan las alegrías. Mientras un ojo no perdía de vista a Emmanuelle Béart, por si llegaba a despelotarse subrepticiamente en un margen de la pantalla, el otro ojo se iba entreteniendo con su belleza de mujer vestida, que también es indecible, tratando de adivinar las formas ocultas, las curvas exactas, la milagrería carnal que tarde o temprano se haría visión y éxtasis. Y mientras los ojos así andaban, entretenidos en este juego de la maja vestida y la maja desnuda, el cinéfilo, decía, le iba cogiendo el gusto a esta película despaciosa, cachazuda incluso, tan francesa que sólo en Francia podría rodarse. Pues sólo allí se ven estos pueblos encantadores en los que uno quisiera perderse; esta gastronomía basada en el queso y en el pan que traspasa la pantalla con sus aromas. Este idioma bendito que riega las conversaciones y que es como música en los amantes, como literatura en los tertulianos, como magisterio en los artistas. 

           

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Oldboy

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Oldboy es la segunda película de Park Chan Wook -¿o era Chan Wook Park?- dedicada al tema de la venganza sanguinolenta. Seguimos con los cuchillos, con los punzones, con los trozos de cristal incluso, que ponen los suelos y los gotelés perdidos de hemoglobina coreana, al parecer más profusa que la nuestra, como más viva, como más alegre en su escabullir. Allí se ganan el sueldo con creces las señoras de la limpieza.... Me río yo de los empleados municipales que limpian la Tomatina de Buñol... Allí les quisiera yo ver, como en aquel programa de Rosa María Sardá, en el muy extremo Oriente, limpiando una matanza de éstas, que ni sabes por dónde empezar con la sangre, los sesos, los escupitajos que los combatientes se intercambian antes de la pelea, como capitanes del fútbol regalándose los banderines.


            Si Sympathy For Mr. Vengeance aún poseía visos de verosimilitud, Oldboy ya es directamente una historia delirante, una tragedia griega escrita por el ateniense Park Chan Wookopulos, que hace dos mil años se perdió en una tormenta y desembarcó con su birreme en Seúl para fundar una colonia jónica. O corintia, no sé. Oldboy no llega a los enredos hiperbólicos de los culebrones sudamericanos, pero casi. No parece, sin embargo, que a su director le importe mucho esta cuestión. Lo suyo es la fuerza de las imágenes, la explosión de las violencias, el colorido oscuro y sucio de las almas que se retuercen. El guión que le suministran casi parece una excusa: un lienzo en blanco donde poder soltar los brochazos poderosos, y dibujar, de vez en cuando, a fino pincel, la belleza alabastrina de estas actrices coreanas que el tipo elige con tanto gusto. Tan hermosas, y tan pequeñas, y tan frágiles, como maniquíes de una casa de muñecas. Como florecillas de la primavera. 




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Sympathy for Mr. Vengeance

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De aquel futbolista coreano que jugó tantos años en el Manchester United nunca llegamos a saber si se llamaba Park Ji Sung, o Ji Sung Park. El orden de los factores no alteraba el producto, y cada comentarista, y cada aficionado, lo llamaba como mejor le parecía. Ni siquiera sabíamos cuál era el nombre y cuál el apellido, o si en Corea, tan alejada de Occidente, se aplicaban estas reglas de la antroponimia occidental. 

Con el director coreano de Sympathy For Mr. Vengeance -tan laureado en los festivales, tan vitoreado por los jóvenes, que celebran alucinados sus excesos sangrientos- ocurre tres cuartos de lo mismo. Park Chan Wook, que así se llama el sujeto, a veces es citado como Chan Wook Park, y a veces, también, como Chan-wook Park, introduciendo un guion y eliminando una mayúscula que los coreanos ni se plantean, pues ellos escriben con signos muy raros, y  nuestras cábalas gramaticales les importan un comino. No hago más que recordar ese viejo chiste que explicaba cómo eligen los chinos el nombre de sus hijos: arrojando una lata al suelo y anotando el sonido de los tres primeros rebotes. Clank, Pong, Chan...

Esto de los nombres coreanos es un juego de niños en comparación con el lío monumental que supone diferenciar el rostro de sus actores. Yo mismo, durante varios minutos de Sympathy For Mr. Vengeance, he caminado absolutamente perdido por las aceras de Seúl, soñando una pesadilla de tipos bajitos y morenos que se repetían una y otra vez, confundiendo a víctimas con verdugos, a vengadores con vengados, a protagonistas con fulanos que pasaban por allí. Menos mal que Chan Wook Park -¿o es Wook Park Chan?- es un director inteligente, de proyección internacional, que conoce estas deficiencias cognitivas de los occidentales, y se toma la molestia de pintar el cabello del protagonista de color verde, y de colocar, en el papel de su amante, a una actriz bellísima llamada Doona Bae, quintaesencia de la hermosura oriental, pequeña, delicada, de pechos semiesféricamente perfectos, abrasadora en la mirada, encantadora en la sonrisa. 

Sólo así he logrado comprender esta historia de venganzas que se suceden en un ciclo sin fin, a cuchillada limpia, a punzón en la carótida, a machetazo salvaje que cercena la cabeza de un tajo. Poesía brutal, o salvajismo lírico, no sé. Cosas de coreanos, muy entretenidas, y un pelín ajenas.




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Los amantes pasajeros

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Llevado más por la curiosidad que por el convencimiento, asiento mis reales en el sofá para ver Los amantes pasajeros. Meses de críticas negativas me habían preparado para asistir a la peor película de Pedro Almodóvar. Pero nunca, ni en el más pesimista de los augurios, para este disparate...

No le tengo ninguna manía al director manchego. Es más: le tengo por un hombre cercano a mi propio sentir, más allá de los gustos sexuales, o de la diferencia de edad que nos separa. Cuando habla en sus entrevistas, o escribe en sus guiones, siento que es un tipo de vehementes pasiones, de amores que alcanzan la locura y desencantos que hieren hasta el alma. Un hombre que arriesga en sus sentimientos, que goza o que sufre, pero que nunca se queda en la indiferencia, en el medio camino. Luego, sus películas, son harina de otro costal: algunas ya forman parte de mi educación sentimental, como La ley del deseo, o Hable con ella, y otras, por alocadas, por excesivas, por profundamente personales, quedan muy lejos de mi gusto, del terreno común que pudiéramos compartir entre ambas Castillas. Pero en todas sus películas, incluso en las más fallidas, he encontrado siempre un poso de hermandad, un fugaz encuentro en el laberinto de los sentimientos.  Hoy no. Hoy he pasado por Los amantes pasajeros sin detenerme en ningún chiste, en ningún romance, en ninguna exaltación de la libertad sexual. Ningún pájaro de los que viven en mi cable ha levantado el vuelo. Se han quedado quietecitos, adormilados, mirando el paisaje. Extrañados con la tontería supina mientras piaban por lo bajo.




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Caída y auge de Reginald Perrin. Temporada 1

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Reggie Perrin. 46 años. Ejecutivo de ventas de Sunshine Desserts. Aburrido. Estresado.

Con este rótulo explicativo comienza cada episodio de Caída y auge de Reginald Perrin. Al fondo, mientras leemos la presentación, el propio Reginald va desnudándose en la playa y adentrándose en el mar, dispuesto a confundirse con las olas, a disolverse entre la espuma y la sal para ser uno con la naturaleza inorgánica. La vida de Reginald Perrin es un Día de la marmota que no transcurre en Punxsutawney, sino en los suburbios de la clase media londinense. Nuestro cuarentón vive una crisis tan típica, tan de manual, tan parecida a la angustia del espectador medio, medio calvo y medio gordo, como quien esto escribe, que muchas veces me parece estar viéndome ante el espejo. 

Aunque venden sus trapisondas como una comedia, y hay muchas risas enlatadas cosecha del 76, las andanzas de Reginald Perrin son más trágicas que otra cosa. Tragicómicas, podríamos decir, si no estuviera tan manido el adjetivo. El aburrimiento de los hijos, la idiotez del trabajo, la rutina descafeinada del hogar... La fantasía erótica con la secretaria, con la vecina, con la chica del televisor. La sensación lacerante de saberse uno para metas más altas, para vidas más emocionantes, para trabajos más cualificados. La estupidez de unos, el egoísmo de otros, la petulancia de los más prescindibles. El arribismo de los gilipollas. La aparición de los primeros insomnios, de los primeros dolores, de las primeras disfunciones que ya nunca se arreglarán del todo. El miedo a la muerte cada vez más cercana, más hediondo el aliento, más apreciable el susurro, más perfilada la guadaña. La angustia de morir, y de no vivir mientras se la espera. El aburrimiento, el desconsuelo, el llanto... 


Doctor: ¿Notas que no haces el crucigrama como solías hacerlo? ¿Mal sabor de boca por la mañana? ¿No paras de pensar en sexo? ¿No puedes hacer nada para remediarlo? ¿Te levantas sudado? ¿Te duermes viendo la tele?
Reginald: ¡Extraordinario! Es exactamente lo que me pasa.
Doctor: Y a mí. Me pregunto qué será.






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Naked

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Del director británico Mike Leigh guardo un puñado de grandísimas películas que ocupan varios centímetros en el ancho de mis estanterías. Hace unos meses, en este mismo diario, ponderé el tono melancólico de Another year, esa película que no es un retrato de la vida, sino un trozo de la vida misma, con personajes como usted y como yo que no viven grandes tragedias ni grandes pasiones, que se esfuerzan, simplemente, por vivir el paso de las estaciones, con el espíritu alegre, y la tristeza en la retaguardia.

Hoy, para mi desconsuelo, Mike me ha dado harina de otro costal. Uno empezaba a pensar que este tipo era un genio infalible, un director elegido por los dioses para dar siempre con el tono justo y los guiones precisos. Un retratista ejemplar de la clase media británica venida a menos. A veces tan a menos, que ya es directamente lumpen, y objetivo eugenésico de los tipejos que manejan los dineros. Pero me equivoqué. Mike Leigh era, después de todo, un ser humano, un cineasta que hace años aún buscaba el sendero de la excelencia. De aquella época perdida en los bosques surgió esta película demencial, sin cerebro ni columna vertebral, que se titula Naked. El Indefenso de la traducción española es un ácrata que padece un revoltijo neuronal incomprensible. Un pirado disfrazado de espíritu libre que se dedica a vagar por las calles para violar mujeres (sic), filosofar sobre el Apocalipsis o pegarse de hostias con el primero que pasa. Se coja por donde se coja, es una gilipollez de campeonato. Y puede que algo peor...




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Hijos del Tercer Reich

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Hijos del Tercer Reich es una miniserie alemana que ha dado mucho que hablar en su país, y también aquí, en nuestra piel de toro, ahora que se estrena en los canales de pago. Con ella ha surgido de nuevo la eterna pregunta, tan boba como innecesaria: ¿eran humanos los alemanes que combatieron en la II Guerra Mundial? ¿Tenían alma, corazón, sentimientos, los civiles que aguardaban noticias en la retaguardia de Berlín? Qué tonterías... Buena parte del mundo occidental todavía cree que los soldados de la Wehrmacht iban pintados de rojo y combatían armados de tridente. Muchos espectadores aún se escandalizan cuando una película o una serie de televisión los devuelve al terreno de lo cotidiano. La psicopatía de los nazis fue una excrecencia que muchos no compartieron. Si la sociedad entera transigió con estos asesinos fue por cobardía, o por miedo, que es un sentimiento muy respetable en el que jamás hay que arrojar la primera piedra. ¿Es necesario aclarar esto de nuevo? ¿A qué viene tanta polémica recocida, resobada, aburrida en grado sumo, con Hijos del Tercer Reich? ¿Qué esperaban, además, los germanofóbicos, de una serie producida precisamente en Alemania? ¿Una condena global de los abuelos, de los bisabuelos? 

En su primer capítulo -correcto, sosaina, prescindible, mil veces visto- Hijos del Tercer Reich traza una línea divisoria que seguramente se corresponde con la realidad: los nazis y sus crímenes a un lado; los alemanes combatientes, pero armados de dignidad, al otro. ¿Que todos pujaban en la misma dirección? Nos ha vuelto a joder, don Obvio. Era una guerra. Vivir o morir.




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Scott Pilgrim contra el mundo

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Scott Pilgrim contra el mundo... Me gustaba mucho el título de esta película, a la que he llegado siguiendo la pista de su director, Edgar Wright, el mismo que encabeza los apellidos del bufete cómico Wright, Pegg & Frost.

En el personaje de Scott Pilgrim, no sé por qué, intuía yo un álter ego infiltrado en la juventud de Toronto: quizá un jovenzuelo solitario, asocial, embarcado en una cruzada personal contra los estúpidos reinantes. Pero mi intuición andaba muy lejos de la realidad. Pilgrim es un rockero, un competente social, un chico con cara de bobo que sin embargo triunfa en el terreno incomprensible y pantanoso de las mujeres. Pilgrim es un chico que confía en sí mismo, que camina por la vida con orgullo, y que aspira, legítimamente, a los favores de la chica más atractiva de Toronto, Ramona. Para conquistarla, habrá de enfrentarse a los celos candentes de sus muchos exnovios y exnovias, que lucharán por su amada coaligados en La Liga de los Ex Malvados. Un argumento de cómic, y una estética de videojuego, que al final no me conducen a nada, y que me dejan, además, algo confuso y mareado. He llegado veinte años tarde a Scott Pilgrim contra el mundo. Ya estoy muy mayor para seguir tanto mamporro, tanto giro de cámara, tanto plano ametrallado. Mi mundo mental es otro más perezoso, más cansino, una carretera secundaria que transcurre por caminos de baja velocidad,y paisajes melancólicos.


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Arma fatal

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Arma fatal es la antepenúltima gamberrada del trío británico Wright, Pegg & Frost, que, recitados así, parecen los abogados de un prestigioso bufete de la City londinense, pero que son, en realidad, un grupo de cuarentones que se dedican a hacer cine. Son actores y directores, coguionistas y amiguetes. Especialistas en parodiar los géneros que marcaron a los espectadores de su generación, y de la mía, que es la misma.

La primera parte de Arma fatal es una sátira sobre la vida pacífica que reina en esos pueblos de la campiña británica; pueblos que uno, en su pereza, en su vida sedentaria de cinéfilo, jamás ha visitado en persona, pero sí en espíritu, sobrevolando el paisaje y aterrizando en él gracias al milagro de las cámaras que graban, y de los vídeos que reproducen. Se nota que Wright, Pegg & Frost saben de lo que hablan: la hipocresía rural, el cerrilismo chovinista, la rivalidad ancestral entre los villorrios..., aunque a veces, a los habitantes del Mediterráneo, se nos escapen los dobles sentidos y las finísimas ironías ceñidas al terreno. Pero son matices sin importancia. La mentalidad de los rústicos viene a ser la misma en todo el occidente cristiano, y el trío de abogados se mueve en los mismos registros de José Mota o de los chicarrones de Muchachada Nui, aunque los separen miles de kilómetros, y lluvias pertinaces de dos dígitos por metro cuadrado.

Es una primera hora de cine desenvuelto, inteligente, que va repartiendo galletas a diestro y siniestro con un ritmo endiablado y una gracia ejemplar. Pero luego, en la parodia de las buddy movies, nuestros amigos se despiden de nuestro guateque y se pasan a la fiesta de los vecinos del quinto: los adolescentes sin horarios, estroboscópicos y frenéticos, donde ya reina el mamporro y el tiroteo, la persecución y la gansada. 





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