Sacrificio

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Es un chiste muy malo que a buen seguro repiten los odiadores de Tarkovsky, que imagino legión. Y abiertos, espero, a nuevos ingresos en el club... Pero Sacrificio ha sido un verdadero sacrificio, agónico, de mil pausas para ir a mear, de mil cambios de postura en el sofá, de pronto incomodísimo. De tres sesiones repartidas en tres días para mejor sobrellevar el metraje interminable, y llegar hasta el último minuto de la que decían obra inmortal del cineasta ruso, testamento vital de su poderío narrativo y visual, y tal y tal.
Sacrificio no es una película: Sacrificio es poesía, asociación libre, ida de olla. Ideorrea de visionario que lo mismo filosofa que balbucea. Que alterna sentencias que uno apuntaría en el cuadernillo con diálogos para besugos que vuelven a los personajes estúpidos, y a los espectadores, cómplices del desatino. Sacrificio, como ejercicio experimental, como mezcolanza inenarrable de lo simbólico y lo onírico, de lo religioso y lo lunático, de lo entendible y lo grotesco, debería estar en los museos de arte moderno, y no en los cines, ni en los DVDs. Deberían proyectarla sobre las paredes, o sobre los lienzos, al lado de las pinturas abstractas, de las esculturas retorcidas, de las fotografías que nadie sabe interpretar. Llamar cine a este corta y pega de ocurrencias, de planos estilosos, de paisajes imponentes, de personajes zumbados, de argumentos sin hilo, es una exageración. Y una estafa. 






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