Gritos y susurros

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Hoy que me he levantado de buen humor, y que la vida me ha regalado un tiempo libre con el que no contaba, he decidido desperdiciarlo, alegremente, en ver otra película de Ingmar Bergman. Soy así de generoso con el sueco, y de cabezón. Así que comienzo a ver, sin excesiva fe, Gritos y susurros, que por fin es en color, y de los años 70. Y que ya no es, para mi bien, la sempiterna historia de un matrimonio perseguido por los fantasmas en la isla de Farö, con un marido neurótico al que siempre interpreta Max von Sydow, y una mujer lúcida y valiente que siempre lleva puestos los rasgos bellísimos de Liv Ullman. 


Recuerdo que vi Gritos y susurros hace muchos años, de chavalote, en un ciclo que sobre el cineasta sueco organizaba Caja Usura, allá en León. Recuerdo que los amigos salimos desconcertados de la proyección, educados como estábamos en las espadas láser, en los cuchillos de Rambo, en los chistes guarros de Porky’s... El choque frontal con el Bergman más tenebroso y mortuorio fue una experiencia desasosegante y única. Y algo de esa sorpresa regresó hoy en las primera escenas, con la agonía de la enferma, el caserón en la niebla, las habitaciones tapizadas de rojo... Un ambiente opresivo, tenebroso, amanerado al estilo inconfundible de Bergman. Pero luego -y era de esperar- el maestro se deja arrastrar por los manierismos del teatro, y lo que era una película de terror en la que sentías el miedo a la muerte casi soplándote al oído, con aliento helado y fétido, se transforma, mediado el metraje, en un melodrama victoriano sobre dos hermanas frígidas (y acaso incestuosas) que tienen a sus maridos masturbándose como monos, y una tercera hermana, enrollada con su sirvienta gordinflona, que por culpa de su sáfico vicio es la que apechuga con los dolores en la cama.

     Las actrices son tan perfectas, tan matemáticas, tan entregadas a lo suyo, que uno no puede dejar de pensar que son eso, actrices de tronío, interpretando el papel de su vida. Gritan con tal intensidad y susurran con tal maestría, que traspasan la bidimensionalidad de la pantalla para convertirse en mujeres de carne y hueso, como si estuvieran a tu lado desgarrándose por dentro, o susurrando sexualidades inconfesables. Y eso, que debería constar como un mérito mayúsculo, le saca a uno de la película, y le teletransporta al Teatro Principal de Estocolmo, que es muy bonito, y muy impactante,  un templo sagrado de la actuación, pero que ya no es cine, que ya no es magia, que ya no es el engañabobos que nos deja hipnotizados. En su búsqueda minuciosa de la perfección, Gritos y susurros se pasa de rosca y se queda en ejercicio de estilo, en fotografía de ensueño, en pequeños bostezos disimulados y bien repartidos.



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