Woody Allen: el documental II

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Si uno fuera espectador atento y disciplinado, de los que busca enseñanzas que perduren en el recuerdo, habría llenado un cuaderno entero con las sabidurías que en el documental sobre Woody Allen crecen como frutas tropicales, exuberantes y sanísimas. Los aforismos acerados, los chistes incisivos, las lecciones utilísimas que este hombre regala cada vez que abre la boca, o se sienta ante la máquina de escribir. Sobre el sexo, sobre la muerte, sobre la humildad del artista que sólo quiere trabajar en lo suyo y que le dejen vivir en paz. Pero uno ha nacido cinéfilo vago, expectante, de los que se arrellanan en el sofá y dejan que la magia transite ante sus ojos, paralizado, idiotizado, con las manos posadas sobre el mando a distancia, y sobre los huevos. Dentro de unos meses apenas recordaré nada jugoso de estas tres horas que se me han pasado volando, como se pasan las horas entre amigos, colegueando, sonriendo, poniéndose uno trascendente de vez en cuando.


Transcribo, a toda prisa, azuzado por la vergüenza creciente que siento por  mi indolencia, estas dos reflexiones de Woody Allen que al menos, en un esfuerzo titánico de mi memoria, he conseguido ubicar en el minuto aproximado del metraje extensísimo, y que ahora recupero manejando el wind y el rewind, el viento y el reviento. La primera es una experiencia infantil en la que me veo reconocido:

 “Mi madre siempre decía que, al principio, yo era un niño muy dulce y alegre. Y después, hacia los cinco años, me volví más gruñón y amargado. Creo que cuando fui consciente de mi mortalidad, no me gustó la idea. “¿Qué quieres decir? ¿Se acaba? ¿Esto no sigue eternamente?” “No, se acaba. Desapareces para siempre” Cuando me di cuenta de eso, pensé: “No cuentes conmigo, este juego no me gusta” Y después de aquello nunca volví a ser el mismo”.

Más tarde, en la intervención que cierra el documental, Woody Allen se lamenta amargamente de la vida, a pesar de haber cosechado tantos éxitos y aplausos, tantos premios y dineros. Lo hace con una sonrisilla desganada que apenas disimula la gravedad –y la humildad desnuda- de lo que confiesa. Viene a ser el corolario de aquella certeza prematura y ya determinante sobre la muerte. La sensación amarga de que la vida no es un videojuego completo, recargable, canjeable por otro en la tienda de informática cuando llegas al final, sino una demo cortísima, cicatera, que sólo te deja jugar un ratito.

       “Cuando miro atrás en mi vida, siento que he tenido mucha suerte de haber cumplido mis sueños de infancia. Quería ser actor de cine, y lo he sido. Quería ser cómico y director de cine, y lo he sido. Quería tocar jazz en Nueva Orleans, y he tocado en desfiles y tugurios en Nueva Orleans. He tocado por todo el mundo en teatros y salas de conciertos. No hay nada en la vida a lo que haya aspirado que no haya podido cumplir. Pero a pesar de todas estas bendiciones, ¿por qué sigo pensando que me han estafado?”




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