American Splendor

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El cine, de vez en cuando, me presenta hermanos que no son sangre de mi  sangre. Personajes que viven en otras culturas, o en otros tiempos, pero que guardan, insospechadamente, un gran parecido con mi propia manera de pensar, de conducirme por la vida. En ellos reconozco mis virtudes y mis defectos, y son como la radiografía o el escáner del interior que yo no veo. Incapaz de ser sincero conmigo mismo, me miro en el espejo que estos personajes me proporcionan. Allí pudo examinarme congelando los diálogos, estudiando las imágenes, reflexionando sobre lo que he visto y oído cuando acaba la película.  

Siguiendo la pista de Robert Crumb, vuelvo a ver, después de varios años, la inclasificable película American Splendor, y allí me reencuentro con mi hermano nacido en Cleveland, Harvey Pekar. Harvey, fallecido hace tres años, era un  archivero de hospital que en los años 60 tuvo la suerte de conocer a Robert Crumb, y entablar  amistad con él. Juntos parieron el cómic underground American Splendor, en el que  Robert se encargaba de los dibujos y Harvey de los guiones. Allí contaba, sin aderezos, sin fantasías, su vida propia vida de funcionario mal pagado, y de hombre fracasado en sus matrimonios, todo ello en el paisaje decadente y postindustrial de Cleveland. 

Harvey jamás hace ejercicio; se pasa los días laborables sentado en su pequeña oficina, imaginando vidas mejores. Consume los fines de semana tumbado en el sofá, viendo la tele, comiendo porquerías, escuchando sus discos de jazz con la mano siempre palpando la entrepierna. A grandes rasgos, viene a ser la vida que yo también llevo, o al menos la que anhelo en secreto, la que viviría como un cerdo en su lodazal si las obligaciones no tiraran de mí con el gancho. Cambiemos la industrial Cleveland por la contaminada Ponferrada y ya podríamos intercambiar nuestros papeles. Harvey sería el espectador de una película que me tendría a mí como protagonista: Bercianish Splendor, la celtíbera desventura de un gordinflón enamorado de Natalie Portman que se refugia en las películas para olvidarse de que ya está casado con otra mujer, y de que tiene un hijo a punto de entrar en el negro túnel de la adolescencia, y de que el tercio de vida que le queda por vivir se pronostica en los telediarios con más nubes que claros, y chubascos tormentosos a media tarde. 

    Pekar es una exageración negra de mí mismo. Un yo al que hubiesen estirado por aquí y por allá, dibujando una caricatura como ésas de los puestos callejeros. El parecido es, de todos modos, en algunos rasgos, inquietante. American Splendor es una advertencia que el cine me regala gratis con la entrada. 




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Modern family

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Me gusta mucho, Modern Family. Y no debería... El bolchevique que vive en mi interior odia a estas tres familias que se pasan la vida de festejo en festejo. Si hacemos caso de lo que nos cuentan los guionistas, a estos burgueses se les va el noventa por ciento del presupuesto en la concejalía de fiestas. Raro es el episodio que no están celebrando algo, por todo lo alto, en sus jardines cuidadísimos con piscina, con banquetes pantagruélicos y decoraciones de guirnaldas: el Día del Padre, o el Día de la Madre, o el Día de Acción de Gracias, o el 4 de Julio, o Halloween, o Navidad, o Hanuká, o el cumpleaños de alguien,  o un aniversario de boda, o un aniversario de noviazgo, o un aniversario de adopción, o la Fiesta Nacional de Colombia, o el Día del Orgullo Gay, o la fiesta de graduación en la Elementary School, o la fiesta de graduación en el High School, o el sobresaliente inesperado de una hija, o la venta de una casa que a Phil Dunphy le reportará una jugosa comisión de tres pares de narices. Si todas las familias del mundo llevaran este tren de vida, hace ya décadas que las cucarachas estarían reinando sobre el planeta arrasado, deforestado, extinto de especies, el basurero global que ya quedó predicho en WALL.E. 



Sin embargo, el otro tipo que vive dentro de mí, el seriéfilo que se tumba en el sofá y relaja el puño revolucionario para empuñar el mando a distancia, siente una admiración rendida por Modern Family. Es una comedia agilísima, chispeante, medida hasta el último segundo, hasta la última palabra. Es una obra de ingeniería asombrosa. Los personajes y las tramas que los animan casi son lo de menos: es el ritmo, la frescura, la inteligencia eléctrica de las réplicas, lo que a uno le mantiene boquiabierto y sonriente, a pesar de los prejuicios ideológicos. Y los atractivos de Sofía Vergara, claro. Y la belleza anglosajónica de Julie Bowen, por supuesto. Más allá de lo que vemos en pantalla, se barrunta una maquinaria perfecta de productores y guionistas. Me río yo de los paddocks de la Fórmula 1...

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Crumb

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Del matrimonio entre un militar de carrera que maltrataba a sus hijos, y de un ama de casa que se comía las anfetaminas como si fueran los garbanzos, nacieron tres hijos obsesionados con los cómics y trastornados de la cabeza que protagonizan el documental Crumb. Uno de ellos, Robert Crumb, fue pionero del cómic underground estadounidense, dibujante de las malandanzas de Harvey Pekar en la serie ilustrada American Splendor. También es el artista que ilustra los diarios de Charles Bukowski que estoy releyendo estos días, donde retrata al escritor en sus faenas cotidianas, con trazo hosco y renegrido.

En el documento, Robert Crumb habla largo y tendido sobre sus obsesiones sexuales y sobre sus motivaciones artísticas, que vienen a ser más o menos lo mismo. Es un tipo que no tiene pelos en la lengua. Se nota que tiene algo raro, como un desequilibrio mental, como una chotadura de pronóstico reservado -sobre todo cuando se ríe con esa carcajada ratonil y sofocada-, pero es un fulano extremadamente inteligente, que le llama al pan pan, y al vino vino. Habla de su infancia apaleada, de sus complejos adolescentes, de cómo se hizo adulto en un mundo de hombres que no le entendían, y de mujeres que jamás se fijaron en él. Cuenta que la obsesión por el dibujo fue su salvación, el ora et labora que lo sujetó más o menos a la cordura, y que lo convirtió, con el tiempo, en un tipo famoso y adinerado. 

Sus dos hermanos, en cambio, no tuvieron la misma suerte. Ellos también participan en el documental, contando historias desgarradas de locuras y tratamientos. Están mucho más desquiciados que su hermano Robert. Toman medicaciones fortísimas que les inhiben la líbido, la apetencia, las ganas recurrentes de suicidarse. Aún así, entre las nieblas químicas que oscurecen sus cerebros, son capaces de hablar con sentido profundo sobre la mala-vida que han llevado. Tienen mirada de lunáticos, pero lengua de filósofos. 

Robert cuenta esta historia personal de fracaso adolescente, tan familiar para todos los enclenques gafudos que en el mundo hemos sido: 

“Si las chicas pudieran ver que yo era agradable y sensible, les gustaría.[...] No podía entender por qué les gustaban estos tipos brutos y yo no. Yo era más sensible y majo, más como ellas. No me di cuenta que no querían que fuera como ellas, básicamente. Me sentí herido y cruelmente incomprendido, porque me consideraba a mí mismo inteligente y con talento, aunque no fuera muy atractivo físicamente. No pensaba que esas cosas importaran; le daba importancia a lo de dentro”.



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Deadwood. Temporada 2

🌟🌟🌟

Dice Pepe Colubi en su libro ¡Pechos fuera!, exégesis de las series de televisión que un día fueron y ahora son:

“William Hanna y Joseph Barbera parían series sin descanso y recortaban gastos con igual frenesí; para la posteridad han quedado esos fondos fijos que abarataban las secuencias de persecución”.

Colubi habla de Los Picapiedra, de El oso Yogui, de Pixie y Dixie, cartoons de carreras locas que repetían una y otra vez el mismo fondo para facilitar el trabajo de los animadores, y ahorrar de paso unos dólares a la productora. Pero yo, al leer esto, he pensado que Deadwood -la cacareada Deadwood, la mítica Deadwood- bien podría haber sido una producción Hannah & Barbera para adultos del siglo XXI. En esencia, Deadwood es una calle alargada que los mineros y los pistoleros, los comerciantes y las putas, recorren cuarenta veces al día para concretar negocios o abrirse las tripas de un disparo o de una puñalada. Ese fondo invariable de los barracones es tan monótono como aquellos que  pintaban en los dibujos animados. Jamás vemos las montañas, el valle, los cielos de Dakota del Norte, o Dakota del Sur, que no sé... 

Muy pocas veces se nos muestra el arroyo de donde se extraen las pepitas de oro, o los caminos por los que llega la civilización montada en diligencia. No existen los indios, los praderas, los otros pueblos del contorno. Sobre Deadwood de Arriba ya conocemos cada esquina y cada incidente, pero sobre Deadwood de Abajo, ese pueblo que seguramente está  más abajo en el valle, y que vive pacíficamente de la agricultura y de las vacas, nunca nos llega noticia.  Como si no existieran, los pobres. 

La serie -no hagan caso de la publicidad- es un tostón de mucho cuidado. Los guiones son el cruce cacofónico de docenas de amenazas cruzadas entre los personajes. Que si te mato, que si te rajo, que si te vendo; que si te robo, que si te follo, que si te pego... Deadwood está cayendo en la espiral de un culebrón de sobremesa sudamericano. Con grandes actores, eso sí, y enjundiosos diálogos, de vez en cuando. Sólo por eso permanezco aquí, en la barra del bar, bebiendo zarzaparrilla mientras asisto mudo al espectáculo, aguantando la balacera de bostezos que se me viene encima. 





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Días del cielo

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Para que el triángulo amoroso entre dos catetos y una hipotenusa funcione en pantalla, ella, la mujer deseada, ha de ser una actriz hermosa. Si no, el espectador masculino que mora al otro lado del drama no termina de creérselo. Los hombres que nos arrellanamos en las butacas o en los sofás, necesitamos enamorarnos de una mujer atractiva para compartir el deseo arrebatado de los protagonistas. De lo contrario, lo mismo nos da el desenlace del amorío, y la película se nos escurre entre los dedos como un espectáculo callejero cualquiera.

Es por eso que Días del cielo no termina de engancharme a pesar de su preciosismo fotográfico, de la belleza que rezuma cada plano de los campos y cielos de Norteamérica. Sam Sephard, el terrateniente del cereal, y Richard Gere, el proletario sin hogar, se odian como cromagnones por culpa de una mujer, Brooke Adams, que carece  del menor encanto sexual, de la menor chispa que encienda mi interés. Ella es guapilla, sí, pero de andar por casa, la vecina del quinto derecha, o la novia del amigo de las cañas. Poco más. De bellezas como la suya hay cuatro o cinco en cualquier cafetería de este pueblo donde yo vivo. 

En un país como el nuestro, que es líder mundial en mujeres de tez oscura y rasgos mediterráneos, Brooke no nos llama para nada la atención. Su escuálida figura no justifica que estos dos machotes se líen a mamporros, o agarren la escopeta de cazar conejos para perseguirse por los campos del cereal. No entiendo cómo arriesgan el honor, la vida, la integridad del aparato genital, por tan poquita cosa. Un gran error de cásting. Tan  detallista como es Terrence Malick con otras gilipolleces sin importancia, y en este tema capital, el de la hipotenúsica mujer, estuvo más bien despistado y poco contundente. Lástima.



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Gritos y susurros

🌟🌟🌟

Hoy que me he levantado de buen humor, y que la vida me ha regalado un tiempo libre con el que no contaba, he decidido desperdiciarlo, alegremente, en ver otra película de Ingmar Bergman. Soy así de generoso con el sueco, y de cabezón. Así que comienzo a ver, sin excesiva fe, Gritos y susurros, que por fin es en color, y de los años 70. Y que ya no es, para mi bien, la sempiterna historia de un matrimonio perseguido por los fantasmas en la isla de Farö, con un marido neurótico al que siempre interpreta Max von Sydow, y una mujer lúcida y valiente que siempre lleva puestos los rasgos bellísimos de Liv Ullman. 


Recuerdo que vi Gritos y susurros hace muchos años, de chavalote, en un ciclo que sobre el cineasta sueco organizaba Caja Usura, allá en León. Recuerdo que los amigos salimos desconcertados de la proyección, educados como estábamos en las espadas láser, en los cuchillos de Rambo, en los chistes guarros de Porky’s... El choque frontal con el Bergman más tenebroso y mortuorio fue una experiencia desasosegante y única. Y algo de esa sorpresa regresó hoy en las primera escenas, con la agonía de la enferma, el caserón en la niebla, las habitaciones tapizadas de rojo... Un ambiente opresivo, tenebroso, amanerado al estilo inconfundible de Bergman. Pero luego -y era de esperar- el maestro se deja arrastrar por los manierismos del teatro, y lo que era una película de terror en la que sentías el miedo a la muerte casi soplándote al oído, con aliento helado y fétido, se transforma, mediado el metraje, en un melodrama victoriano sobre dos hermanas frígidas (y acaso incestuosas) que tienen a sus maridos masturbándose como monos, y una tercera hermana, enrollada con su sirvienta gordinflona, que por culpa de su sáfico vicio es la que apechuga con los dolores en la cama.

     Las actrices son tan perfectas, tan matemáticas, tan entregadas a lo suyo, que uno no puede dejar de pensar que son eso, actrices de tronío, interpretando el papel de su vida. Gritan con tal intensidad y susurran con tal maestría, que traspasan la bidimensionalidad de la pantalla para convertirse en mujeres de carne y hueso, como si estuvieran a tu lado desgarrándose por dentro, o susurrando sexualidades inconfesables. Y eso, que debería constar como un mérito mayúsculo, le saca a uno de la película, y le teletransporta al Teatro Principal de Estocolmo, que es muy bonito, y muy impactante,  un templo sagrado de la actuación, pero que ya no es cine, que ya no es magia, que ya no es el engañabobos que nos deja hipnotizados. En su búsqueda minuciosa de la perfección, Gritos y susurros se pasa de rosca y se queda en ejercicio de estilo, en fotografía de ensueño, en pequeños bostezos disimulados y bien repartidos.



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El fraude

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Se me había quedado descolgada de estos escritos, no sé por qué, la película El fraude. Hace varios días que vi la película, pero un lapsus mental, o una vagancia primaveral disimulada de astenia, o de alergia, la habían marginado de este diario. Y ahora, cuando reparo en mi despiste, y me dispongo a teclear los habituales adjetivos sin chispa, y los consabidos chascarrillos sin gracia, descubro, como un dedo acusador señalando a la película, que he olvidado todo cuanto me sugirieron las desventuras de este hijoputa trajeado que Richard Gere -con su porte, con sus canas, con su sonrisa indescifrable- ha nacido para interpretar. 

Yo traía preparado un discurso socialistísimo, de banderas rojas ondeando al viento y puños en alto en actitud más desafiante que reivindicativa. Algo sobre los pobres del mundo y los capitalistas con sombrero de copa que nos enculan sin necesidad de bajarse los pantalones. Pero he perdido el hilo, el entusiasmo, el fuego proletario que me abrasaba las entrañas. Sería, de todos modos, más de lo mismo. Y así llevamos ya siglo y medio, los “intelectuales” de izquierda, repitiéndonos como ajos, en vez de salir a las calles a liarla parda, y que salga el sol por Antequera, o por Invernalia.

Mira que me cae mal Richard Gere, sospechoso habitual de esas comedias románticas que me producen el vómito instantáneo.Y sin embargo, en películas como ésta, o como en aquella de Hachiko, uno ha de rendirse a la evidencia de que es un actor solvente, que exprime al máximo sus cuatro registros de voz y sus tres movimientos de ceja. Y sus níveos cabellos, claro. Tampoco necesita más repertorio para despachar a un personaje tan simple como éste, al que le basta lucir un traje caro y una dentadura indestructible para que reconozcamos en él al enemigo de clase, al justiciero defensor de los tipejos que acaparan los millones. Ningún proletario va a derramar una lágrima por su suerte final...

Me enamoro como un verraco de la actriz que interpreta a la amante de nuestro protagonista: una pintora francesa a la que Gere ha puesto un piso en Manhattan y una galería de arte para que se entretenga pintando cuadros mientras él roba a los trabajadores. Al terminar la película, para mi sorpresa, leo en los títulos de crédito que ella es Laetitia Casta, la insigne top-model a la que yo recordaba por Leticia, o por Letizia, en todo caso. Del mismo modo que olvidé el mapa celestial de sus pecas, olvidé la exactitud latina de su nombre. Imperdonable todo. 



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El exótico Hotel Marigold

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Saco el ordenador portátil de su maletín para escribir unas cuantas maldades sobre la aburridísima El exótico hotel Marigold, y en ese gesto brusco, de "te vas a enterar, Marigold", el disco duro externo, que no recordaba haber dejado allí, cae al suelo. Es un ligero “crash” el que llega a mis oídos. Ni siquiera ha rebotado en la baldosa: ha caído plano, barrigón, como un saltador desentrenado del trampolín. Más “plof” que “crash”, realmente. Lo recojo, vuelvo a conectarlo, y el monitor, para mi sorpresa, se vuelve todo azul, y empieza a escupir códigos alfanuméricos, anglosajones, de los que sólo entiendo uno en concreto: disco duro escoñado; siniestro total. Se me ha muerto el disco duro de un golpecito, de un ligero cachete, que seguramente le ha alcanzado en la nuca, o en el centro justo del corazón. Cerca de cuarenta películas llevaba guardadas en su vientre, el fruto de mis saqueos por los siete mares que yo atesoraba como una hormiguita para pasar el verano. Las cuarenta ladronas de Alí Babá que por culpa de un descuido ahora yacen perdidas en el fondo del mar, a kilómetros de profundidad de mis conocimientos informáticos. Podría organizar una expedición de rescate y llevarlo a la tienda, a que un nerd desenvuelto y vivaracho desenredara los datos, pero me temo que me van a estafar, y que me va a salir más cara la reparación en los astilleros que la compra de un nuevo barco. 

Con este disgusto mayúsculo del disco duro ya no quiero escribir nada sobre El exótico Hotel Marigold. Me cagüen la mar, Merche... Tuve que haberla dejado a los quince minutos , cuando percibí –y no es un gran mérito intelectual que digamos- el tono antenatresiano y sobremesero de su propuesta. Los ancianitos en la India folklórica y sus cuitas sexuales del pito caído y la vagina reseca... Bah. Una tontería sufragada por el INSERSO británico –INSERSOU- para convencer a las personas mayores de que viven en la mejor de las edades, y que han de seguir comprando, y  viajando, y poniéndose guapos, para que siga la fiesta y no decaiga el negocio. Una ridiculez sentimental que sólo salvan sus grandes actores, y sus tremendas actrices, y que sólo he sobrellevado hasta el final por respeto al buen amigo que me la recomendó, ahora un poco menos amigo en el escalafón, degradado en un rango, o quizá en dos, quién sabe, si no dejo de escribir ahora mismo y dejo de acumular sulfuro en la sangre...



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Mátalos suavemente

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Brad Pitt es el asesino a sueldo que en Mátalos suavemente ha ido matando, suavemente, a los ladrones de poca monta y a los estafadores de cuarta categoría. Richard Jenkins es el abogado de la mafia que lo ha contratado, y que en la última escena, sentado frente a él en la barra del bar, negocia la paga que le debe. Por encima de ellos, en el televisor, Obama pronuncia un grandilocuente discurso sobre que América es un pueblo de ciudadanos unidos, una comunidad que avanza hacia el futuro en abrazo conmovedor y bla, bla, bla... Brad Pitt corta la conversación de los dineros y se dirige al televisor como si hablara con Obama:

Brad: No me hagas reír. “Somos un pueblo” es un mito creado por Thomas Jefferson.
Jenkins: Oh, ¿ahora vas a hablarme de Jefferson?
Brad: Jefferson es un santo americano. Escribió la frase “Todos los hombres fueron creados iguales” que él no se creía, pues permitió que sus hijos vivieran como esclavos. Era un snob harto de pagar impuestos a los británicos. Sí, escribió unas bellas palabras, y agitó a la plebe que luchó y murió por ellas, mientras él se recostaba y se bebía su vino y se follaba a su esclava. Este tío [Obama] quiere que creamos que vivimos en una comunidad. ¡No me hagas reír! Yo vivo en América, y en América estás solo. América no es un país, sólo es un negocio. Así que paga, hijo de puta.



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Vargtimmen

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Sonaba bien, Vargtimmen, la película de Ingmar Bergman que me tocaba ver en este sufrido y autoimpuesto ciclo. Sin tener ni idea de sueco, uno intuía resonancias vikingas, neblinosas, en esa palabra -Vargtimmen- consonántica y rasposa, que traducida al castellano, La hora del lobo, sonaba como un peligro acechante, como un miedo que se adensa, como una inquietud que se agazapa en los paisajes helados de los nórdicos.

Johan Borg y su esposa Alma viven un retiro -que suponemos temporal- en una apartada isla del (suponemos también) mar Báltico. Johan es un pintor que busca la inspiración, el respiro, el silencio de los humanos que le permita escuchar el susurro de las musas, tan vital y escurridizo. Su mujer, embarazada, le acompaña en la aventura con cara de resignación. Se ve que está muy enamorada de su hombre, y que el amor está por encima del fastidio cotidiano de no disponer de luz, ni de teléfono, ni de servicios médicos, allá en la isla remota a la que sólo llega una barquichuela a motor que les trae las provisiones y los enseres.

Los primeros días de retiro transcurren felices. Él pinta; ella cocina; ellos follan. Luce el sol, cantan los pájaros, y el manzano del huerto produce una cosecha histórica de frutos jugosos. La isla de Vargtimmen, en estos inicios de la película, es un jardín del Edén escandinavo que recuerda mucho al Paraíso que disfrutaron Adán y Eva en las tierras más cálidas de Mesopotamia, miles de años antes, hasta que apareció la serpiente enroscada en el árbol que todo lo jodió. Si en el Génesis todo se venía abajo en el capítulo 3, aquí, en Vargtimmen, Bergman -que viene a ser una serpiente maléfica que oscurece el discurso y confunde a sus personajes- lo jode todo a los veinte minutos de convivencia.

Mientras Johan vaga por la isla en busca de motivos pictóricos, Alma recibe la visita de una anciana que dice tener 216 años, y que le chiva el escondite secreto donde su marido, cada vez más taciturno y distante,  guarda un diario al parecer muy revelador y muy trágico. Uno tendría que haber dejado la película justo ahí, en plena aparición del espectro, porque el rollo de Bergman es una bola de nieve que empieza siendo un detalle y acaba convirtiéndose en una gigantesca desgracia que todo lo arrastra y todo lo ensucia.  Ha sucedido tantas veces... Pero uno, siempre tan responsable con su cinefilia, decide tirar para delante, y confiar en que esta vez escampará tras la tormenta. Craso error. La isla se puebla de seres extraños que uno ya no sabe si son vecinos majaretas o fantasmas convocados por la locura del pintor... Sin tele y sin cerveza, von Sydow pierde la cabeza...

Se vuelve imposible, para un espectador de mediana inteligencia como la mía, distinguir lo que es real o soñado en Vargtimmen, lo que es paranoia o peligro real. Lo que es narración o simbolismo, arte supremo o cultísima tomadura de pelo. Al final, uno se va a la cama con la impresión de haber visto otra vez la película de Kubrick, pero en blanco y negro, y con más suecos, y con más preguntas abandonadas en el aire...





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Psicosis

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Hablan en la radio del impacto que produjo Psicosis en los espectadores de 1960. Tuvo que ser un acontecimiento brutal, rompedor, del que ahora los espectadores modernos, hechos a la sangre y a los terrores, no llegamos a hacernos una idea cabal. No se veía una cosa igual desde que los hermanos Lumière proyectaron su primera película en París, y los asistentes, aterrorizados ante el tren que creían real y próximo, se levantaron despavoridos. Los espectadores de Psicosis eran un público virginal, desentrenado, que se quedó boquiabierto y acojonado con la famosa escena de la ducha. Cuentan, en la radio, que a tanto llegó el miedo, la sugestión, la paranoia tan genuinamente americana, que en Estados Unidos se hundió el mercado de cortinas de baño no transparentes. Algún pobre desgraciado que se ganaba la vida honradamente se fue a la bancarrota por culpa de Alfred Hitchcock. 

Yo mismo, de chaval, recuerdo haberme meado de miedo en la ducha durante semanas, tras haber visto Psicosis en el programa de Ibáñez Serrador, Mis terrores favoritos, en aquellas sesiones de desensibilización al terror que mi padre estableció como obligatorias. Yo cerraba los ojos para aplicarme el champú Geniol y durante aquellos segundos eternos de frotamiento capilar, imaginaba la puerta abierta, la silueta recortada, la mano que apartaba la cortina, el cuchillo jamonero que surcaba el aire... Era un pensamiento estúpido, matemáticamente improbable, allá en el León de los años ochenta, tan lejos de los moteles de carretera donde los norteamericanos perpetran sus psicopatismos. No había familiares locos que vivieran en casa, ni ladrones que buscando el joyero se metieran en el baño disfrazados de bata y peluquín. Era la mía una idiotez estadística, una cagalera sin fundamento, un mero recordar la puta escena porque uno estaba allí, desnudo, bajo el agua, como Janet. Pero ya es sabido que en los segundos eternos del champú los fantasmas vagan a su antojo, alimentándose de espuma, y de agua caliente. Yo también fui una víctima de Psicosis, diferida en el tiempo, algo anacrónica ya. Un sufridor silente bajo la ducha.




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Woody Allen: el documental II

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Si uno fuera espectador atento y disciplinado, de los que busca enseñanzas que perduren en el recuerdo, habría llenado un cuaderno entero con las sabidurías que en el documental sobre Woody Allen crecen como frutas tropicales, exuberantes y sanísimas. Los aforismos acerados, los chistes incisivos, las lecciones utilísimas que este hombre regala cada vez que abre la boca, o se sienta ante la máquina de escribir. Sobre el sexo, sobre la muerte, sobre la humildad del artista que sólo quiere trabajar en lo suyo y que le dejen vivir en paz. Pero uno ha nacido cinéfilo vago, expectante, de los que se arrellanan en el sofá y dejan que la magia transite ante sus ojos, paralizado, idiotizado, con las manos posadas sobre el mando a distancia, y sobre los huevos. Dentro de unos meses apenas recordaré nada jugoso de estas tres horas que se me han pasado volando, como se pasan las horas entre amigos, colegueando, sonriendo, poniéndose uno trascendente de vez en cuando.


Transcribo, a toda prisa, azuzado por la vergüenza creciente que siento por  mi indolencia, estas dos reflexiones de Woody Allen que al menos, en un esfuerzo titánico de mi memoria, he conseguido ubicar en el minuto aproximado del metraje extensísimo, y que ahora recupero manejando el wind y el rewind, el viento y el reviento. La primera es una experiencia infantil en la que me veo reconocido:

 “Mi madre siempre decía que, al principio, yo era un niño muy dulce y alegre. Y después, hacia los cinco años, me volví más gruñón y amargado. Creo que cuando fui consciente de mi mortalidad, no me gustó la idea. “¿Qué quieres decir? ¿Se acaba? ¿Esto no sigue eternamente?” “No, se acaba. Desapareces para siempre” Cuando me di cuenta de eso, pensé: “No cuentes conmigo, este juego no me gusta” Y después de aquello nunca volví a ser el mismo”.

Más tarde, en la intervención que cierra el documental, Woody Allen se lamenta amargamente de la vida, a pesar de haber cosechado tantos éxitos y aplausos, tantos premios y dineros. Lo hace con una sonrisilla desganada que apenas disimula la gravedad –y la humildad desnuda- de lo que confiesa. Viene a ser el corolario de aquella certeza prematura y ya determinante sobre la muerte. La sensación amarga de que la vida no es un videojuego completo, recargable, canjeable por otro en la tienda de informática cuando llegas al final, sino una demo cortísima, cicatera, que sólo te deja jugar un ratito.

       “Cuando miro atrás en mi vida, siento que he tenido mucha suerte de haber cumplido mis sueños de infancia. Quería ser actor de cine, y lo he sido. Quería ser cómico y director de cine, y lo he sido. Quería tocar jazz en Nueva Orleans, y he tocado en desfiles y tugurios en Nueva Orleans. He tocado por todo el mundo en teatros y salas de conciertos. No hay nada en la vida a lo que haya aspirado que no haya podido cumplir. Pero a pesar de todas estas bendiciones, ¿por qué sigo pensando que me han estafado?”




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Woody Allen: el documental

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No debería haber visto Woody Allen: el documental. El amor fraterno que siento por este fulano me ha hecho caer en este pozo sin fondo de su biografía enjundiosa, de su filmografía ejemplar. En las tres horas que dura el documento voy haciendo un repaso mental de las películas que he visto o que he dejado de ver. De las que un día almacené en mi videoteca porque me regalaron una enseñanza o una sonrisa. De las que, entretenidas sin más, fracasaron en esta durísima oposición que es obtener plaza en mi estantería, tan rarito y maniático como soy. 

Y así, enredado en estas memorias, ha vuelto, después de varios meses de calma, el ansia viva que tanto predicaba José Mota. La pulsión neurótica de revisar la filmografía completa de Woody Allen, película a película, diálogo a diálogo. A modo de homenaje, de exégesis, de machada fílmica que establezca un nuevo récord cinéfilo en la comarca, que sólo yo iba a reconocer, y a aplaudir. Una locura parecida a las que perpetré en la juventud, cuando el tiempo parecía infinito, y el culo estaba forjado de una musculatura resistente que aguantaba las grandes sentadas. Ahora ya no tengo edad, ni paciencia, y el culo es una fofería de grasas dispersas, como los lagos de Finlandia, que ya no resiste los maratones, ni casi las carreras de cien metros. Me obsesiona esta idea de programar un gran ciclo de Woody Allen que me ocupe desde aquí hasta el verano, sólo interrumpido por las urgencias ineludibles del canal de pago, y por los partidos de fútbol ungidos en sacramento. Sé que no lo haré; que quizá, como mucho, emprenda un repaso de la filmografía selecta, o de las películas olvidadas. Pero me tienta, me seduce la idea, y en los minutos pares vuelvo a soñar que soy el jovencito inquieto que todo se lo merendaba, y que navegaba feliz por los mares interminables del tiempo...




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Mad Men. Temporada 6

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Tumbado a la bartola en la playa -mientras Jessica Paré, a su lado- se quema la piel perfecta en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper lee estos versos de Dante:

"En mitad del viaje de nuestra vida me descarrié del camino correcto, y al despertar me encontré solo en un bosque oscuro".

Están muy bien traídos para explicar el laberinto vital en el que se halla el protagonista masculino de Mad Men. Están muy bien traídos, en realidad, para explicar el desamparo en el que vive cualquier cuarentón que no sea un imbécil, y que se pare a reflexionar sobre los caminos que ha recorrido, y sobre los que le quedan por recorrer.

Leo en la revista de cine estas explicaciones de Matthew Weiner sobre el espíritu de la serie:

“El tema es que la gente hará lo que sea para aliviar esa ansiedad que proviene del espacio que existe entre un individuo y el resto de la humanidad. La forma en la que nos perciben y cómo somos en realidad. Ese aislamiento es una de las características humanas contra las que luchamos, y la mayoría de nuestras emociones negativas provienen  de alguna perturbación a ese nivel.”

¡Ése era, estúpido de mí, el tema fundamental de Mad Men!. No sólo de la sexta temporada, sino de la serie entera. La soledad y la incomprensión. El abismo insalvable que media entre lo que sentimos y lo que los demás creen que sentimos. Esa distancia insalvable que aquí, en Mad Men, y también en la vida real, tratan de acortar con el alcohol que lubrica las relaciones, con el sexo que acerca los cuerpos, con el éxito profesional que atrae las miradas. Con la amistad cautelosa que nos permite volvernos transparentes de vez en cuando, sin desnudarnos por completo. Seis años he tardado en desentrañar esta intención última de los guionistas, el impulso íntimo de los personajes tan queridos. Y no por deducción propia, sino leyéndolo en una revista. No me he caído del caballo camino de Damasco: me han empujado.

Sobre Mad Men hemos hablado mucho de lo secundario: de la nostalgia de los años sesenta, de la disección del alma americana, de la guerra entre los sexos ambientada en la burguesía pre-pija de Manhattan. De las mujeres hermosísimas, y de los hombres trajeados que nos abrían el deseo o la envidia, según la preferencia. Pero al final, por debajo de todo eso, como una corriente subterránea que regaba los campos floridos y evidentes, estaba la maldita soledad. La compañía incesante de uno mismo.





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