Palíndromos

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Todd Solondz es un cineasta retorcido y deprimente al que a uno le gustaría conocer personalmente, en la compañía cercana de un café -si él supiera castellano, o yo me defendiera con el inglés-,  pues presumo que su filosofía vital y la mía van cogidas de la mano, y encontrarían muchos puntos en común para echarse unas risas, y darse la razón como tontas complacidas.




Los personajes de Todd Solondz son la antítesis humana de los buenazos –y  las buenorras- que me hacen sonreír en Modern family. De su imaginación sólo brotan seres humanos taciturnos, melancólicos, oscuros, frecuentemente trastornados. Mientras que Modern family explora la ciencia-ficción de un ideal humano siempre benefactor, mi amigo Todd, en películas como Palíndromos, retrata a personas muy taradas, muy verosímiles, que aunque padezcan neurosis muy poco frecuentes, sólo están un paso más allá de los avatares cotidianos. Sólo un traspié, o una desgracia, o una mala compañía, nos separa de vivir en esos universos depresivos y desesperados. Los habitantes de Modern family, en cambio, viven en un planeta feliz, virtual y muy lejano, inalcanzable para la colonización humana antes del siglo mil. Como poco.

Diálogo extraído de Palíndromos al que no le quito ni le pongo una coma:

Mark: Las personas acaban como empiezan. Nadie cambia nunca. Creen que cambian pero no. Si ya eres depresiva siempre serás depresiva; si ahora eres una tonta feliz, así es como serás de mayor. Podrás adelgazar, o no tendrás espinillas; podrás broncearte, aumentarte el pecho, cambiar de sexo. Da igual. En esencia, desde delante hasta atrás, tengas trece o cincuenta años, siempre serás la misma.
Aviva: ¿Y tú eres el mismo?
Mark: Sí
Aviva: ¿Te alegras de ser el mismo?
Mark: No importa si me alegro. No tengo elección. No tengo más remedio que elegir lo que elijo, hacer lo que hago, vivir como vivo. Todos somos robots, preprogramados por el código genético de la naturaleza.
 Aviva: ¿Y no hay ninguna esperanza?
Mark: ¿Para qué? Esperamos o nos desesperamos tal como hemos sido programados. Genes y aleatoriedad: es todo lo que hay, y nada importa.


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Farinelli

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Mientras Farinelli se va enredando en un aburridísimo final, uno, siempre pendiente de las cosas cochinas y accesorias, se pregunta por las facultades sexuales de Farinelli -el hombre, el castrato- que en la película satisface largamente a las mujeres, pero sin que nadie explique claramente la cosa del intríngulis. ¿Qué sabe uno de las erecciones o de las eyaculaciones de los castrados? Apenas nada. Más allá de la producción nula de espermatozoides, uno no está seguro de nada. ¿Sienten el mismo deseo sexual? ¿Alcanzan el clímax sin la participación de los testículos? ¿Perseveran largos minutos en su erección, como hacías ese morlaco amatorio de Farinelli que a todas las traía locas? ¿O, por el contrario, en el mundo real de la carne y del hueso, desfallecen repentinamente en su ímpetu? 

Será un rato después, en la wikipedia siempre ilustradora, cuando estas preguntas consigan una respuesta muy anatómica, pero algo indefinida. Mientras tanto, con Farinelli todavía en pantalla, uno, ajeno al espectáculo reiterativo de sus gorgoritos, se entretiene especulando con estas cuestiones, como un adolescente planteándose sus primeras preguntas. Es lo que tienen las malas películas, que sacan a la luz, o más bien a la penumbra, lo más vergonzante de uno mismo.





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Goya en Burdeos

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Goya en Burdeos no es exactamente una película. Es, más bien, una sucesión de pinturas animadas. Un belén viviente que va cambiando de vestidos y decorados mientras el maestro aragonés, en su exilio, nostálgico y enfermo, recuerda sus andanzas en la Villa y Corte de Madrid. Las pictóricas, sí, y las sexuales, sobre todo.

Siempre que he entrado en el Museo del Prado, sacrificando el tiempo del fútbol o de las compras, acabo deambulando por los pasillos marmóreos sin saber muy bien dónde fijar la mirada. ¿Cuáles, entre la infinitud de los cuadros, españoles y flamencos, florentinos y venecianos, merecen realmente el privilegio de una parada, de una observación, de una reflexión artística nacida de la ignorancia supina? ¿El cuadro de la izquierda, quizá? ¿El de la derecha? ¿El del próximo salón? Imposible saberlo. Uno quiere sacrificar tres o cuatro horas en la excursión pictórica, y ya en el primer envite termina arrepentido, mareado, asqueado de su bárbaro desconocimiento sobre el noble arte del pincel. Es por eso que siempre termino refugiándome en los salones menos transitados de Goya, donde cuelgan los retratos inmortales de la estulticia borbónica, y del atavismo salvaje de la españolidad incorregible. 

Sin ser una película conmovedora, Goya en Burdeos sirve al menos para recordarle a uno que las mentes más preclaras de este país tuvieron, como ahora, que exiliarse a la Europa Civilizada para desarrollar sus labores. En los tiempos de Goya, huyendo de Fernando VII y de sus curas, se nos fueron los pintores, los literatos, los dramaturgos, los políticos liberales... Los afrancesados en general, que soñaron en vano con una España moderna y transpirenaica. Ahora, expulsados por los economistas trajeados, y por los mismos curas de siempre, huyen despavoridos nuestros científicos más eminentes, nuestros empresarios más honrados, nuestros profesionales más cualificados. Ya no son en su mayoría afrancesados, sino alemanizados, o escandinavizados. Los Países de los Rubios son ahora el destino universal de los españoles más capaces. 




        
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Copia certificada

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En los primeros minutos de Copia certificada un suspiro de alivio brota de mis pulmones:  Kiarostami abandona el paisaje iraní y nos transporta a la primavera de la Toscana para contarnos el romance entre un escritor inglés y una galerista francesa. Ella es, gracias a los dioeses, Juliette Binoche, que es la quintaesencia de la mujer francesa, y de las señoras guapas.

Se las promete uno muy felices, sí, con esta película que arranca como un Antes del amanecer conversacional y didáctico, con una pareja madurita que toma el relevo de los jovenzuelos que allí se requebraban. Pero se ve que a Kiarostami le jode mucho que el gran público llegue a entender sus intenciones de gran maestro indescifrable. Así que cuando más enganchados nos tenía, y más enamorados estábamos de Juliette Binoche, Abbas, nos introduce en un juego de adivinanzas para demostrarnos, una vez más, que las gentes vulgares no estamos a la altura de sus sesudas intenciones.

¿De qué va, realmente, la pareja protagonista? ¿Es un matrimonio aburrido que juega a la fantasía de ser dos personas recién presentadas? ¿O son, ciertamente, dos simples conocidos que juegan a ser un matrimonio veterano, en lúdico entretenimiento? No sé. Los diálogos, deliberadamente ambiguos, lo mismo te hacen pensar una cosa que la otra. Te vuelven loco... Kiarostami se lo tuvo que pasar teta, planteando este dilema sobre la identidad secreta de los amantes. Pero con su gracieta me jodió la película.  Para una vez que iba a aplaudirlo, y a dedicarle bonitas palabras en este diario, me salió, en la hora final , con otra demostración de su diabólica inteligencia. Pues bueno.




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Luces rojas

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“La razón por la que la gente cree en fantasmas es la misma por la que cree en casas encantadas, o túneles de luz. Porque significaría que hay algo después de la muerte.”

Lo dice el personaje de Margaret Matheson en Luces rojas, y es una gran verdad que ya apareció en este diario a cuento de Insidious, y de Darkness,  películas de terror que pasaron sin pena ni gloria por mi televisor. El personaje de Margaret Matheson -que es una inverosímil doctora en Parapsicología Fraudulenta por la Universidad de Nosédonde- lo interpreta Sigourney Weaver. Y cada vez que habla Sigourney, en cualquier película, es como si sentara cátedra, porque esta mujer, con la edad, y con las arrugas, ha adquirido una presencia y un tono de voz que se vuelven irrefutables. Aunque asegure que por el mar corren las liebres, y que por el monte las sardinas, tralará. La antítesis de cualquier político de nuestros días.

El resto de la película es un timo metapsicológico de manufactura impecable. Un guión imposible que dejamos transcurrir sólo porque somos espectadores comprensivos, y consumidores pasivos con el intelecto mermado. Por eso, y porque no queremos perdernos la belleza delicada de Elizabeth Olsen, que es la hermana pequeña de ese dúo aborrecible de las gemelas Ashley y Mary-Kate. Elizabeth es una belleza sin pretensiones, modesta y alegre. Aquí, en Luces rojas, el guión  le endosa un papel ridículo de mujer florero, pero ella es un jarrón encantador, y sale airosa del empeño con solo prestar su rostro y su sonrisa.



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In time

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En el futuro biotecnológico que plantea In time, ya no es el dinero, sino el tiempo de vida -que la gente contabiliza con un cronómetro insertado en el brazo-, lo que desencadena la avaricia y la aparición de nuevas clases sociales. Cuando el contador llega a cero sobreviene la muerte instantánea, mientras se duerme, o mientras se pasea en mitad de la calle. Más allá de los veinticinco años de edad, que es la longevidad máxima determinada por los genes, todo es tiempo extra que hay que ganarse minuto a minuto, segundo a segundo, en un mundo depravado donde el dinero ya no existe, y todo se paga en tiempo. 
En los barrios protegidos por guardias de seguridad, los millonarios del tiempo dejan transcurrir plácidamente los días, pagando siglos por sus cochazos, o decenios por la compañía de sus prostitutas. Unos kilómetros más allá, en los suburbios de la chusma, la gente muere luchando contra unos precios abusivos del agua, y del pan, que les van robando la vida hasta caerse, literalmente, muertos.

Es un recurso muy inteligente éste que utiliza Andrew Niccol para criticar el capitalismo delictivo de nuestros días. O el capitalismo, directamente, sin el delictivo o el salvaje como epítetos que son más bien pleonasmos. Ningún capitalista hubiera financiado la película, ni la hubiera distribuido posteriormente por el ancho mundo, si el dinero, como en nuestra vida real del siglo XXI, hubiese sido el motor de la avaricia en In time. Demasiado obvio. Demasiado comunista. Las banderas rojas ya sólo están permitidas en los linieres del fútbol, y a cuadritos, junto a otro color, a ser posible el gualda, en patriótica combinación. Con está fábula futurista, Niccol se convierte en un hermano pequeño de Michael Moore, pero más delgado, sin gorrita de béisbol, que habla sobre la lucha de clases aprovechando un producto palomitero, con muchos tiroteos y muchas persecuciones. 

Y con una mujer, Amanda Seyfried, que te mira directamente a los ojos y ya no eres marxista ni revolucionario ni nada de nada, sino un simple pelele enamorado, entregado al sueño pueblerino de su amor imposible.





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El viento nos llevará

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Aunque hace días que juré abandonar este ciclo insufrible y autoimpuesto, coloco en el DVD la cuarta película de Abbas Kiarostami. Ya sólo su título, El viento nos llevará, posee un halo poético que me hace temblar de aburrimiento presentido. Y efectivamente: sólo he tardado cuarenta minutos en darme la razón a mí mismo, como hacen los tontos. 

Un paisaje de ensueño con las montañas del Kurdistán al fondo: eso es lo único que merece la pena en esta historia del fulano que sube y baja la colina con su todoterreno, a la captura de un hilo de señal para su móvil. Colina pa’rriba, colina pa’bajo, y así toda la película. Será el viento que lo lleva, digo yo. O la ventolera, más bien. El siroco del Sahara, que llega hasta el Kurdistán volviendo locas las cabezas. No sé. Y no me importa, además. Basta. El sopor de la película se mezcla con la hiel amarga de mi mala literatura. Que sean otros foreros -como suelo conceder en estos casos- los que carguen contra El viento nos llevará. Sus flechas venenosas son también las mías.


Pataliebre, en Filmaffinity:
              “Kiarostami es uno de los pesados más aburridos que he tenido la oportunidad de ver. Y lo peor es que sus películas parten de premisas cuanto menos prometedoras e interesantes pero que el director, a base de reiteración y de escenas supuestamente poéticas que se alargan más de lo debido, las acaba jodiendo y haciendo que el espectador sufra más de lo que es debido con coñazos de semejante calibre.” 


Kafka, también en Filmaffinity:
“... pero es indiscutible que hacen falta no pocas tragaderas para que el público llano y no cinéfilo pueda soportar tales obras sin los terribles efectos secundarios de la somnolencia, la apatía, el hastío o la desazón”

MamiFriki: 
“Un pueblo muy bonito y unas gentes a las que se le podría haber sacado más partido, creo. Tiene poco que contarnos y mucha cinta por grabar, o se cree que somos tontos y nos tiene que repetir las mismas imágenes unos pocos de cientos de veces a ver si pillamos el simbolismo. Se ve que yo no lo pillé, porque se me iba el santo al cielo y la mente a otra parte. Me recuerda a unos hippies urbanitas que se habían instalado en el pueblo de mi abuela y los oí contarle a otro, maravillados: "Tío, no te lo puedes creer, es que flipas: que plantas una semilla en la tierra y que te sale ¡una lechuga!, tío, ¡¡una lechuga!!". Pues este igual: que hay pueblos, y caminos de tierra, y zanjas, y cabras, y gente que ordeña a las bestias, sitios sin cobertura ... Si no tienes otra cosa que hacer, pues ves el principio y ya te vale. Así no pierdes el tiempo.”





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Lee mis labios

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Gracias a Lee mis labios me reencuentro con el director francés Jacques Audiard, tan admirado en estos escritos. Me entran ganas de explayarme en su figura, y en su cine, tan denso e interesante. Pero termino de ver la película y no sé muy bien qué escribir. Lanzarme a la parrafada sería un ejercicio inútil y de mal gusto, en estas condiciones lamentables del intelecto. Prefiero probar la fórmula que me enseñara el Maestro Venerable: redactar un pequeño catálogo de bondades, cinco detalles, cinco sonrisas, cinco florecillas que me dejó la película sobre el sofá.

1. En Lee mis labios he encontrado a un alma gemela de la sordera que desconecta el audífono cuando la realidad sonora se vuelve insufrible, o insultante. Yo, que también padezco del mal oído, pero que aún no he llegado a la necesidad del audífono, me protejo del mundo con los auriculares de la radio, que llevo a todos los sitios, en prevención de los encontronazos sociales. Carla quitando su aparato y yo poniendo el mío, compartimos un aislamiento que es al mismo tiempo maldición y deseo.
2. Los ojos de esta mujer, Emmanuelle Davos, musa de Jacques Audiard, actriz consumada y preciosa, que lleva dos esmeraldas guardadas en los ojos.
3. Sus labios carnosos, carnales, casi excesivos, que por momentos se salen de la pantalla como aquellos de Videodrome a los que James Woods, arrebatado en su alucinación, besaba como reales. Una envidia, su chaladura.
4. La Torre Eiffel, una vez más, brillando en la noche de París, observada desde esta azotea donde los dos tunantes, el matón y la sorda, planean su robo. Nunca he estado en París, ni en su noche, pero es una ciudad que siento muy mía, tantas veces visitada en la ficción de los franceses. Me he enamorado muchas veces de las parisinas, en sus calles siempre limpias, bajo su cielo siempre plomizo.
5. Monica Bellucci no trabaja en esta película, pero si Vincent Cassel, su marido, y verle a él es como pensar en ella.




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The Newsroom. Temporada 3

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Termino de ver la última temporada de The Newsroom y sonrío de agradecimiento cuando aparecen los títulos de crédito. Es difícil hacerlo mejor. Escribir mejor. The Newsroom, además de ser una serie sobresaliente, es una serie pertinente. Ahora que en las televisiones reales ya no queda ningún informativo imparcial, uno ve The Newsroom como una nostalgia del periodismo que pudo haber sido y no fue, el americano, y el nuestro. El informativo de la ACN es el telediario que Aaron Sorkin ha escrito como una ciencia-ficción de lo ideal: uno de centro político que no es la suma de los neonazis y los postsoviéticos partida por dos, sino el pedestal ético donde las noticias se verifican y las fuentes se contrastan. Un informativo que no pretende ser republicano ni demócrata, como aquí no tendría que ser ni de izquierdas ni de derechas. Porque, además, un informativo que dijera la verdad y sólo la verdad sobre los poderes reales que nos dan por el saco, ya sería, por definición, de izquierdas. Un informativo donde el frío no fuera noticia en invierno, ni el calor en verano. Donde los avances científicos y las injusticias sociales fueran las noticias de portada, y no la cadera operada de un monarca, o el viaje de un ministro a echarse unas risas con los colegas, para no hacer nada importante a favor de la peña. Un informativo como dios manda, ahora que el otro Dios, el de los ricos, el que siempre ha llevado la letra mayúscula, manda en todos ellos. 




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