Lisboa Story

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La mujer que canta en las sombras de Lisboa es Teresa Salgueiro, la diva de la canción que en la película, además de cantar, y de dejar al protagonista -y a todos nosotros- sobrecogido de admiración, y malherido de amor, se marca unos minutitos como actriz, en dos diálogos que son como oro puro para quienes deseamos fundirnos en su mirada. Cuando Teresa canta, acompañada de sus músicos, uno siente ganas de llorar. A veces son lloros húmedos que se derraman en soledad; otras veces son lágrimas simbólicas que caen por dentro, pero no con dolor, ni con pesar, pues en esos trances la voz de Teresa es un bálsamo que cura las heridas. Uno llora acongojado por la belleza de su voz, abrumado por la certeza de que este mundo, a pesar de todo, regala momentos únicos e irrepetibles. Lloramos como lloraba el chico de American Beauty contemplando el revoloteo de la bolsa de plástico.

Lisboa story no es una gran película. Ni mucho menos. Cuando Teresa no canta, Wenders aprovecha nuestro desconcierto, nuestra ansiedad de volver a encontrarla, para soltarnos un rollo metafísico sobre la metafilmidad de las películas. Unas zarandajas psicológicas sobre la imagen fugitiva y la permanencia de su impronta que nada nos interesan, aunque Wenders tenga el buen gusto de ilustrarlas con bonitas imágenes del Tajo, y de los barrios lisboetas más vetustos. Hay un momento fatídico en que el que saca a Manoel de Olivera para que nos recite sus filosofías, en una promoción del maestro portugués que, más que aportarle nuevos seguidores, se los habrá quitado para siempre, porque todo lo que dice el venerable anciano es nextricable, irresumible, inalcanzable para los legos mortales.

Lisboa story cuenta las andanzas de un ingeniero de sonido alemán que allá por el año 95, empujado por la necesidad laboral, cruza la Europa desarrollada de las autopistas para entrar en el Portugal subdesarrollado de las carreteras nacionales, a ganarse el pan en Lisboa. Pero ese trueque de carreteras, que deja en tan mal lugar a los lusos, no se produce en la frontera: se produce muchos kilómetros antes, en nuestro suelo, en una carretera que parece mexicana de los tiempos de Pancho Villa. Es una exageración eurocéntrica de Win Wenders, claro está, acostumbrado a la eficacia funcional de lo alemán. Pero dice mucho, su exabrupto, del estado actual de las cosas. De cómo nos veían, y de cómo nos siguen viendo, nuestros amos de Alemania, convencidos de que aquí todo el mundo viste con boina o gasta uniforme de camarero. 



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