Y la vida continúa

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Después de dos semanas de vacaciones yendo de acá para allá, regreso al Irán de nuestros futuros enemigos para retomar el conocimiento de su cultura milenaria, y a ser posible, de sus tácticas militares secretas. Ahora lo hago de la mano de Abbas Kiarostami, quien fuera maestro de Jafar Panahi en el oficio  de sacar la cámara a pasear. Y digo esto porque después de haber visto la primera hora de Y la vida continúa, antes de quedarme dormido en el sofá, intuyo que sus películas van a seguir los mismos derroteros, sólo que Kiarostami prefiere dar sus paseos por el mundo rural, y Panahi tiene querencia por el paisaje urbano de Teherán. 




La primera media hora de Y la vida continúa cuenta las andanzas automovilísticas de un padre y un hijo que buscan desesperadamente a otro chaval, un antiguo actor infantil que vive a tomar por el culo en las montañas, en un remoto pueblo llamado Koker, allá donde Cristo perdió el mechero. Un paraje, además, que ha quedado aislado de las rutas principales por culpa del terremoto brutal que asoló la región –a true life story- en el año 90.


-  ¿Vamos bien para Koker?
-  
-  ¿Vamos bien para Koker
-  No, mejor por allí...

Y así todo el rato, mientras atisbamos, a través de las ventanillas, la magnitud morrocotuda de la tragedia, en forma de pueblos derruidos, gentes llorosas en el arcén y enormes bloques de piedra caídos sobre la carretera.
En la segunda media hora, padre e hijo paran en un pueblo que no es todavía Koker a reponer fuerzas, a beber agua, a repreguntar otra vez el camino. El padre aprovecha el descanso para charlar con los vecinos y hacerse una idea de la devastación brutal del seísmo, mientras el hijo, que es un hiperactivo de tomo y lomo, además de un plasta y de un resabiado, va dando la murga a los parroquianos;

 Puya, ¿estás por ahí?
 Sí, papá, no te preocupes
  Puya, ¿estás bien?
 Que sí, papá...


No hay mucha acción, como se ve. Los paisajes son bonitos, eso sí, a veces como de una Almería recocida al sol, a veces como de las montañas redondeadas y verdes de Galicia. El Irán Profundo es verdaderamente un solaz para la mirada, que de otro modo se perdería en los detalles de este salón que me acoge, ya tantas veces visto. Más allá de las vestimentas y del idioma, no se ve una idiosincrasia  que a uno le haga pensar que está visitando otra civilización. Los iraníes del agro mueren y sobreviven al terremoto como lo haríamos los infieles occidentales sorprendidos en tal brete. Se lamentan y maldicen del mismo modo. Cuando se expresan ante la cámara, unos por verdadera fe y otros por miedo a los ayatolás, todos dicen confiar en las decisiones inexorables y justas del mismo dios al que ellos llaman Alá. En las antípodas de la guerra futura, sus lamentos y esperanzas nos resultan muy familiares.



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