Crazy stupid love

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Hay películas que como Crazy, stupid, love te ganan desde el título, porque en él se resume, con una cita elegante, la esencia de una gran verdad: que el amor es realmente un sentimiento loco y estúpido, aunque inevitable, como todos sabemos. De no ser así, indomable y anárquico, no estaríamos hoy aquí: ni quien esto malescribe, ni quien condesciende en leer las ocurrencias.

Que Steve Carell sea la estrella del reparto no es una casualidad. Crazy, stupid, love necesita su rostro ambiguo para dar con el tono justo de la comedia agria. Quieres reírte con él, en los amoríos y los desamoríos, en los requiebros y los desplantes, pero la sonrisa que a uno le sale es de simpatía, de reconocimiento de uno mismo en su personaje, más que de regocijo, o de burla. Quien no se identifique con alguna de las desventuras aquí retratadas, es que vaga por la vida sin un corazón que lo anime.

Iba para gran película, Crazy, stupid, love. Para segundo sobresaliente consecutivo en esta nueva tierra de promisión que parezco haber encontrado. Por debajo de sus chistes y sus equívocos, fluía una filosofía muy afín a mi pensamiento, como de finales del otoño, como de día que amanece melancólico y tonto. Pero sucede que los actores tienen que comer, y pagar las facturas de sus mansiones, y para ello necesitan el dinero abundantísimo de las taquillas. Es por eso que al final, después del gran trabajo de cinismo que habían desarrollado, se pliegan a un desenlace donde el amor triunfa, la esperanza se impone y las nubes plomizas dejan paso al solazo que nos alumbra. El negocio del cine, no nos olvidemos, vive sostenido por los optimistas. Ellos son quienes abarrotan las salas y los salones. Los depresivos y los nihilistas sólo aportamos el chocolate del loro. Somos el espíritu crítico que clama por la verosimilitud en el desierto.




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