Margin Call

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Veo, en dos tandas de cuarenta y cinco minutos cada una, porque el sueño de la siesta es poderoso y tiránico, y no conoce aplazamientos ni concesiones, Margin Call, esta película que aborda las horas previas al hundimiento de un banco inversor que recuerda mucho, pero mucho, joder qué casualidad, a la estética y a la moral de Lehman Brothers.

        A Margin Call se le agradece que no trate de explicarnos, a los espectadores que no leemos las páginas salmón de los periódicos, cuáles son los mecanismos financieros que dieron al traste con el negocio de las hipotecas y los castillos en el aire. Uno ya escarmentó en su día con Inside Job, que era un documental que prometía explicarlo todo y nos dejó igual que estábamos, porque no conocemos la germanía, ni entendemos las matemáticas, ni nos aclaramos con los conceptos. Y porque sospechamos, además, que nadie nos contará jamás la verdad última del asunto, la arquitectura oculta del desaguisado, por muy didácticos y radicales que se pongan los documentalistas y los cineastas. Pues la cruda verdad, la simple y siniestra, es la que financia sus proyectos profesionales, y paga sus hipotecas, y al final siempre hay un alto ejecutivo en el despacho que grita: "¡Hasta aquí hemos llegado!"




        Se le agradece también, a Margin Call que ponga frente a frente, en duelos diálecticos de primera categoría, con mucha filosofía del egoísmo y mucha reflexión sobre la avaricia, a dos tipos como Jeremy Irons y Kevin Spacey, que en los amplios salones que dominan Manhattan se visten para la esgrima con trajes de ejecutivos sin alma, y toman sus floretes muy afilados para brindarnos una lucha épica de estocadas finísimas, de fintas elegantes, de una agresividad animal enmascarada con formas exquisitas. Qué fulanos. Impagables. En Margin Call, y en todas las demás.


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