La cinta blanca

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Termino el miniciclo dedicado a Michael Haneke con La cinta blanca. La película es, a falta de un adjetivo mejor, y menos manido, perturbadora. Como en Caché, Haneke nos vuelve a enredar con un mcguffin detectivesco que en realidad poco importa. Su único interés es que permanezcamos atentos a la degradación moral de ese pueblo alemán en vísperas de la I Guerra Mundial. ¿Que quién cometía las atrocidades? Qué mas da... Lo atroz era el pueblo en sí, con su estructura feudal, su doble moral, su disciplina represiva.

La cinta blanca contiene las escenas más brutales que uno ha visto en mucho tiempo, sin sangre, y sin chirridos: sólo personas que hablan, que amenazan, que sostienen la mirada con lágrimas en los ojos, planeando la venganza. Personajes llenos de odio, de agravios, que se reúnen hipócritamente en la fiesta del fin de la cosecha, o en la iglesia, los domingos y fiestas de guardar. Una sociedad entera resumida en un pueblo; la humanidad entera, resumida en un puñado de personajes. Haneke es el gran nihilista del cine actual. Al final, en todas sus películas, el ser humano queda como un animal muy poco recomendable, insolidario y cruel, egoísta y dañino. Prescindible y vacío.

La cinta blanca ha sido la última película de mis treinta y tantos años. Hoy cumplo 39 años y 364 días. Ha estado bien terminar este período con una obra maestra. Es el bonito colofón a una década no tan bonita para el amor y los sueños. Hace dos lustros yo no escribía este diario, así que no puedo saber con qué película cerré aquella década, tampoco gloriosa, ni torrencial, ni aventurera, ni sexualmente triunfante, pero sí, al menos, más feliz que esta última, como supongo que es la norma general.


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