Ready Player One

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Últimamente no presto mucha atención cuando leo las informaciones o me recomiendan las películas, porque los asuntos personales interfieren en la concentración. Quizá por eso, porque cogí cuatro datos al vuelo sin profundizar demasiado, pensé que Ready Player One era una película de acción frenética pero con gente real, al estilo clásico de don Steven. Algo así como una aventura de Indiana Jones pero en plan futurista, para los chavales de ahora, con héroes adolescentes, bichos a mansalva, malotes de pacotilla, efectos especiales de mucho ruido y mucho fuego para que en las salas de cine no se oiga el pitido de los teléfonos ni el masticar de las palomitas.


    Así que he venido a la nueva película de Steven Spielberg sin saber que ésta no era tal, sino la demo de un videojuego: "Oasis", uno que flipará a toda la chavalada y parte de la adultada en el año 2045, junto al FIFA 45. En Oasis -llamado así porque la vida real se ha vuelto irrespirable en el futuro, y sólo dentro del juego puede uno soñar y comportarse en libertad- hay que conseguir unas llaves, descifrar unas pistas, recibir los parabienes de un sabio encapuchado que es el propio creador del juego: un incel que al llegar a la edad de merecer se refugió en la masturbación y en la soledad ante el ordenador. Apartado de las mujeres -que es lo mismo que decir que apartado del mundo, como los monjes, o como los pastores en los montes-, el tal Halliday crea una aventura que recorre muchos iconos culturales de las últimas décadas, desde Parque Jurásico al Gigante de Hierro, desde el Halcón Milenario al Delorean de Marty McFly. Y es en eso, y sólo en eso, en la búsqueda continua de los guiños, las referencias, los cachivaches, los huevos de Pascua escondidos en el barullo cacofónico de las peleas, donde uno, que ya va para cuarentón largo y se marea pronto en estos campos de batalla, encuentra un mínimo de diversión en la película. Pero agarrado a la cornisa con una sola mano, no vayan a creerse.





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¡Lumière! Comienza la aventura

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Los obreros que salen de la fábrica, los viajeros que esperan el tren, el regador regado y el cabrocente del chaval... Están todos muertos. No queda ni uno. Los viandantes de Lyon y los viandantes de París. También los hermanos Lumière, por supuesto, que aparecían en algunas de las primeras filmaciones. Huesos y polvo. Quizá ya ni eso. Manchas en el viejo celuloide. Ceros y unos en los modernos dispositivos que alternan puntos blancos y negros para conformar cuerpos y rostros. Fantasmas convocados por la tecnología. Están muertos los niños que se bañan en el río, los soldados que bailan la jota, los vietnamitas que salen corriendo detrás de la cámara... Hologramas de una vida pretérita. Los ciclistas, los alpinistas, los visitantes de la Exposición Universal. Los que se afanan en la fábrica o sonríen en el ocio. El cine es un viaje mortuorio, un recordatorio de difuntos. Como los cuadros de los museos, o las viejas fotografías, o los mosaicos de los romanos. Pero en el cine la gente se mueve, gesticula, llora y sonríe, y el efecto que producen un siglo más tarde es devastador. Están vivos en esa muerte congelada y activa. Indiferentes al tiempo. Atrapados sin saberlo en las dos dimensiones carcelarias del viejo celuloide. Como los tres malotes de Supermán II, que vivían como muertos en aquella lámina de plexiglás que surcaba el espacio.


    Sin embargo, de las ciudades que retrataron los hermanos Lumière y su equipo de camarógrafos, quedan los esqueletos, las trazas, los edificios más simbólicos. Operadas hasta las cejas, las ciudades han sobrevivido. Pero sus inquietos habitantes no. Las 108 películas que se muestran en ¡Lumière, comienza la aventura! son otros tantos 108 viajes al más allá. El cine puede ser rabiosa actualidad y rabiosa muerte, y esta retrospectiva es una pura sesión de espiritismo. Apagas las luces, enciendes la tele, suena la música de Saint-Saëns, y te dejas llevar por la voz sugerente de Thierry Frémaux, que ejerce de médium. Supongo que sin él, sin su entusiasmo, sin su pedagogía, esta experiencia del cine arcaico, del cine mortuorio, no sería la misma. Él proporciona el contexto y la pincelada. Los demás unimos las manos y convocamos en actitud recogida a los espíritus.




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Un lugar tranquilo

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La película se iba a titular No me chilles que no te veo, porque estos alienígenas son ciegos y sólo pueden guiarse con su oído complejísimo. Pero el chiste del título ya estaba cogido por Gene Wilder y Richard Pryor en su mítico descojono, así que esta nueva batalla del ser humano contra los aliens se llama, en sutil ironía, Un lugar tranquilo. Y es una ironía porque tal reino del silencio es el planeta Tierra convertido ya en el cementerio de la humanidad, devastado por esta raza a medio camino entre los aliens de Ridley Scott y los insectos de Paul Verhoeven.

    Esta raza de extraterrestres que persigue a Emily Blunt y al suertudo de su marido no soporta ningún tipo de ruido, de tal modo que sólo tienes que carraspear o que recibir un aviso del Whatsapp para que aparezca uno de ellos a tu lado, a la velocidad del rayo, y te abra las tripas de un zarpazo certero. No toleran la más mínima. Su triple oído viene a ser como el séptuple estómago de Alf: una maldición de la biología que les trae todo el día en jaque, buscando fuentes de sonido o persiguiendo gatos entre las sillas. 

    Yo, en cierto modo, entiendo a estos bichos de Un lugar tranquilo. No voy a decir que voy con ellos en la película, porque sería exagerar demasiado. Y yo, además, siempre estoy con Emily Blunt en cualquier papel que ella interprete. Pero tengo que confesar que una parte de mi simpatía, un residuo del tanto por ciento, está con ellos, aunque sean tan feos y tan poco misericordiosos. Los seres humanos somos unos animales estridentes y vocingleros. Hemos convertido el mundo en un lodazal de mierda, en un mar de plástico, en una atmósfera de veneno. Y, también, en un escándalo de ruidos. Los cazadores recolectores, como mucho, se tiraban pedos, se silbaban en el peligro, jadeaban de placer en los actos reproductores. Algún grito de dolor rompía de vez en cuando la armonía de la naturaleza. Y poco más. Mi perrito Eddie, sin ir más lejos, es un ser vivo que apenas produce cuatro ladridos durante el día, y algún que otro bostezo en los días tristones. El bípedo implume es más bien el homo sonorus, el tocacojonus timpanensis. Donde no alcanzan las ordenanzas municipales  ni las apelaciones al sentido común, tal vez alcance una buena invasión de extraterrestres que por fin implante el Club Diógenes a nivel global, y uno ya pueda leer  o ver la película del día sin las distracciones habituales.



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Good Time

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Si quieres ganar pasta, pasta gansa, y tienes la suerte de que Dios te ha dado un hermano como Dustin Hoffman en Rain Man, lo mejor que puedes hacer es subirlo al coche de un empujón y llevarle a Las Vegas mientras le explicas las cuatro reglas del asunto y vas ordeñando los casinos con mucho disimulo antes de devolverlo a la residencia que lo cuida con tanto mimo.

    Pero si tu hermano no es un savant brillante como Raymond Babbitt, sino un simple deficiente como Nick Nikas -que ya parece un nombre hiriente, como puesto adrede para el cachondeo- lo único que puedes hacer con él, tan cortico, tan poco agraciado, es robar un banco con caretas de goma y rezar para que entienda las dos o tres instrucciones que le has dado: que no dispare, que no te llame por tu nombre, que repita exactamente “¡Esto es un atraco!” y nada más. Que no improvise y meta la pata en cualquier exceso de adrenalina. Podrías dejarlo en casa, claro está, para que no estropeara el atraco, y luego contarle que te has ido al cine, o a la peluquería, y que has encontrado esa bolsa llena de billetes en la acera. Él se iba a creer cualquier cosa, pobrecico. Pero su presencia física es intimidatoria, como de oso peligroso, y eso viene bien para acojonar al personal de las ventanillas. Y además, oculto bajo la careta, nadie va a darse cuenta de que has ido a recogerlo a la institución especial diez minutos antes de dar el palo.


    Sucede, además, que Connie Nikas, el hermano inteligente, tampoco es muy inteligente que digamos, nada que ver con el Tom Cruise de Rain Man. Connie es más bien un listillo de barrio que se aturulla en las decisiones importantes, cuando los nervios se imponen a la razón. Y así, con esos mimbres, unidos por un apellido tan poco aristocrático, los dos hermanos realizan un atraco que en realidad, contra todo pronóstico, ejecutan a la perfección, sin complicaciones, sin muertos, con el dinero a buen recaudo en el maletín. Pero la desgracia siempre sobrevuela sobre los desgraciados, pues ésa es su definición, como una nube personalizada que siempre llueve sobre sus cabezas. Y lo que era un trabajo de diez minutos se convierte en una noche toledana que dura casi dos horas en nuestros televisores. Con muchas hostias, muchas decisiones equivocadas, muchas fatalidades que se van sucediendo a ritmo de speed y otras drogas variadas.. Lo de Good Time es, evidentemente, una ironía.




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American History X

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Sigo pensando que American History X está muy sobrevalorada. Pero sé que en esto pertenezco a una minoría de espectadores. La segunda oportunidad no ha servido para nada, como suele suceder, en cambio, con los amores que se atraviesan. En mi gusto peculiar y viciado, American History X es un videoclip sobre el rapero blanco que se las tiene tiesas con los raperos negros, allá en el barrio, en las canchas de baloncesto, en las dependencias carcelarias, donde lo mismo te sacan una sirla en el patio que una polla mientras te duchas. Un conflicto racial que nos queda muy lejos a los de la Piel de Toro, porque aquí, la verdad, de estos racismos tan exacerbados y violentos, se ven muy pocos. Sólo cuando gobiernan los que yo me sé, y recibimos a los inmigrantes con pelotas de goma antes de que posen el pie sobre la playa y ya no haya más remedio que acogerlos, y presumir de hospitalarios, y de ejemplo para el resto de Europa.

    Aquí el racismo tiene muy poco que ver con los supremacistas blancos y con los afroamericanos pandilleros. El racismo que ahora nos ocupa es uno de taifas, de caucásicos que tratan de diferenciarse y de sobresalir por cualquier tontería. Xenofobias de nivel muy bajo, de tipos que consideran inferior al que nació más allá del río, o del trigal. Una cosa muy banal que no justifica ir armado hasta los dientes, como en la película, ni liarse a hostias por cualquier mirada atravesada, y luego pasarse años en la cárcel por la tontería de un arrebato. 

    Hace veinte años -¡los años que ya tiene la película, madre de Dios!- sí estaban de moda los pandilleos de neofascistas que tomaban el centro de Madrid, y los baretos de las provincias, y los fondos de los estadios de fútbol, y que acojonaban al personal cada 20 de Noviembre levantando el brazo en saludo al fallecido dictador. Pero esta gente se ha ido diluyendo. Casi han desaparecido de las calles. Supongo que siguen en sus locales de mala muerte, en sus foros de internet, repitiendo las consignas absurdas de Edward Norton en la película. Pero han dejado de preocuparnos como nos preocupaban antes, y la película se resiente por estar tan alejada de la actualidad.





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The Party

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The Party es una película que trata sobre la infidelidad: la consumada, la planeada, la que todavía no ha encontrado sustituto o sustituta. La infidelidad DEFCON 1, podríamos decir, la DEFCON 2… En realidad, todas las películas tratan sobre la infidelidad y no sobre el amor. Porque el amor es algo aburrido, sin conflicto, muy poco noticiable si le ponemos una cámara delante, como un arrumaco de los participantes en Gran Herrmano, íntimo, insulso, de un cotidiano que asusta. Sólo la posibilidad de perderlo, o de reencontrarlo, o de patear el culo de quien nos lo arrebató, alienta los dramas y las sátiras.


    The Party es una reunión de amigos que muy pronto dejarán de serlo. O que ya no lo eran, en verdad, y sólo fingían la amistad hasta dar con el cabronazo que se acostaba con mengana, o con la cabronaza que se acostaba con mengano. O que se lo estaba pensando e iniciaba los juegos preliminares... Unos amigos muy progres del ala menos progre del Partido Laborista que se reúnen en casa de la próxima ministra a desconchar el champán y escrutarse con la mirada. Viejos guerreros y vetustas guerreras que lucharon contra la Thatcher en los tiempos de las cargas policiales y los adoquines que volaban. Y eso, como se sabe, une para siempre, en lo afectivo, y a veces, también, en lo sexual. Enredos inextricables que los años y las décadas no terminan de dilucidar. 

    En The Party se respira un ambiente malsano cuando cesan las cortesías y los parabienes. Los silencios son incómodos. Una peste a engaño sale de la cocina mezclada con el humo del guiso arruinado. Como una versión light de la novela de Agatha Christie: siete negritos y negritas han sido confinados en la fiesta para que les vayan saliendo los cuernos de uno en uno.





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Narcos. Temporada 2

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La lucha contra el narcotráfico es una de esas labores que realmente no mejoran el mundo. Sólo lo mantienen como está. Como el oficio de barrer las calles, o de fregar los platos, o de podar los árboles. Necesarios, en verdad, porque si no viviríamos anegados por la mierda, o enredados en una selva, pero poco gratificantes en realidad, porque lo que se limpia, o lo que se poda, siempre termina por resurgir. Así es el oficio de estos agentes de la ley, americanos y colombianos, políticos y militares, que en la segunda temporada de Narcos siguen a la caza y captura de Pablo Escobar. Tan obcecados están, tan seguros se ven de obtener la victoria final (que ya sólo depende de dar con las transmisiones que el Innombrable emite desde su última covacha)- que por un momento llegan a olvidar que el trono del crimen lo ocupará al instante, sin transición, como un mosquito que sustituye al palmoteado, otro tipo sin los mismos escrúpulos. Uno que también vivirá rodeado de matones en su mansión de lujo, inalcanzable para la ley en sus comienzos, tan carnicero y tan despiadado como el orondo de Medellín, con las mismas aspiraciones de enterrarse vivo en billetes y poner en jaque al mismísimo gobierno de Colombia si no le dejan realizarse como el puto jefe de la mandanga.

    No sé ahora cómo andará  la cosa. En la cronología de la serie, el cártel de Cali acaba de sustituir al cártel de Medellín como epicentro del negocio, y en la tercera temporada, los mismos barrenderos de la hojarasca trasladarán sus bártulos y sus gafas de sol a la nueva ciudad del pecado. Ahora, mientras escribo esto, en el año del señor de 2018, tal vez sea el cártel de Bogotá, o el de Cartagena de Indias -o quíén sabe, incluso, si el de Macondo, mitad real y mitad mágico, y por tanto más difícil de combatir- el que corta el bacalao además de las papelinas. Da igual. Los tipos que persiguieron a Pablo Escobar durante dos temporadas completas ya viven retirados, o están a punto de, y me darían la razón en esto de que su oficio es como fumigar cucarachas que vuelven a reproducirse como brotadas de un averno.


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Sin amor

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Vivir sin amor, así, a secas, es lo más normal del mundo. Incluso en pareja. En los rescoldos de la pasión se forman otros pegamentos que sostienen el tinglado. Y el tinglado, a veces, dura años, en perfecta armonía, sin tirarse los trastos, juntando tripa con culo en las horas del dormir. Así es como llegan al final las parejas más longevas, y más envidiables, manteniendo una temperatura confortable, estable, que ya no es el volcán de la pasión, ni el hielo de la indiferencia. 

    El amor, en realidad, no hay quien lo aguante demasiado tiempo: no duermes, no comes, no vives, todo te sobreexcita o te sobresalta. Es como vivir enganchado a la cocaína. No hay cuerpo que lo soporte. No estamos diseñados para la dicha perpétua, para la felicidad sin tacha. Tarde o temprano hay que pisar el freno. Inhalar impurezas. Cortar la droga. Instalarse en otro ritmo, en otra respiración. Dejar de amarse hasta el paroxismo y firmar un nuevo contrato. El amor es un sentimiento muy volátil, y muy escaso, en realidad. No es casual que se siga declarando con anillos de oro o con diamantes engarzados: eso habla de su rareza, casi de su excentricidad. Todos hemos vivido el amor, incluso el gran amor, y por eso sabemos que cuanto más asciende a los cielos más probabilidades tiene de pincharse. 

    El amor es una cosa más propia de las películas que de la vida real. Lo que pasa es que nos hemos criado amorrados a la pantalla de cine, al televisor del salón, y a veces ya no distinguimos los sentimientos reales de los sentimientos que soñamos. El amor es un recurso escaso, esquivo, como el sol en las películas de Andrey Zvyagintsev. Y no es lo mismo vivir sin amor a orillas del mar, o en la campiña de las vides, como en un desencuentro de Eric Rohmer, que padecerlo en este Moscú desangelado de la película, entre edificios de hormigón que legaron los soviéticos. Aquí hay nieve, frío, una desolación poética y muy triste de la naturaleza. Como si el general Invierno se colara entre los abrigos y congelara los buenos sentimientos, y las buenas intenciones.






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