Downsizing

🌟🌟🌟

Los escandinavos nos han mostrado lo mejor de los tiempos modernos: el bienestar, la socialdemocracia, la mujer liberada de su yugo... El fin de la familia tradicional. Las suecas en bikini bronceándose en las playas. La rubia de ABBA y los goles de Zlatan. 

No es casual, por tanto, que en la ficción de Downsizing ellos sean los primeros en tomar la medida más eficaz para salvar al planeta: miniaturizarnos. Mientras inventamos las naves que nos lleven a Marte para dejarlo todo como un lodazal, ellos piensan que lo mejor es ir pasando desapercibidos. Como el increíble hombre menguante de aquella otra película, el que luchaba contra la araña armado de una aguja. La solución está en hacernos tan pequeños que una galleta María nos dure una semana completa. Que un vaso de agua nos baste para ducharnos. Que la mierda de todo un año quepa en una sola bolsa de basura. Sin operaciones, sin rayos catódicos, con una simple inyección que provoca un leve dolor de cabeza. Tecnología nórdica a su alcance.


  En las películas, los escandinavos así reducidos forman comunas New Age en los fiordos de sus geografías, y con una sola maceta de marihuana tienen para ir flipados el resto de la película. Hay algo de Vickie el Vikingo en esas casas de madera a orillas del mar. Pero los americanos, cuando saben del invento, prefieren sacar las calculadoras del bolsillo y buscar un beneficio empresarial. Ellos son así. Si los suecos se hacen pequeños para vivir en La Comarca de los Hobbits, los americanos lo hacen para instalarse en un campo de golf con mansiones a su alrededor. Como jubilarse en Florida, pero antes de tiempo, y sin tener que cotizar. 

    Pero claro: en toda utopía humana siempre hay alguien que limpia la mierda, que repasa el retrete, que maneja el mocho de la lejía. Y el ciclo de los ricos y de los pobres vuelve a empezar. Algunos se miniaturizaron con la esperanza de vivir como pachás y se encontraron sirviendo a los mismos tipos que servían en Grandelandia. Los americanos son incorregibles. Y me temo que el ser humano también. Un ejemplar reducido de El Capital ya empieza a venderse en las librerías clandestinas de Pequeciudad...



Leer más...

Fuera de juego

🌟🌟🌟

Decía Bill Shankly –o dicen que dijo- que el fútbol no era una cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más importante. Quizá exageraba, el viejo Shank, pero no demasiado. El fútbol nos impregna, nos define, nos atraviesa de la cabeza a los pies, como un rayo vallecano, o de otro sito. 

    Es como preguntarle a un cristiano por Jesucristo: lo irracional se apodera del mando a distancia. La fe, la tribu, la creencia en algo superior... El Cielo, o el Club, de nuestros amores. Da un poco lo mismo. Es la misma trampa del sentimiento. Esa metáfora tan socorrida del dios Balón no es ninguna tontería: los futboleros también tenemos nuestro bautismo en el estadio, nuestra comunión con el equipo, nuestra confirmación en la fe verdadera. Nuestro matrimonio para siempre. Es más fácil apostatar de Dios que apostatar del juego divino: la vida sin Dios tiene una explicación, como enseñaban los viejos griegos o Hawking el astrónomo, pero la vida sin fútbol todavía no la ha comprendido nadie. Aunque disimulen, esos ateos.

    Los futboleros somos convecinos, conciudadanos,  pero vivimos instalados en otro rollo. El fútbol se rige por otro calendario que no es ni chino ni gregoriano. Zaragozano, si acaso, para los del Real Zaragoza. Nosotros no empezamos el año en enero, sino en agosto, y no lo terminamos en diciembre, sino en mayo -o en junio si hay Mundial o Eurocopa. Y así vivimos, descabalados respecto a los demás, que hablan de años y de estaciones como ciudadanos productivos mientras  nosotros nos regimos por las pretemporadas, por los parones de la Champions, por el tiempo destinado a los fichajes, ajenos a los ciclos de la naturaleza y a las fiestas de los curas. 

Somos tan diferentes, y vamos tan a nuestra bola, que el matrimonio con alguien que no esté en el ajo, que no sienta los mismos colores, ya se considera legalmente mixto en algunos países muy avanzados: los nórdicos creo, o los holandeses, como si se casaran dos personas de religiones distintas, o de países distantes. Hay choques doctrinales o culturales menos insalvables que éste del futbolero con la no futbolera, o viceversa. No le queda nada al pobre Paul, y a la pobre Sarah, por mucho que se amen... 

El ménage à trois con el Arsenal va a ser de campeonato.





Leer más...

Familia

🌟🌟🌟🌟

Todas las familias se han vuelto, en cierto modo, de alquiler. Como ésta que Juan Luis Galiardo contrata en la película. En las teocracias de nuestra niñez la gente se casaba para siempre y la familia era la Familia, la famiglia, como si viviéramos en Sicilia. Y para preservar esta unidad indisoluble durante décadas y décadas, los cónyuges se iban de amantes, de putas, de butaneros, de secretarias... La infidelidad era necesaria para mantener la fidelidad jurada ante el altar o ante los dioses. La válvula de escape, en socorrida metáfora. 

Ahora, sin embargo, traída de  Escandinavia y de los países anglosajones, la monogamia sucesiva se ha impuesto en nuestras costumbres, y ya nadie se atreve a jurar amor eterno a su pareja. Y si lo jura, lo hace añadiendo un asterisco al final, o cruzando dos dedos tras la espalda. Porque el mercado se ha vuelto libre, desregulado, y ya no hay moralistas que condenen desde el púlpito. Cualquiera puede ser sustituido en cualquier momento; o ejercer de sustituidor. En el mercado siempre nos espera -o eso creemos- alguien más guapo, más divertido, más conveniente… Con mejores prestaciones en lo sexual. O simplemente distinto, alejado de la rutina. Es el liberalismo económico trasladado al mercado sexual, que escribía Houellebecq en sus novelas.


    En un abrir y cerrar de ojos -hablando en términos evolutivos- los hogares para toda la vida han dejado de existir. O casi. Sólo resisten en algunos nichos ecológicos del conservadurismo, o del amor muy verdadero. Son las familias compradas, con hipoteca vitalicia, que subsisten con la bandera de su orgullo colgada en el balcón: dos corazones entrelazados sobre un fondo verde esperanza. La pesadilla de los daltónicos. Son las parejas ideales que en realidad muchos contemplamos con envidia. Porque todo esto de la monogamia sucesiva está muy bien, y es tentador, y abre ciertas posibilidades sexuales, pero a partir de una cierta edad todo son arrugas y pedos, manías y canas, disfunciones y halitosis. Y ya nadie está por la labor de aguantar a nadie en semejantes decadencias. Tentados por el sueño del amor renovado donde sólo triunfan los primeros de cada promoción –que son los mismos que antes triunfaban en las discotecas juveniles- todos acabamos más solos que la una. Como Juan Luis Galiardo en la película.





Leer más...

Wind River

🌟🌟🌟

Wind River es como Fargo, pero sin sentido del humor. En Wyoming, como en Minnesota, también hay mucha nieve en invierno, y en la monotonía del paisaje, medio sepultados por la nieve, y medio comidos por los coyotes, también aparecen cadáveres involuntarios que necesitan ser explicados. Pero el rollo de Taylor Sheridan no tiene nada que ver con los hermanos Coen, que a todo lo criminal le sacaban una ironía, una gota de vitriolo. Los personajes de Sheridan, por lo general, que yo recuerde, desde Sicario a Wind River pasando por Comanchería, nunca se ríen. Ni hacen reír. Todo es profundo y trascendente en sus parlamentos. No hay estúpidos que valgan, en este universo particular de los asesinatos. Hay malvados, vengadores, tipos retorcidos... Agentes de policía muy profesionales y concienzudos. Hay, incluso, en Wind River, un cazador de alimañas que hubiera encajado de puta madre en el universo melancólico de Doctor en Alaska. Pero estúpidos, repito, no hay ninguno. Y eso le quita cualquier posibilidad a la commmedia. Y le resta, también, algo de verosimilitud a las tramas, como si uno leyera una novela de diálogos afectados y quizá demasiado inteligentes.



   La vida no es ansí, que dirían los barojianos. La estupidez, la banalidad, la racionalidad alicorta, está presente en el noventa por ciento de nuestras decisiones, de nuestras parrafadas, y eso lo saben muy bien los hermanos Coen, que no es que subestimen al género humano, como dicen algunos, sino que lo retratan tal cual. Puro costumbrismo. Trabajo de calle. Taylor Sheridan, en cambio, prefiere enaltecer a sus congéneres, dotarles del don de la filosofía, de la reflexión, de la palabra adecuada en el momento cojonudo. Del lenguaje metafórico, incluso, cuando la metáfora, en la vida real, está reservada sólo para los poetas y para los pedantes. Y para algunos políticos refloridos, que recurren a ella cuando tratan de despistar al personal.


Leer más...

La gata sobre el tejado de zinc

🌟🌟🌟🌟

La gata sobre el tejado de zinc era, finalmente, la propia Maggie Pollitt, que andaba más caliente que el palo de un churrero. He tenido que llegar casi hasta la senectud para comprender tan erótica metáfora. La íntima pasión de esos maullidos desesperados. Ahora ya sólo me queda conocer quién coño voló sobre el nido del cuco, allá en el manicomio de Oregón, para morir en paz y dejar resueltos los grandes enigmas de mi cinefilia.

    Era, pues, la mujer, la felina; y el tejado, el lecho conyugal. Y el zinc, supongo, el algodón de la sábana, o del lino. En cualquier caso, el material resudado y recalentado, porque eso, lo de caliente, siempre nos lo robaron en el título castellano. Para no dar pistas. Qué cabrones, los censores, y qué eficaces además, siempre traduciendo a su libre albedrío para darnos gato por liebre, y gata por esposa. Cuando Maggie, ya casi desprendida de su camisón, le suelta a su marido la metáfora libidinal, éste, en el inglés vernáculo, le responde que se busque un amante, y que a él que lo deje tranquilo, con su bourbon y con su muleta. En la versión doblada, sin embargo, Paul Newman le suelta un enigmático “pues diviértete”, que lo dice todo si estás atento, y no dice nada si andas medio despistado, buscando otros significados, otras literaturas que no pertenezcan a la sonrisa vertical…


    A la pobre Maggie ya sólo le queda gritar “¡fóllame, hostia!” a la cara de su marido, que interpreta indiferencias sólo por fastidiarla. Hay que tener mucho orgullo, y mucho aguante, para que una mujer como Elizabeth Taylor, en paños menores, a medio metro de tu cuerpo, te diga que va calentísima hasta las trancas y tu finjas que no te interesa, que prefieres seguir dándole al bourbon en el dormitorio y al manubrio en el cuarto de baño. Es lo que tienen los matrimonios sin amor, que hasta el sexo se vuelve aburrido y prescindible. Es lo que tienen los matrimonios de conveniencia, que se conciertan para que el patriarca de la familia tenga nietos en quienes poder legar las haciendas y las obras de arte.

Es lo que tienen los matrimonios cuando uno prefiere el sexo con el amigo al sexo con la mujer, y el amigo, por una desgracia, se va para siempre, y algo se muere en el alma.  



Leer más...

Tenemos que hablar de Kevin

🌟🌟🌟

“¡Tenemos que hablar de Kevin!, grita Guillermo Giménez en las retransmisiones de la NBA cada vez que Kevin Durant encesta un triple distante o una canasta inverosímil. Y yo, mientras tanto, llevaba años preguntándome quién coño es ese Kevin, el de la película, el del chascarrillo repetido. 

    Ahora ya lo sé. Kevin es un auténtico bastardo, el hijo del demonio, la pesadilla de la maternidad. El niño que nació atravesando la carne y no apartándola. En la terminología antigua, heteropatriarcal, un auténtico hijo de puta. Uno al que no creo que las bofetadas soltadas a tiempo hubiesen reformado. Y eso que las está pidiendo durante toda la película, a gritos, como panes, Cimo aquellas que arreaba Bud Spencer con toda la palma y parte del antebrazo. Lo de Kevin es el desafío permanente. La maldad gratuita. La psicopatía en potencia, y luego en acto, que diría Aristóteles. 

    Quién es este demonio que me trajo la cigüeña de París, piensa, abrumada, la señora Khatchadourian. Pero ella es cachazuda, moderna, de las que prefiere el diálogo y el razonamiento, el tenemos que hablar y el dime cómo te sientes. Nada que ver con la señora Zapatilla, la madre de Zipi y Zape, que a las primeras de cambio ya aparecía en la viñeta con el rodillo de amasar, o con el sacudidor de las alfombras, persiguiendo a sus retoños. Cómo hemos cambiado…

    La señora Khatchadourian se cree su papel dialogante, buenrollista, de pedagoga del método correcto. Pero es que además se siente culpable de la situación. Ha leído en alguna página de internet, o en algún artículo de la revista, que las madres frías, distantes, de depresión postparto, pueden causar daños irreparables en la crianza del niño. Son, por supuesto, majaderías superadas, culpabilizaciones absurdas. Chorradas de la psicología antigua, y del oscurantismo doctrinal. Kevin no es fruto de nada. Simplemente es así, nació así. Un puro azar de las bases nitrogenadas. Y para estos chavales de la hélice dañada, del cable pelado, del cortocircuito neuronal, no existe solución homologada. A quien Dios se la dé, que san Pedro se la bendiga. No vale la terapia de los vendedores de crecepelo, ni aporrear el televisor a ver si la imagen se estabiliza. Eso, en realidad, nunca ha servido para cambiar a nadie.





Leer más...

Bojack Horseman. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Decía Ignatius Farray que a los veinte años, cuando cometía una gilipollez, se consolaba pensando que quizá él no era un gilipollas, sino sólo un hombre joven, impulsivo y desinformado. Y que vivió con esa duda hasta que cumplió los cuarenta, y se sorprendió cometiendo las mismas gilipolleces, u otras parecidas, y concluyó, para su decepción, pero también para su paz de espíritu, que realmente era un gilipollas. Uno más entre la vasta grey de los tipos que lo seguimos, y que lo jaleamos, y nos vemos reflejados en sus certidumbres, y ya hemos asumido que tal condición, llegados a estas alturas, no tiene mucho remedio, como la tontuna, o como la excelencia de los envidiados, que también nacen con ella y nunca les abandona, hay que joderse.

    Me he acordado de este pensamiento a medio camino del cachondeo y de la depresión mientras veía la segunda temporada de Bojack Horseman, porque su personaje principal, Bojack, la ex estrella equina de la televisión, llega a la misma conclusión que Ignatius Farray tras tanto meter la pata por la vida -en su caso hasta el corvejón, que es lo que tienen los caballos en lugar de rodillas. Pasan los episodios y Bojack no levanta cabeza. Enamorado de su amor imposible, Diana, que yace en zoofílica pasión con un perro labrador para escándalo de la familia Aznar-Botella, Bojack se entretiene con otras mujeres, o con otras animalas, a la espera del milagro. Por su cama pasan humanas y búhas, cervatillas y zorrones, pero ninguna es capaz de calmar la sed de su corazón. Y así, a la deriva, sin nadie que le ponga las riendas, Bojack piafa por delante, y cocea por detrás, y en cada episodio vuelve a caer en los mismos errores: el ego absurdo, y la droga prescindible, y el alcohol que sobraba, y la añoranza bobalicona de la juventud perdida. Y sobre todo, la fatalidad de unos genes centaúricos que tampoco ayudan gran cosa en la tarea de reconducirse.



Leer más...

Muchos hijos, un mono y un castillo

🌟🌟

Julita Salmerón no me ha caído en gracia. Qué quieren que les diga. Soy así de raro y de particular. Me caía mejor la madre de Paco León, Carmina, en aquel otro experimento del hijo cineasta, aunque la señora andaluza se las trajera con algunas cosas de la trapacería.

    Lo mío con Julita Salmerón deben de ser prejuicios, mandangas personales, porque la crítica especializada se ha descojonado con sus ocurrencias, y el público pagano se ha rendido con sus tontunas, y todo es unanimidad y buen rollo alrededor de esta señorona que dio a luz a los numerosos hermanos Salmerón. Pero a mí me ha caído gorda, doña Julia, desde la primera escena, con esa manera de masticar las galletas con la boca abierta haciendo todo el ruido posible, en una carta de presentación que ataca directamente el epicentro de mis neurosis. No lo soporto, ese regodeo de Gustavo Salmerón en filmar a su madre mientras mastica a mandíbula batiente las tostadas, los bocadillos, las jamonerías... Las croquetas de José Antonio. Es repugnante. Pero ya digo que son cosas mías, y además serían peccata minuta, como eso del síndrome de Diógenes, o lo del tenedor extensible, si luego la buena mujer despertara en mí otras simpatías, otras cordialidades. 

    Y a fe mía que al principio me esfuerzo, y hasta sonrío con dos o tres disparates salidos de su senilidad. Porque vengo a la película -o a lo que sea- con la recomendación encarecida de un par de amistades a las que tengo en alta estima. Pero a la media hora encallo, me aburro, me desintereso del esfuerzo. Empiezo a pensar que este documental lo podría haber rodado yo mismo con mi señora madre, allá en León, y no termino de verle el mérito. Pocos hijos, una gata y un piso cutre en el extrarradio. Un título menos elocuente y aristocrático que lo del mono y lo del castillo. Aunque luego resulte que el mono sólo sale en las fotografías.

    A mí lo que realmente me jode es lo del castillo, y lo que representa. Porque a fin de cuentas, la familia Salmerón -por muy graciosa, destartalada, original, mortadelofilemónica que nos la quieran presentar- no deja de ser una familia franquista a la vieja usanza, con su marido fachorro, su mamá falangista, sus muchos hijos destinados a repoblar la buena España. Quién cojones iba a vivir, si no, en un castillo de Castilla, y no en uno que haya precisamente que rehabilitar.



Leer más...