La gran enfermedad del amor

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En La gran enfermedad del amor –que ya el título, de por sí, es cojonudo, porque el amor es verdaderamente un sarampión de los testículos, una papera de los ovarios, un trastorno psiquiátrico que no conoce vacuna ni tratamiento- Kumail y Emily se pasan dos horas de metraje yendo y viniendo, afirmando y negando. Metiendo sólo la puntita del zapato, o de la curiosidad, o del miembro viril, a la espera de que pase la borrasca de las dudas. Pero al final –y esto no es un spoiler, porque es una comedía romántica- ambos acaban compartiendo el mismo virus que los hizo enfermar.

    Ambos se saben predestinados desde el primer saludo devuelto con una sonrisa, porque en esas cosas el instinto es un viejo zorro que raras veces se equivoca. Sólo muy borracho, y muy ardiente, en el marero estroboscópico de las discotecas… Kumail y Emily se aceptan desde la primera noche en que se conocen y se acuestan, porque ellos son dos chicos modernos, desprejuiciados, que primero tantean los cuerpos y luego, si la cosa funciona, alinean con esmero los karmas y los espíritus, en el orden inverso al tradicional. ¿Quién dijo que el conocimiento carnal vale menos, es más inmoral, menos aconsejable, que la cháchara eterna que mantiene la tensión sexual y alimenta el estrés y la desconfianza? 

    Kumail y Emily tienen que rellenar una película entera con hojas deshojadas de la margarita. Dar un pasito pa’lante y un pasito pa’tras, como en el baile de Ricky Martin. Y esto, además, no lo olvidemos, es la true story del propio Kumail y de su esposa Emily, coautora del guion, y hay que atenerse a los hechos fundamentales aderezándolos con buenos actores y con chistes ingeniosos que no suenen a viejuno ni a chotuno. La película es, por cierto, tan cojonuda como su título.

     No queda más remedio que poner barreras, impedimentos, jodiendas de todo tipo para separar a los amantes el tiempo prescrito que dura un largometraje. Y la primera cuestión es que ellos son jóvenes, y guapos, y listos de la hostia, y ligan con suma facilidad en la noche de Chicago, y están acostumbrados a no quedarse con el primero que pasa, ni con la primera que asiente. La noche es promiscua, y la juventud florida, y tras el primer encuentro prefieren tomarse un respiro y una duda. Seguir posándose en otras flores, alimentándose de otros néctares, a ver si alguno mejora lo que ya han catado y les trastorna el gusto y los otro cuatro sinsentidos.



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Call me by your name

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Yo nunca tuve un amor de verano. Más que nada porque nunca veraneé. No había posibles, ni gente que prestara el apartamento. Mi familia era pobre y algo apestada en el árbol genealógico. La purria del barrio y de los apellidos. Como mucho un veraneo vicario en Verano Azul, enamorado de una Bea inalcanzable que al final se calzaba el rubiales de turno, el tal Javi, de Madrid, con su ejque, y su chulapería.

    Si Nerja ya era un paraíso inalcanzable para el lumpen-proletariado de León, imagínate el veraneo en una casa señorial como ésta donde Elio se hace las pajas, y se tira a la estudiante francesa, y se acuesta con el maromo americano, allá en el paraíso de la Lombardía o de la Toscana, que al final uno no sabe dónde está el drama de esta película, porque al chaval le llueven las ofertas sexuales como a un actor de moda o a un modelo muy cotizado. 

    Nadie se para a pensar -empezando por James Ivory, el gentleman, el oscarizado- que hay gente que ha pasado mucha hambre en la adolescencia, mucha miseria, la hambruna etíope del aspirante sexual. Chavales que nunca nos jalamos una rosca porque no teníamos la suerte, ni el atractivo, ni la posibilidad de un veraneo en la Italia romántica del sol eterno y las ruinas de los antiguos. Que no teníamos ni el consuelo de un melocotón deshuesado al que poder zumbarnos en la intimidad de nuestras alcobas -que nosotros siempre llamamos dormitorios- porque al precio que estaban los melocotones por entonces era un auténtico crimen desperdiciarlos, que mi madre los traía envueltos en paño de oro y si me llega a pillar con uno de ellos ensartado en la polla –que entonces se decía minga- del tortazo que me arrea aparezco donde Elio entrando por la ventana y sorprendiéndole en su verano tórrido y lujurioso.

    Que hijo de puta más quejica y más odioso, el tal Elio… El amor de verano es un asunto de burgueses, y de burgueses guapos además, que son los que llegan, bichean y triunfan como señores, como Julio César en las Galias. Y a mí, qué quieren que les diga, me caen como una patada en el culo. Al resentimiento del bolchevique se suma el resentimiento del hombre feo y apocado. Me sale del alma. Me dan por el culo en un sentido metafórico. Que le jodan al tal Elio. Ni una lágrima, ni una pena, ni una empatía de amante contrariado, ha ensombrecido mi rostro con sus –supuestas- desventuras.

 



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El show de Truman

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La primera vez que ves El show de Truman sólo estás pendiente, lógicamente, de las andanzas y malandanzas de Truman Burbank. Jim Carrey monopoliza la película y uno está que se come las uñas con su despertar del engaño y su fuga hacia Mundo Exterior donde le espera Natascha McElhone. Que ya quisiera uno -digo yo- pasar unos cuantos años en la inopia vital, vigilado por un dios con boina francesa, si la compensación es que luego, ya unidos para siempre, Natascha te dedique danzas melanesias al calor de las fogatas.

    Hoy que he vuelto a ver El show de Truman con el desenlace sabido y la moraleja digerida, me ha dado por pensar en los otros personajes que viven atrapados con él en Seahaven Island. Porque si Truman es un prisionero de la vida, ellos, los actores y actrices que se dedican a engañarle, son unos prisioneros del trabajo bajo la bóveda del gran estudio de Christof.

     Quiero decir: la mujer de Truman no es su mujer de verdad, sino una actriz que a veces parlotea incoherencias publicitarias mirando hacia el infinito, pero en realidad también se pasa todo el día allí, esclavizada, fingiendo un matrimonio que tal vez empieza a traspasarle la piel. Supongo que por el día, mientras Truman va repartiendo sonrisas y pólizas de seguro, unos empleados del show adecentan su casa y bajan al supermercado y Meryl Burbank aprovecha el asueto para refugiarse por unas horas en su casa verdadera, seguramente a pocas millas del trabajo por si a Truman le da la ventolera, y convivir unas pocas horas con el señor Gill y sus hijos semiabandonados. ¿Qué pensará de todo esto, me pregunto, el señor Gill, un tipo que lleva años viviendo un vis a vis carcelario y que ve a su esposa en la tele no fingiendo el amor como una actriz profesional, sino haciéndolo de verdad como una actriz porno, aunque sea protegida por una cortinilla televisiva, por un fundido en negro con acompañamiento musical, cuando ella se entrega al débito conyugal para que Truman siga sin coscarse del gran negocio que se mueve a su costa?   

    ¿Qué pensará de todo esto la mujer verdadera de Marlon, el tipo entrañable, el amigo del alma, el borrachín que nunca suelta el pack de seis latas para presentarse al lado de Truman en las duras y en las maduras? Ese tipo que siempre está cuando Truman necesita un apoyo, o una juerga, o un lavado de cerebro. Un tipo omnipresente al que los productores reclaman a cualquier hora cuando saltan las alarmas de Truman mosqueado, de Truman que reflexiona, de Truman que casi muere aplastado por un foco que se desprendió. Marlon también lleva una vida verdadera fuera de Seahaven, pero sólo durante unas horas al día, sin sábados ni domingos, tal vez sólo las vacaciones de verano, quince días al año, cuando le dice a Truman que está de viaje en Singapur y en realidad sólo está tres kilómetros más allá, al otro lado del decorado, descansando con otra familia, en otro pueblo, con otros amigos más verdaderos. 





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La batalla de los sexos

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Como en cualquier película de guerra –y ésta, en el fondo, es una película sobre la guerra más vieja del mundo, interminable y soterrada- la escena de la batalla da sentido a todo lo que se contó antes, y a todo lo que se contará después, si es que alguien queda vivo tras la matanza. En La batalla de los sexos, sin embargo, el gran partido de tenis que enfrenta al hombre y a la mujer, al payaso y a la deportista, al macho pavoneante y a la mujer que se rebela, viene a desmontar, a ensuciar incluso, todo el discurso anterior que ennoblecía la película.

     A principios de los años setenta, Billie Jean King se puso al frente de las tenistas profesionales que estaban hartas de cobrar mucho menos que sus colegas masculinos. No vendían tantas entradas como ellos, o no daban salida a tanto merchandising de raquetas y zapatillas, pero la diferencia salarial era exagerada y ofensiva. Y decidieron plantarse. Renunciaron a jugar los grandes torneos y montaron una competición paralela al circuito oficial. Con Billie Jean se fueron las mejores raquetas del momento. El pulso ya estaba echado. Todo era muy serio, muy reivindicativo, muy profesional como diría el entrañable Pazos. Hasta que un día aparece en escena Bobby Riggs, el ex tenista que propone a Billie Jean el gran negocio del siglo: un partido Hombre contra Mujer para demostrar que el tenista masculino es superior, imbatible en el cuerpo a cuerpo, y que por eso merece ganar más dinero. Una propuesta absurda, falseada, porque él tiene cincuenta y cinco tacos y está fofo, y no se entrena desde que abandonó el profesionalismo, y Billie Jean, por el contrario, está en lo mejor de su carrera, con las piernas ágiles, el resuello controlado, el brazo combativo…


    La batalla de los sexos se pierde en el asunto muy tonto del partido de tenis cuando su chicha, su conflicto verdadero, estaba en el asunto de la bisexualidad escondida en el armario. Aún faltaba una década para que Martina Navratilova, en lo más alto de su carrera -no cuando ya se retiraba o ya nadie se acordaba de ella- saliera un día ante los micrófonos y dijera: sí, que pasa, soy lesbiana, y juego al tenis de puta madre.  Y créanme: no tiene nada que ver una cosa con la otra. Ustedes pagan una entrada o encienden el televisor para verme empuñar una raqueta. Lo otro es cosa mía.



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Mira lo que has hecho

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En una entrevista promocional, Berto Romero, el gran Berto -como aquel cañón enorme de la I Guerra Mundial, el Gran Berta- defiende que su serie comienza donde terminan las otras comedias románticas. Que más allá de la boda, de la reconciliación definitiva, del gran polvo que sella el armisticio en la cubierta del portaaviones, son muy pocos los que se aventuran en el terreno pantanoso de la convivencia. Como si el amor terminara justo ahí, donde las películas y las series ponen el The End, y lo otro fuera una puta miseria que ya no merece tal nombre. Más bien una sarta de eufemismos que enmascaran el conflicto y la decadencia, la rutina, y el día a día. El ir-acostumbrándose-a-las-manías-y-a-los-defectos-del-otro. Y la crianza de los hijos, claro, que tiene muy poco de romántico, y es en cierto modo el fin del engaño, y del autoengaño, la trampa que nos esperaba al terminar el último trozo de queso.

    Mira lo que has hecho se atreve a dar ese paso. Se aventura en los lodazales donde la pareja ya no folla ni tiene ganas de intentarlo. Es el tiempo de ir a toda hostia a cualquier lugar, medio dormido, medio zombi, con el bebé a cuestas, en el carrito, en el coche, en el maxi-cosi, como en esas novatadas universitarias que te obligan a ir todo el día paseando a una oca de la correa. Mira lo que has hecho es como empezar a ver Catastrophe por la segunda temporada, pero sin las cuchipandas ni jolgorios de la primera. Catastrophe, además, que podría ser un referente temático de Mira lo que has hecho, juega en otra división, en otra categoría. Es una comedia en el sentido estricto de la palabra. Los personajes son como usted y como yo: buenos, pero malos; nobles, pero rastreros; generosos pero egoístas. Y a veces ni siquiera eso. Son imperfectos pero creíbles. Cínicos pero humanos.

    El Gran Berto defiende, en esa misma entrevista, que su producto no va a caer en la ñoñería del “to er mundo e güeno”, pero resbala varias veces en ese charco maldito, y sale con el culo manchado de agua sucia. Hay comedia, sí, y a veces comedia de la buena, curiosamente cuando la historia se desplaza a los tiempos pretéritos de la pareja, que eran los que no venían a cuento en su serie. Pero todo lo demás sale como ranciuno, como noventero, y tiene un aire a telecomedia familiar de cadena privada de las de no pagar, con sus abueletes, sus cuñados, sus niños pesados… Sólo falta la criada andaluza que suelta refranes entre sartenes. La familia al completo, vamos, ésa que pinta el “gran fresco” de las relaciones conyugales, pero que queda tan ridícula como la familia de Carlos IV en el cuadro de Goya.





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The Deuce

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“¡SEXO!... Y ahora que ya tiene nuestra atención, queremos comunicarle la próxima apertura de Almacenes Prieto, en el centro de la ciudad…” 

    Hace años esta era una táctica habitual en el mundo de la publicidad. Uno iba caminando por la calle tan ricamente, pensando en el fútbol o en la lista de la compra, y de pronto, como en una sacudida, te encontrabas con la palabra SEXO escrita en mayúsculas, y era como si tu homínido interior despertara del letargo. Y se te iba la vista, claro, a la octavilla, o al cartel publicitario, y por un segundo llegabas a pensar que estaban anunciando rebajas en el sector de la compañía, o que los poderes públicos lanzaban una campaña animando a la coyunda para subir los índices de natalidad. 

    La táctica de asociar el sexo con los Almacenes Prieto -o con las campañas humanitarias, incluso- duró sólo unos cuantos meses. Hasta que aprendimos a no seguir leyendo la letra pequeña que venía tras el reclamo. Con el riesgo evidente, eso sí, de perdernos alguna oferta verdadera, libidinosa, de las de tirarse luego de los pelos porque los amigotes si fueron y la gozaron en grande. Como Tom Cruise en la mansión de Eyes Wide Shut, pero sin equivocarse de contraseña en la segunda puerta.

    A los que ya conocemos las series de David Simon no nos hacía falta el anzuelo del sexo para ver The Deuce. Si hubiera tratado de dos ancianas inglesas que toman el té mientras charlan sobre sus nietos y sus achaques, en ocho capítulos idénticos donde sólo cambiaran los juegos de café y las mesitas de sobremesa,  la hubiéramos visto igual. Algo habríamos sacado en claro tratándose de Simon. Nuestra fe en él es ciega.  Pero como sus seguidores somos habas contadas, y sus series, aunque muy alabadas por la crítica, dejan números muy escasos en las audiencias, los responsables del marketing fueron vendiendo la moto de que The Deuce trataba sobre el nacimiento de la industria del porno allá en Nueva York, en los años setenta, cuando Time Square y sus alrededores no eran precisamente un paraíso para el turista, y el chulo putas, y la puta explotada, y el navajeo, y el bar da mala muerte, y el drogadicto tirado en el portal, disuadían al ciudadano universal de pasearse por allí haciendo foticas.

    Y no es que nos hayan mentido del todo, los responsables del marketing, con eso de que en The Deuce había mondongo, y se veían cosas impensables en otro show para la televisión. Haberlo haylo, el asunto, pero se nota a la legua que a David Simon no le interesa demasiado. La industria del porno de The Deuce –como la droga de The Wire o el huracán Katrina de Treme- sólo es el mcguffin que le sirve para trazar retratos de personajes. Porque The Deuce trata, básicamente, sobre las gentes de The Deuce, que es el barrio neoyorquino donde se cortaba el bacalao. Gente - y gentuza- que se levantaba por las mañanas a ver qué novedades les deparaba la vida. Una historia de barrio cutre, esforzada y resudada, que si no fuera por la industria del porno podría haberse ambientado perfectamente en el barrio de Vallecas.



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Blade Runner 2046

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O yo lo he entendido muy mal, o no sé dónde está el misterio de la reproducción replicante. Los replicantes no son androides ni cyborgs. No son los sintéticos que joden la marrana en todas las películas de la saga Alien, que los parten por la mitad y se ponen como locos y salen cables como intestinos y borbotean líquidos lechosos de alimentación. Si estamos hablando de fisiología –que no de filosofía- los replicantes son hombres y mujeres exactamente iguales a nosotros. La única diferencia es que no han sido cocinados en un útero, ni han salido al mundo atravesando un cuerpo de mujer. Y que sus creadores -esos hijos de puta de la Tyrell, o de la Wallace- los fabrican con fecha de caducidad muy corta para que no den muchos problemas y trabajen a destajo en las colonias.


    En ningún momento de Blade Runner -la original- ni de Blade Runner 2046 -la secuela- se nos dice que la espermatogénesis y la ovogénesis sean procesos cancelados en sus funciones corporales. Y el sexo, además, como se intuía entre los personajes de Rutger Hauer y Daryl Hannah –una cosa muy salvaje- y entre Harrison Ford y Sean Young -un asunto más sosegado- no parecía un comercio prohibido por la legislación. En Parque Jurásico, al menos, los genetistas tomaban la precaución de que todos los dinosaurios fueran hembras. Aunque luego la vida se abriera camino… Los replicantes, en cambio, son fabricados sexuados, y muy atractivos por lo general, y aunque lleven un código tatuado bajo el ojo, lloran, sangran y mean como todo hijo de vecino, y suponemos –o suponíamos- que el semen fluía entre sus cuerpos con los riesgos evidentes de procreación.

    Pero se ve que los seguidores de la aventura estábamos equivocados. Así las cosas, convertida la reproducción entre replicantes en un milagro de la biología, Blade Runner 2046 se parece más a un evangelio futurista que a una segunda parte de la película original. Hay una criatura nacida de una Virgen María sin posibilidad de concepción; un rey Herodes apellidado Wallace que lo persigue sin descanso para diseccionarlo; un departamento de Policía que lo busca en paralelo porque teme que algún día encabece la revolución de los esclavos. Deckard resucita de entre los muertos. Hay un ángel del Señor, incorpóreo, que se pasea por la Tierra con el nombre artístico de Joi. Y hay, por supuesto, enhebrando el relato de tales maravillas, un Jesucristo replicante que duda de su naturaleza íntima hasta el último momento. ¿Sueñan los androides con caballos de madera?



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The end of the f***ing world

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La adolescencia es el fin del puto mundo. En un sentido literal. De pronto, ante nosotros, tras el camino de baldosas amarillas, el mar. La montaña por escalar. El desierto que atravesar. The end of the fucking world... El túnel en la carretera. Y al otro lado, esperándonos con impaciencia, el yo que seremos. El que ya éramos en realidad, pero que vivía replegado, escondido, como el Alien que se ocultaba entre las tuberías de la nave. 

La infancia no es un camino de rosas, pero al menos uno duerme como eso, como un niño, a piernecilla suelta. Aún no sabemos que hemos nacido condenados por nuestro carácter, por nuestra herencia. Sufrimos contrariedades, reveses, pero el fuego de la certeza no nos tortura por dentro. Soñamos con ser astronautas, futbolistas, médicos de la hostia. Tipos interesantes, o mujeres triunfadoras. No conocemos nuestros límites. El voluntarismo chorra que ahora nos sermonea todos los días –tú puedes, sólo es cuestión de proponérselo- es un razonamiento pueril, un vestigio de la etapa preescolar.

    De pronto, un día, con doce o trece años, te levantas con un retortijón en el estómago, con una nube de lluvia suspendida sobre la cabeza. Los vellos incipientes ya anunciaban esta conversión en cucaracha autoconsciente. Toda la vida soñando con ser mayor ante la máquina de Zoltar y de pronto sientes esa punzada, ese dolor. La certeza exacta de saber quién eres. Un susto del copón. La asfixia de percibir los límites, los defectos, las incapacidades, como los tres malvados atrapados en el plexiglás de Superman II. Y sí: también ciertos virtuosismos, ciertas habilidades, que de todos modos nunca van a compensarnos. El golpe de conciencia es muy doloroso. Como volver a nacer, pero dándose cuenta de todo. No es cierto que la adolescencia sea el tiempo de la duda o de la indefinición. Del construirse. Es un tópico literario, cinematográfico. Nacemos sentenciados, y la pubertad sólo dura un segundo de brutal revelación. El resto sólo es literatura y pajas a mansalva. Basta un revés amoroso, un fracaso escolar, para comprenderlo todo de un solo chispazo de la inteligencia. Lo que pasa es que unos lo asimilan a la primera y otros prefieren rebelarse contra el destino, para terminar derrotados.

    En ese sentido, los dos chavales de The end of the f***ucking world son un tópico ambulante. Dos rebeldes sin causa. Dos estereotipos. Por muy psicópata que presuma ser él y por muy destroyer que presuma ser ella. Alyssa y James se fugan de casa, roban, asesinan, se dan a la supervivencia, pero en el fondo todavía son unos niños. Unos adolescentes de maduración tardía. Los más retrasados de su instituto, ellos que presumen de darles mil vueltas a los demás. Si con diecisiete años aún no sabes quién eres, es que vas muy corto de vista, o  te estás engañando a ti mismo. Aunque vayas de listo o de diferente. De hipermaduro. Uno es, casi siempre, lo que parece.


 

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