Veredicto final

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Como era un hombre muy guapo y tenía ojos azules de quitar el hipo, Paul Newman, siempre vivió bajo la sospecha de vivir sólo del cuento, de lucir sólo el palmito. Le tuvieron que salir pelos en las orejas, y bolsas bajo los ojos, y una expresión de hombre muy vivido en la mirada, para que los tuertos empezaran a verle como un actor de la hostia, todoterreno, lo mismo en la comedia que en el drama, No sé si un actor del método o un talento de la naturaleza, pero un actor como la copa de un pino. Un señor respetable, cincuentón largo, de canas lustrosas, ya de vuelta de los premios que nunca le concedían, al que Sidney Lumet ofreció el papel principal en Veredicto final. El actor idóneo para dotar de dignidad a un personaje que al principio de la película no la tenía, pero que la buscaba afanosamente para redimir su pasado de abogado chanchullero. De leguleyo que siempre prefirió el acuerdo entre bambalinas a la esgrima ante el jurado. De picapleitos que siempre eligió la comisión a la justicia, el dinero fácil a la satisfacción plena. 


    Frank Galvin vive el crepúsculo muy poco glorioso de su carrera, ya más borracho que lúcido, ya más ausente que presente, hasta que un caso de los que nadie en su sano juicio aceptaría -porque la demanda es contra un hospital de la Iglesia, y unos abogados no quieren arder en el infierno, y otros no se atreven  a ser aplastados por la milenaria institución- le concede una última oportunidad de recuperar el orgullo y la decencia. Galvin seguramente morírá alcoholizado, o depresivo, o llevado por un mal cáncer de la tristeza, en un fallo multisistémico por la mugre que se acumula. Pero quiere morirse con el título de licenciado limpio de polvo y manchurrones. Ante la pobre chica que yace medio muerta en el hospital, víctima de una negligencia médica, Galvin, como en una revelación religiosa, como en el despertar de una pesadilla etílica, se caerá del caballo negro que lo llevaba camino de Damasco y se subirá a un corcel alado que lo llevará en volandas hacia la búsqueda de la Verdad.

    Mientras Paul Newman cambia de caballo, y clava su papel de abogado redimido, la inquietante Charlotte Rampling clava su turbia mirada en sus espaldas...




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Días de vino y rosas

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No duran mucho tiempo los días de vino y rosas, decía el inmortal poema de Ernest Dowson, que dicho así, con esta seguridad doctoral de libro de texto, me disfraza de bloguero muy leído, muy informado de las cosas literarias, cuando en realidad he tenido que buscar el dato en la Wikipedia que a todos nos iguala, a los incultos y a los letrados, a los que suspendían y a los que empollaban. Al final, gracias a este enorme chuletón que nos han regalado las nuevas tecnologías, se ha cumplido la profecía que anunciaba el tango Cambalache, y ya da lo mismo ser un burro que un gran profesor.



    Los días de rosas, en efecto, se pueden contar con los dedos de una mano -de dos si hay mucha suerte- porque el amor se marchita a la misma velocidad que los pétalos de las flores. Pero los días de vino, ay, para desgracia del matrimonio Clay, que pimplan y pimplan botellas de licores mucho más fuertes, duran años de tragedia matrimonial, de curdas hasta las tantas. De discusiones entre alientos que hipan y cuerpos que se tambalean. Porque al principio, de novietes, cuando los Clay todavía no eran tales, sino el señor Clay y la señorita Andersen, agarrados a la copichuela se echaban unas risas de la hostia, y veían la vida con una alegría que magnificaba todo lo bueno y relativizaba todo lo malo. Pero luego, otra vez ay, pasados los meses, la botella ya era para ellos un adminículo tan imprescindible como las gafas para ver, o el sonotone para escuchar, y sin ella ya no atinaban ni a poner un plato sobre la mesa, ni a centrar una meada en el cráter del retrete. Porque el cuerpo se les acostumbró, y el hígado se les aclimató, y casi sin darse cuenta terminaron jodiéndose primero los modales, y luego las responsabilidades, y ya finalmente la vergüenza. Perdieron para siempre aquella alegría de vivir que les salía pura del alma, cristalina como el agua del manantial, sin alcoholes añadidos, cuando gozaban de la felicidad verdadera de la juventud. 


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La boda de Rachel

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No hace mucho tiempo que en los bosques de Hollywood crecieron como setas las películas que llevaban la palabra "boda" en el título. Fue una especie de fiebre matrimonial que encendió las plateas y recalentó los reproductores de DVD. Las damiselas de las películas casi nunca se casaban vírgenes, y casi nunca se desposaban por lo católico, pero en el Vaticano, y en otras jerarquías de lo viejuno, muchos sonrieron complacidos ante este revival insospechado de la sagrada institución. Tras esa fachada de comedias románticas se escondía un mensaje algo rancio, naftalínico, como de una época ya superada, y uno veía con sorpresa cómo las mujeres del siglo XXI, como las bisabuelas del siglo XIX, volvían a perder el oremus con tal de casarse como fuera para realizarse como féminas.


    En aquella fundición que no paraba de producir anillos de compromiso,  La boda de Rachel parecía una película más que aprovechaba el rebufo de los vientos. En su póster promocional, además, aparecía el rostro desvalido y hermoso de Anne Hathaway, la chica princesa de Hollywood, lo que dejaba poco lugar para la sorpresa de los sentimientos. Sin embargo, la película de Jonathan Demme salió diferente a todas las demás. Había novia enamorada, sí, y novio enamorado, y jardín idílico en el que desposarse, y catering preparado, y flores de cien colores, y músicas repensadas, y saris que ceñían los cuerpos juveniles de las damas de honor. Mucho buen rollo entre los invitados, y una cámara muy sabia que iba recorriendo la fiesta con sentido del humor. Pero los personajes de La boda de Rachel, aunque celebraban una fiesta del amor, vivían traspasados por la melancolía, por la ambivalencia de los sentimientos. Hoy toca jolgorio, sí, pero mañana ya veremos, y del pasado preferimos no hablar para no joder la fiesta por la mitad. En las familias las personas se aman y se odian al mismo tiempo. Hay cosas que se olvidan pero no se perdonan, y cosas que se perdonan pero no se olvidan. Quedan resquemores de la infancia, encontronazos de la adultez, envidias cochinas y asuntos sin resolver. Queda la vida, monda y lironda, con toda su crudeza y toda su belleza. A la mañana siguiente, tras la noche de bodas -que ya es un concepto trasnochado y carente de sentido, la vida sigue más o menos como estaba, en lo bueno y en lo malo, aunque ahora sea con un anillo dorado reluciendo en el dedo. 


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Los 400 golpes

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Yo pensaba que los cuatrocientos golpes eran los cuatrocientos puntapiés que la vida le iba propinando al pobre Antoine Doinel, el niño que comprende que en casa ya es una molestia, y en el colegio un sospechoso habitual, así que decide probar fortuna por las calles de París, adornadas para la Navidad, haciendo pellas por los cines, por los parques de atracciones, durmiendo en almacenes y desayunando la leche embotellada que roba de los portales.

    Ésa era, al menos, la traducción que yo siempre me había hecho del título, tan enigmático, tan significativo en la historia del cine, hasta que hoy, que he vuelto a ver la película, y me he dado un garbeo por los foros de los entendidos, encuentro que la expresión francesa "Les quatre cents coups" proviene de los 400 cañonazos -que no golpes- que un día soltó Luis XIII contra los protestantes de Montauban, dejando al libre albedrío de las balas que murieran los adultos recalcitrantes o los niños que no habían sido bautizados en la fe verdadera.





    Los cuatrocientos golpes de Luis XIII terminaron siendo -por esos derroteros que a veces toman los idiomas- las travesuras que perpetran los niños descarriados, que rompen las urbanidades por el puro placer de conculcarlas. Y trastadas, a decir verdad, en la película, Antoine Doinel comete unas cuantas. Otra cosa es que nos embarquemos en una discusión de esquema gallina-huevo sobre si Doinel es un niño rebelde porque el mundo lo hizo así, como años después cantara su compatriota Jeanette, o si la rebeldía que se esconde tras esa cara de niño perplejo y dolorido viene tan incrustada en su carácter que, sin ella, Doinel ya no sería Doinel, sino otro personaje que nos conmovería bastante menos. Un niño normal, cumplidor, querido por sus padres y respetado por su maestros, de vida anodina, muy poco noticiable, nada cinematográfica. Un niño así jamás se escaparía del reformatorio para ver el mar, y nosotros no lloraríamos como tontos en la última escena de la película sin saber muy bien el motivo.



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The Master

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Como siempre he vivido rodeado de católicos surgidos del Concilio de Trento, confieos que sé muy poco sobre los asuntos de la Cienciología: sólo que sus dioses son extraterrestres cabezones que viven en un planeta lejano, y que hay mucho actor del guaperío militando en sus filas. 
Con esa ignorandia supina me planté en el sofá a ver The Master, a ver si me enmendaba. Pero bastan unos pocos minutos para comprender que Paul Thomas Anderson, como era de esperar, no ha tomado el camino más fácil y directo, sino uno tortuoso, extraño, que tapa más que cuenta, que suscita más que indica. Un experimento a ratos comprensible y a ratos no. A veces convencional y a veces extravagante. Un relato que de cualquier modo te mantiene pegado a la pantalla y entregado a la causa. Pero no a La Causa humanista de Ron Hubbard -aquí llamado Lancaster Dodd- sino a “la causa” fílmica de Paul T. Anderson, ese director siempre tan diferente y arriesgado.

    The Master, finalmente, no era un biopic sobre la figura de Ron Hubbard, ni una  clase de historia, ni un simposio sobre una religión algo extravagante y chiripitiflaútica. The Master es, por encima de todo, la crónica de un empecinamiento pedagógico. Algo así como un remake de El pequeño salvaje de Truffaut, aquella película en la que Jean Itard, pedagogo vocacional en los tiempos de la Ilustración, se las tenía tiesas con el niño salvaje de Aveyron. En The Master, Lancaster Dodd presume de practicar una psicoterapia capaz de devolver a los hombres al camino recto del equilibrio, de la templanza, del autocontrol sosegado y fructífero. Una batalla terapeútica contra la tiranía de los instintos que a ratos parece un psicoanálisis de Sigmund Freud y a ratos una psicomagia de Alejandro Jodorowsky.

    Lancaster-Hubbard vive feliz, seguro de sí mismo, confiado en el poder casi omnímodo de su método, hasta que se topa con la horma de su zapato: Freddie Quell, excombatiente de la II Guerra Mundial, alcohólico y sexoadicto, desquiciado y enigmático. Una recreación asombrosa de ese actor ya de por sí algo freddiequelliano llamado Joaquin Phoenix. Ése "enfrentamiento" entre el profesor orgulloso y el alumno ingobernable es el drama central que anima la película. La vieja pelea entre la educación y el instinto. El combate filosófico entre la creencia de que los hombres pueden cambiar, y la sospecha de que uno siempre es como es y anda siempre con lo puesto, como cantaba Serrat. 



                     

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Lugares comunes

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Yo la llamo "La trilogía de Federico Luppi sentando cátedra". El alter ego de Aristarain impartía sus lecciones en Un lugar en el mundo, luego en Martín Hache, y ya finalmente,  de vuelta a la Argentina rural, un poco en plan Fray Luis de León y su "Decíamos ayer...", en Lugares comunes, que es una película que parece muy terrenal, muy apegada a la crisis del corralito y al destierro de los intelectuales, pero que en realidad, desmenuzada, es una cinta de ciencia-ficción que vaga por universos muy ajenos a los derroteros de la humanidad. Porque tipos así, tan lúcidos como Fernando Robles, ya sólo se encuentran en civilizaciones más avanzadas que la terráquea. Y amores tan idílicos como el suyo por Liliana, ya sólo en las viejas leyendas turolenses o veronesas que son más mito que otra cosa. Amores de Pandora, más que de la Tierra.

    En esta trilogía de Adolfo Aristarain tan poco galáctica, que transcurre hace tan poco tiempo y en planetas hispanoargentinos tan poco lejanos, el personaje repetido de Federico Luppi viene a ser el mismo caballero Jedi que ha alcanzado la lucidez en los caminos de la Fuerza. Si le vistieras con el hábito monacal del viejo Ben Kenobi, y le pusieras a vivir en una cueva polvorienta del planeta Tatooine, el resultado dejaría boquiabierto al mismísimo George Lucas, que tal vez lamentaría no haber creado un caballero Jedi con acento porteño que predicara los milagros de los midiclorianos, y negociara acuerdos con la poderosa Federación de Comercio.

    El tipo canoso de verborrea hipnótca que recorre las tres películas de Aristarain es un rojo claudicado, perdedor de todas las batallas contra los lord Siths de la derecha. Un viejo derrotado de la Comuna de París que no renuncia a darle la brasa al interlocutor que le coja más a mano, lo mismo en el bar de la esquina que en la chacra de la Pampa, o en el piso a todo lujo de Madrid. Lo mismo al hijo joven que aún no sabe por dónde tirar, que al hijo ya crecidito que abandonó los ideales para tener dos coches y un chalet en la serranía. Lo mismo a la amante que lo encuentra fascinante pero algo pesado, que a la esposa arrobada que se pasaría un milenio de amor sentada a su lado, escuchando sus jaculatorias. Lo mismo al espectador que pasaba por alguna de sus películas por casualidad, y que ha decidido no insistir en el empeño, que a este devoto seguidor que ha aprovechado la dolorosa excusa de la muerte de Federico Luppi para volver a recordar este puñadito de sabidurías. Y de actuaciones suyas tan portentosas. Hasta siempre, flaco.


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Half Nelson

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El planteamiento clásico de las películas que transcurren en un instituto conflictivo es que cuatro hijos de puta le hacen la vida imposible al docente, éste acaba pidiendo la baja tras un grave altercado que se lleva sus gafas y su dignidad por delante, y hacia el minuto quince de metraje, lanzado en paracaídas, o arribado en una barcaza de desembarco, se planta en la tarima un marine con cara de muy mala hostia que viene armado con una tiza de caballero Jedi. En un par de escenas bastantes tensas, el marine suelta un par de ironías que ponen en vereda al líder del motín, repele una agresión que es la última tentativa de hacerlo desistir de su apostolado y reconduce las clases de Química Orgánica o de Historia Universal hasta lograr que sus alumnos alcancen la iluminación intelectual y el perdón de los pecados.


    Half Nelson es una película perteneciente al género pero contada del revés. En este instituto de Brooklyn situado a mil kilómetros de un futuro prometedor, no es un alumno quien aparece agazapado entre los retretes fumándose un canuto de heroína, ni es el docente quien lo descubre y, en lugar de denunciarlo, charla con él sobre los principios básicos de la salud. En Half Nelson, es el profesor de Historia, el más molón además de todo el claustro, el John Keating de los institutos públicos, el que un día se queda tirado en los baños con la mirada perdida, y el canuto entre los dedos, y es ella, su alumna Drey, la chica que vive en el epicentro del barrio donde se mercadea la droga, la que acude en su ayuda y en su consuelo. Y en su secreto también. 

El inmaduro de la película es el profesor Dunne, el marine venido a menos, que no es capaz de salir del atolladero de su vida, atrapado en esta llave de lucha libre llamada "Half Nelson" de la que es imposible zafarse sin romperse algún hueso.



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Stranger Things. Temporada 2

🌟

Finalmente he tenido que verla -entretenido con el móvil, pensando en otras cosas, añorando otras ficciones que esperan su turno- para reafirmar lo que ya intuía: que no era necesaria una segunda temporada de Stranger Things. La historia original -como las cucarachas que mataba Cucal aerosol- nacía, creía, se reproducía muy dignamente entre referencias ochenteras y músicas molonas, y luego moría como una gran señora rodeada de sus seres queridos, que éramos todos los espectadores que la respetábamos y admirábamos. El final estaba cerrado, los personajes explicados, el círculo completo. "Me olía que era una majadería y confirmado...", dice Carlos Boyero todas las semanas cuando intervinene en el programa de la radio.



    La segunda temporada olía a chicle estirado, a chamusquina comercial, a resurrección cutre de la cucaracha sacrificada. Stranger Things 1 fue una estrella de vida corta pero intensa. Duró justo lo que tenía que durar, ocho episodios de puro hidrógeno que se convertía en helio irradiando mucho calor, mucho misterio, muchas cuestiones inquietantes. Nos dejó un bonito cadáver, y un bonito recuerdo para las conversaciones con las amistades. Una miniserie original, molona, conclusiva, que no iba a robarnos más tiempo de vida con segundas partes que nada nuevo nos aportarían ¿Para qué, pues, este recauchutamiento? ¿Estos electrodos del doctor Frankenstein para que el muerto se convirtiera en zombi, el guiso en refrito, el recuerdo en pesadez, el enamoramiento en rutina, la simpatía en desgana? Para ganar más pasta, sí... Pero, ¿ para qué? Lo habían bordado en la primera entrega, los hermanos Duffer, quizá porque desconocían que su criatura iba a tener una nueva financiación, así que cerraron el círculo argumental de un modo elegante y bello. Sí, vale: el mal seguía por ahí, y sí, los chavales iban a quedar con heridas, y sí, Winona Ryder aún podía desorbitar más los ojos y los gestos... Pero bastaba con imaginar todo esto en la intimidad de nuestros salones.

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The Meyerowitz Stories

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No existe el gen único de la creatividad. Las personas que escriben los libros, pintan los cuadros y marcan los goles inolvidables poseen una combinación única de genes que interactúan entre sí. Una combinación de la bonoloto que lleva el premio gordo de eso que llamamos el talento.

    Harold Meyerowitz, que es profesor de arte y escultor de cierta fama, no ha podido transmitir el talento artístico a sus tres hijos. Algún gen indispensable se perdió en las combinaciones genéticas de la concepción, y sus vástagos, nacidos de tres madres distintas, crecieron sin el don de crear formas a partir de los materiales. Quizá por eso, porque Harold Meyerowitz siente una secreta decepción por sus vástagos, o quizá porque es un tipo más bien egoísta y poco afable, la relación que mantiene con ellos es distante en las geografías y lejanísima en los afectos. 

    Pero las familias americanas, aunque se rehúyan, aunque hagan todo lo posible por no coincidir, tarde o temprano se ven abocadas al reencuentro cuando llega la Navidad, o el día de Acción de Gracias. O, como en el caso de la película, cuando al pater familias le dedican una exposición en homenaje a toda su carrera. The Meyerowitz Stories es una fina comedia sobre reproches entre padres e hijos. Sobre desencuentros entre hermanos y hermanas. Tan fina que a veces no soy capaz de seguir los trazos y los caminos, y me pierdo un poco en la prolijidad de los diálogos. Como si no terminara de cogerle el chiste o el drama. Como si me riera donde no debo y me emocionara donde hay que descojonarse. 

    Pero esto, que es una cosa bastante incómoda, como de ir quedando como una panoli escena tras escena, me sucede en todas las películas de Noah Baumbach. No termino de pillarle el truco a este cineasta. Sus películas son distintas, extrañas, de actores y actrices que casi siempre bordan sus tontunas, y por eso recaigo en ellas una y otra vez. Siento, además, de un modo bastante imbécil, porque en realidad nunca he estado allí, que regreso a casa cuando los personajes pasean por el Nueva York intelectual y algo bohemio que también sale en las películas de Woody Allen. Pero con Allen me une una complicidad instantánea que es casi fraternal, casi instintiva. Con Noah Baumbach, en cambio, todavía estoy muy lejos de ese entendimiento. Tal vez algún día, si persevero...



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Clash

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Tenía en la lista de películas pendientes -de ésas que la crítica especializada alaba en unánime y sospechosa adjetivación- esta rareza procedente de Egipto que se titula Clash. Películas que uno enfrenta con una pereza terrible, desconfiado y muy poco ecuménico, y que terminan cayendo en la tarde plomiza de noviembre sólo porque uno va de cultureta por la vida, y porque se deja influir por el sermón untuoso de los sumos sacerdotes.

    Y en efecto: a los veinte minutos de metraje, todos los adjetivos que había leído sobre Clash en las columnas de los gurús yacían por el suelo de mi salón, estrujados y convertidos en pelotas de papel. En este "experimento fílmico" recalentado al sol del desierto, el director planta una cámara dentro de un furgón policial, y allí, en el contexto de las refriegas callejeras que pusieron a Egipto en la portada de todos los telediarios, van entrando a empujones gentes de todo pelaje: periodistas extranjeros que grababan sin permiso y militantes islámicos que gritaban "Alá es grande". Nostálgicos de Hosni Mubarak que clamaban su laico retorno y tipos como usted y como yo que simplemente pasaban por allí y fueron confundidos por los tipos del casco y la porra... 

    Al principio parece que todos los detenidos se van a matar entre sí, enfrentados ideológicamente, sedientos y hambrientos, abandonados por los mismos hombres uniformados que los detuvieron. Pero de pronto, en un milagro de la bonhomía, reina la concordia y el buen rollo entre los allí encerrados. Hombres y mujeres rompen el hielo, charlan de sus cuitas, y hasta llegan a enseñarse las fotos familiares que guardan en las carteras.

    Mientras ahí fuera, en las calles de El Cairo, siguen las hostias como panes entre laicos y creyentes, el entendimiento se hace posible dentro del contexto claustrofóbico de una lechera. Muy bonico todo, pero muy aburrido. Yo, tan cínico con estas cosas, no hubiera llegado al final de Clash si no me hubiera dado por imaginar la versión patria del asunto, basada en los hechos muy reales de las últimas semanas: qué harían, de qué hablarían, como fumarían la pipa de la paz dentro de una lechera de la Policía Nacional tres tipos con la bandera estelada, otros tres con la bandera de España, un facha de tronío, cuatro desinformados de la actualidad, dos amas de casa que salieron a comprar el pan y las verduras y dos periodistas del Frankfurter Allgemeine que todavía no entendían ni media mierda del asunto...



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Fe de etarras

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El trabajo más duro para cualquier terrorista profesional, de esos que hacen carrera en el empeño y luego suben puestos en el escalafón, no es apretar el gatillo, ni detonar la bomba, que para eso ya vienen con la psicopatía de serie, y la sociopatía incorporada en el chasis. Lo más jodido de su labor asesina es esperar: pasar un día tras otro de calculada inactividad, esperando instrucciones, repasando el plan, cargándose de razones... Después de cada crimen cometido, con su subidón de adrenalina y su inflamación de las creencias, vienen largos meses de sigilo en el piso franco. Ratos interminables de jugar al trivial o al parchís mientras los telediarios pasan por delante y la vida transcurre. 

    En el fondo, ser terrorista es un auténtico coñazo, sobre todo si vives tras las líneas enemigas, porque estás muy lejos de los tuyos, a mil kilómetros de tu bar preferido, con la novia -o el novio- siempre en trance de olvidarte o de mandarte a la mierda. Sólo los matarifes más fanáticos, o los que no tienen vida propia que disfrutar, aguantan esa tensión de los días vacíos. Ese cobrar un sueldo y una manutención por no hacer nada. Hay que ser un funcionario muy honrado para resistir la tentación de la actividad...


    Fe de etarras transcurre en 2010, en plena decadencia de ETA, y también en pleno Mundial de Sudáfrica, con la retórica españolista en las radios y las banderas rojigualdas en los balcones. Ante tal panorama, el único personaje que mantiene su fe es el personaje de Javier Cámara, un riojano de Euskalherría que se considera a sí mismo el último gudari, el último mohicano de una lucha patriótica que viene de siglos, de milenios incluso, enraizada en las disputas que mantuvieron los protovascos que cazaban el mamut con los protoespañoles que preferían el venado. Sin embargo, a los otros comandos que le acompañan, se les va cayendo la fe de los bolsillos, y la arrastran por el suelo como condenados con su bola de hierro. Decía Francisco Umbral que siempre era un espectáculo contemplar a los hombres trabajando en lo suyo, y Fe de etarras, básicamente, es una ventana abierta -finamente cómica, pulcramente medida- a esas jornadas maratonianas de los terroristas dedicados a su trabajo revolucionario de contemplar las musarañas.




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Jerry Before Seinfeld

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De las cosas que aprendí -o recordé- viendo Jerry Before Seinfeld:

    Que Jerry Seinfeld, antes de regalarnos la mejor sitcom de la historia -en coautoría con Larry David- hizo sus pinitos de humorista en un club llamado The Comic Strip, en Nueva York, al que ahora regresa para recordar sus viejos chistes ante el micrófono, en una hora inolvidable de carcajadas e inteligencias.

    Que todas las expresiones que contengan las palabras "veinte minutos" son falsas: "Tardaré veinte minutos", o "La intervención durará veinte minutos", o "Soy capaz de aguantar veinte minutos sin eyacular".

    Que la realidad, en un milagro que se repite cada día, lo mismo en asuntos nacionales que en internacionales o deportivos, se ajusta exactamente al espacio disponible en los periódicos, de tal modo que en ellos nunca queda un espacio en blanco, ni hay que añadirles un espacio extra para contar un suceso inesperado.

    Que estaría muy bien que en las películas, de vez en cuando, aparecieran unos subtítulos que fueran recordando claves sustanciales de la trama ("Recuerda que Fulano le estaba poniendo los cuernos a Mengana"), o que fueran despejando esas dudas que a veces se quedan atoradas en la punta de la lengua, como cosquilleos molestos que impiden la concentración ("Este actor que ahora habla también salía en aquella película titulada...")

    Que no parece una buena idea regalarle a un ser querido una radio musical para la ducha, si no queremos que se mate en ese entorno tan poco propicio para el baile, con el suelo resbaladizo, y la mampara de vidrio...

    Que hacerse adulto significa, entre otras cosas, ir añadiendo bolsillos a la vestimenta, en pantalones y camisas, chaquetas y abrigos, de tal modo que cuando alguien nos pregunta por las llaves nos palmoteamos compulsivamente los mil y un recovecos, poniendo caras de fastidio, mientras que un niño sólo tiene que abrir las manos para demostrar que no las lleva encima...

    Que si no hubiese flores para regalar, la Tierra sería un planeta habitado únicamente por hombres y lesbianas.

    Que si le preguntas a un amigo qué tal le va con su pareja, a mayor incertidumbre en la relación, más arriba se toca la cara con la mano mientras medita: ligera preocupación, si se acaricia el mentón;  crisis inminente, si se pellizca el entrecejo; al borde del colapso, si se frota la frente con la palma de la mano...




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El hijo de la novia

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Los seguidores de este blog infumable ya saben que últimamente, a veces guiado por la búsqueda activa, y otras manipulado por el inconsciente traidor, veo mucho cine de cuarentones sumidos en la crisis existencial. Es lo que toca. Con el trabajo consolidado, el hijo criado y el matrimonio finiquitado , se abre ante mí la terra incognita de la vida. Y el cine, a veces más que la vida real, me proporciona apuntes que voy anotando en el cuadernillo de la pequeña sabiduría. 

    Ante mí está el desafío de reinventarse, el afán de reenamorarse, el reto de asumir la lenta decadencia de los sueños y las energías... La pitopausia, y las resacas como hostiazos. Las ganas de revivir mezcladas con la baja forma de los sistemas corporales. El cuarentón -y yo no escapo de esa caricatura- es un personaje complejo, tragicómico, un tipo algo ridículo que está a medio camino de la tonta juventud y de la docta decrepitud. Un tipo que da mucho juego en las películas, y que lo mismo te da para soltar un par de lagrimones que para liberar un par de carcajadas, según como lo pille la cámara, y como nos coja el ánimo en la butaca.

    En El hijo de la novia, el personaje de Ricardo Darín tiene cuarenta y dos años, un restaurante que atender y una custodia que compartir. Y una novia mucho más joven a la que satisfacer. Físicamente, moralmente y diplomáticamente. Darín, además, tiene un padre que aún siendo ateo quiere casarse por la iglesia con una mujer enferma de alzhéimer. Y un amigo muy cargante que siempre aparece en el momento más inoportuno para hacer su humorada. Un porro descomunal, como se ve.

    Darín, por supuesto, no da abasto con tanto personaje salido del vodevil. Y aunque no tiene ni una cana en el pelo, el jodío, ni un mellado en la dentadura, ni una puta nube en la sonrisa, al final su cuerpo le dice que hasta aquí hemos llegado, y se desploma derrotado por el sinvivir.  La moraleja es evidente: a los cuarenta y tantos hay que priorizar objetivos, ralentizar el ritmo, entrenar la cachaza... Hacer el amor con más esmero, y el trabajo con más mimo, y la amistad con más mansedumbre. Cribar, sosegar, tolerar... Como venía a decir Nietzsche por debajo de tanta filosofía sobre los superhombres y los dioses muertos, lo importante, al fin y al cabo, son las buenas digestiones.




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Good bye, Lenin!

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Una señora franquista que hubiera entrado en coma tres días antes de la muerte del dictador, y reviviera hoy mismo en la habitación soleada de su clínica privada, no necesitaría que ningún hijo la engañara sobre el estado político de la patria. Todo está más o menos como estaba. 

    En Good bye, Lenin!, sin embargo, la mamá de Alex, que sufrió su infarto justo antes de la caída del Muro, necesita todo un paripé familiar para no saber que la Alemania Oriental ya no existe y que el comunismo ha sido finalmente derrotado. Que sus sueños de proletaria combativa, de soñadora de fraternidades universales, han ido a parar a los basureros de la historia... Ocho meses después de lo del Muro, a su Berlín resistente y pobretón, orgulloso y mal abastecido, ya no lo conoce ni la madre que lo parió. Las gentes visten distinto, sueñan distinto, comen hamburguesas del McDonald's, y en la televisión aparecen mujeres semidesnudas y anuncios de Ferraris derrapando por Miami Beach. Sus ideales viajan por las cloacas camino del mar, y sus allegados tienen que sudar tinta china para hacerla creer que nada ha cambiado en el paraíso socialista.

    Nuestra señora franquista no necesitaría tantos desvelos de los familiares congregados ante su cama. Apenas extrañaría nada al encender el telediario de La 1, o al escuchar las tertulias de la radio. El rey actual, tan guapo y mocetón, es el hijo de aquel otro que designó el Caudillo con un simple capricho de sus cojones. La democracia -aunque sólo mencionarla le produzca gases y le altere la tensión a la señora- la están gestionando los nietos de aquellos patriotas que ganaron la Guerra Civil, y es muy probable que sólo estén disimulando para complacer a los americanos y a los europeos, siempre tan meticones e idealistas. El ejército sigue desfilando cada 12 de octubre, los obispos siguen bendiciendo las fiestas de guardar, y los equipos de fútbol siguen dedicando sus títulos a la Virgen del terruño. Las banderas del águila imperial siguen exhibiéndose por las calles como si no hubiera pasado el tiempo, y los cachorros de buena familia, aprovechando las manifas, siguen ahostiando como se merecen a los rojos que quieren traernos el ateísmo y el reparto de la riqueza.

    Lo único que a esta señora habría que ocultarle para que no se muriera de otro soponcio, es saber que ahora las mujeres abortan, que los maricones se casan, que los jovenzuelos compran condones como quien compra chicles en el kiosco. La liberación de las costumbres... Cuánto tendrían que callar esos mismos nietos que la sonríen disimulando, que le dan la razón como a los tontos. Los asuntos de la jodienda, que no tienen enmienda.




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Desayuno con diamantes

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En la vida real, el amor casi siempre es un cruce de malentendidos. Un diálogo para besugos. Un trasiego de flechas que rara vez aciertan en el blanco. La mayoría de las veces nos enamoramos de quien no nos corresponde, o recibimos el amor de quien está condenado a nuestra indiferencia. Las miradas suelen perderse en la desgana; los sueños, en una nube; las flores, en un contenedor. En los tiempos modernos, los anhelos terminan silenciados en el whatsapp, bloqueados en el facebook, estrujados en la papelera de reciclaje. El amor, en nuestra existencia mamífera, en nuestro deambular por las aceras, es una lotería de los más afortunados, el premio más apetecible y raro del Un, dos, tres...


    Y sin embargo no nos rendimos. Somos románticos y enamoradizos. Seguimos saliendo a las calles, y a los bares, y a los patios de internet, a perseverar en nuestro sueño de mágicas coincidencias. De eso tienen mucha culpa las películas -como antaño fueron culpables los bardos, o los poetas- porque ellas nos venden el sueño de la reciprocidad, la ilusión de la plenitud. Publicidad engañosa, pero maravillosa, ante la que suspendemos cualquier suspicacia o raciocinio. Las películas como Desayuno con diamantes son clásicos cursis, inverosímiles, de personajes tan literarios como improbables, y precisamente por eso los adoramos, y nos enternecen, y nos hacen llorar en la última escena del beso, aunque hayamos jurado cien veces no caer de nuevo en tan ridícula debilidad. Ellos nos devuelven la esperanza del amor. 

    En las pantallas del cine clásico el amor es fácil y asequible. Casi un trámite administrativo. Es como si... solo hubiera que chascar los dedos. Si no fuera porque las películas tienen que durar dos horas para dar de comer a tantas personas que trabajan en ellas, las damiselas requebradas otorgarían su aquiescencia a los cinco minutos de metraje, y el resto de la trama ya sólo sería el relato porno de sus muchos encuentros con el galán, y el relato trágico, en los minutos finales, de cómo el amor antaño maravilloso se fue diluyendo y marchitando. 


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El mismo amor, la misma lluvia

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Uno de los libros que más me han ayudado a entender el mundo se titula La supervivencia de los más guapos. En él, Nancy Etcoff, que es una psicóloga americana muy lista y muy intuitiva, cuenta que ser guapo o guapa no es sólo una ventaja evolutiva que permite encontrar más y mejores parejas sexuales. Su éxito también se extiende al ámbito laboral, al mundo de las amistades, a las colas de las panaderías o de los restaurantes. A los así agraciados se les abren puertas que a otros se nos cierran en las narices. Se les conceden oportunidades que a los demás se nos deniegan con mal gesto. Los guapos nos seducen, nos confunden, nos secuestran la voluntad. La simetría facial tiene algo de hipnótico; los ojos bonitos son como ascuas brujeriles que nos hechizan. Los cuerpos bien formados nos acomplejan, nos aturullan, nos vuelven serviciales y sumisos. A un hombre de bandera, o a una mujer de rompe y rasga, les perdonamos cosas a que nuestros congéneres de la fealdad, a nuestros hermanos del infortunio,  tardaríamos mucho tiempo en olvidar. Lo que enseña Nancy Etcoff es que nadie es culpable de todo esto, ni los seductores ni los seducidos: es la biología en marcha, el instinto en acción...




    En El mismo amor, la misma lluvia, el personaje de Ricardo Darín es un fulano execrable que pone los cuernos a su pareja, deniega la ayuda a sus amigos y extorsiona a los artistas para escribirles una buena crítica en su columna. Un tipo de conducta errática, caprichosa, que sin embargo sale bien parado de todos sus lances porque tiene ojos azules de niño y sonrisa pícara de truhán. Y maneja, además, esa verborrea argentina que seduce los oídos y enreda las voluntades. Un tipo muy peligroso. Un superviviente nato. Un canallita. Un estafador biológico de primera categoría. Incluso el personaje de Soledad Villamil -que es una mujer guapísima que podría tener a cualquier hombre que deseara- cae rendida una y otra vez a los encantos de este fulano que mientras se la tira, sonriendo con cara de amante beatífico, de hombre comprometido para la causa, ya está pensando en el próximo movimiento sexual de su partida de ajedrez. No sé de dónde han sacado que El mismo amor, la misma lluvia es una película romántica... Despojada de músicas y de lirismos, la cinta de Campanella es el crudo National Geographic de un macho alfa que medraba en el ecosistema argentino de los años ochenta.




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Larry David. Temporada 9

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A veces me sube una congoja del alma y pienso que ya se terminó el tiempo de las grandes alegrías. Que el trabajo gordo, por así decirlo, está finiquitado, y que sólo queda esperar, y reírse lo más posible, mientras llegan los nubarrones de la salud. Las grandes esperanzas, y los grandes proyectos, son cosas del verano de la edad, de cuando uno andaba viril y descamisado, y los días parecían no tener fin. Cuando la vida se desenredaba como un musical americano de jornaleros en el campo, jóvenes y vigorosos. Ahora, en el otoño del cromosoma, habrá que medir las cosas con raseros más humildes. Vivir una película francesa, melancólica, pausada, con bonitos atardeceres y cafés con croissant en la terraza. Una peli de Rohmer, por ejemplo, estilosa y lánguida, una que podría titularse El cinéfilo del villorrio, tan del estilo del maestro.



    Hace ya varios años que uno fía su felicidad a las pequeñas alegrías: que te llame un amigo para charlar; que el análisis de sangre salga sin subrayados en rojo; que el Madrid conquiste un título importante a finales de mayo. Que los seres queridos no se tuerzan por el camino. La tertulia en la radio, el estreno en el cine, la joya perdida en el ordenador... Que te sonría una señorita en el autobús. No morir de un infarto al subir el repecho en bicicleta, y emprender el descenso con la sonrisa boba y el orgullo salvaguardado. Que refresque por las noches, en estas canículas que las meteorólogas anuncian con una sonrisa que nunca he terminado de comprender, a 40 grados a la sombra. Mi reino por una brisa. Que prorroguen, si es posible, las series de televisión que me calientan en invierno, y me refrescan en verano. Que le concedan una temporada más, por ejemplo, a Larry David, cuando ya habíamos perdido toda esperanza de continuación, sus locos seguidores. Lo he leído esta mañana, al abrir el ordenador, y sólo de pensar que  Larry ha vuelto a coger el yelmo y la lanza para retar en duelo a los gilipollas y a los estúpidos, me ha brotado la sonrisa tonta, y me ha dado por silbar la pegadiza sintonía mientras barría y fregaba los cacharros. 


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Morir de pie

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El primer episodio de Morir de pie me engancha. Me abre el apetito de ver la temporada completa. Y eso, en esta sobreabundancia de series que nos abruma, en este sin vivir de elegir una ficción entre mil, es un mérito incuestionable. Cuando estos jovenzuelos y jovenzuelas, aspirantes a la fama, desvergonzados y sinvergüenzas, salen al escenario y cogen el micrófono para soltar sus visiones ácidas sobre la vida, yo me descojono como un adolescente en el sofá. Hay mucho sexo, mucha cafrada, mucha mala follá... Son de la escuela de Lenny Bruce, estos muchachos. Pero es que luego, además, entre bambalinas, cuando se cruzan amores y envidias, amistades y puñaladas, los diálogos son igualmente chispeantes, lúcidos, tan buenos como los monólogos que les dan precariamente de comer, hasta que llegue la invitación de Johnny Carson para aparecer en su programa nocturno y se hagan de oro con las ofertas de trabajo.

    El problema de Morir de pie es que su segundo episodio es igual al primero, y el tercero al segundo, y así sucesivamente, como en una tira de muñecos de papel. He llegado al quinto episodio con la sensación de estar viendo siempre lo mismo... Y he decidido devolver el animal a la protectora. El flechazo amoroso se ha tornado pesadez y pereza. Lo poco agrada y lo mucha cansa, o algo así, que decía el refrán.

    Lo de hacer chistes con las mamadas, por ejemplo, está muy bien. Lo mismo en el escenario artístico que en la vida cotidiana. Tal práctica sexual se presta a todo tipo de ingeniosas malevolencias. Es sucia pero divertida. Escatológica pero excitante. Dice mucho de quien la practica, o de quien no la practica. De quien la enaltece y de quien la condena. Es como una prueba del algodón para detectar personalidades: en la mamada está el generoso, la melindrosa, el desprejuciado, la novicia... A las mamadas las puedes volver del derecho y del revés. Sirven para pasárselo muy bien y para fortalecer el vínculo. Si las subes a un escenario son material cómico de primera categoría. Yo mismo, que me crié en el arrabal, y que me rodeo de gente muy poco selecta, tengo un amigo que basa su éxito social en contar chistes sobre mamadas allá en el vino del mediodía, o en la cerveza del nocturneo. Las primeras cien veces yo me partía el culo con él... Ahora ya me sale la risa forzada. No hay más registros en su repertorio de comediante. Si mi amigo fuera un personaje de Morir de pie ya le habría cambiado por otro fulano menos cansino...



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Blade Runner

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Antes de morir, el Nexus 6 se vanagloria de haber visto cosas que los humanos no conocen. Ningún espectador sabe qué son los rayos C, ni dónde queda la puerta de Tannhäuser, pero dichas por el replicante suenan a experiencias bellísimas e irrepetibles. Como si le hablaran de sexo salvaje al adolescente por estrenarse... En solo cuatro años de vida programada, el replicante ya había contemplado las maravillas del Universo. Los humanos de la Tierra, en cambio, sólo habían visto la mugre, la contaminación, la lluvia ácida persistente. Roy, por supuesto, no quería morir, y lamentaba que sus recuerdos se perdieran en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Pero en su testamento final se adivinaba un poso de orgullo. Él, condenado a la pronta caducidad había vivido intensamente. ¿La vida larga y aburrida de los casados, o la vida corta y excitante de los rockeros? 

Escribía Charles Bukowski en El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco

    “Lo terrible no es la muerte, sino las vidas que la gente vive o no vive hasta su muerte. No hacen honor a sus vidas, les mean encima. Las cagan. Estúpidos gilipollas [...] Son feos, hablan feo, caminan feo. Ponles la gran música de los siglos y no la oyen. La muerte de la mayoría de la gente es una farsa. No queda nada que pueda morir”.


El año 2019 que imaginaron los guionistas de Blade Runner tiene pinta, a dos años vista, de haberse quedado muy corto en algunos avances, y muy largo en otros. A día de hoy, la ingeniería genética aún está dando sus primeros pasos, y los coches de policía no salen volando tras ponerte una multa. Las colonias espaciales son proyectos descomunales aparcados hasta el fin de los tiempos. En Blade Runner, sin embargo, como sucede en muchas películas de ciencia-ficción, no se ve a nadie con teléfono móvil, ni con iPod, y los ordenadores de hogares y oficinas parecen unos cacharros tan lentos como rudimentarios. No parecen existir cosas tan básicas como Internet o como el Whatsapp, que en el año 2017 ya manejan con soltura incluso las ancianas. 

En el sector de las telecomunicaciones, lo más avanzado de Blade Runner parece ser la videollamada, como ya lo era en el 2001 imaginado por Arthur C. Clark.  Menuda caca... Eso ya existía  cuando yo era niño y llamaba al portero automático de mi amigo rico para que bajara a jugar al fútbol. Hace cuarenta años que yo ya me quedaba boquiabierto al descubrir que en aquella comunidad de vecinos habían instalado el ojo vigilante de HAL 9000...




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Los exiliados románticos

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En Los exiliados románticos, tres amigos residentes en Madrid cogen la furgoneta de Scooby-Doo y se lanzan a las autopistas camino de Francia, a retomar el amor fugaz que una vez mantuvieron con tres bellas extranjeras. Es verano, tienen tiempo libre, y no parece que en los madriles tengan mucho éxito con las mujeres. 

    Aunque son jóvenes y cultos, leídos y aventureros, uno de ellos es tímido hasta la psicopatología, y además empieza a perder un poco de pelo. Otro tiene cara de alelado permanente, como de no terminar nunca de despertarse. Y el último, el más feo, el que parece más cultureta y alternativo, tiene un parecido inquietante a Ignatius Farray cuando a éste le pega la chaladura. Nada grave, quizá, en otras circunstancias sociales, en otro contexto más amable del coqueteo y del folletear. Pero las españolas, últimamente, como bien sabemos los españolitos que llamamos a su puerta, o escalamos a su ventana, están anhelando por encima de sus posibilidades. Están muy exigentes, muy desconfiadas. Muy de pedir currículos inmaculados, y romanticismos de Pretty Woman, que cuestan un huevo de la cara.


    Han pasado cuarenta años desde que Alfredo Landa y José Luis Vázquez buscaran el amor entre las vikingas que arribaban a nuestras playas. Ellas eran europeas, liberales, mujeres de pocos melindres, y lucían un bodi muy lustroso entre las dos piezas del bikini. Los Landas y los Vázquez de aquel entonces también eran, a su modo paleto y franquista, unos exiliados románticos, como los de la película de Jonás Trueba, aunque ellos no viajasen al extranjero porque entonces era caro de narices, y los viajes en carretera resultaban agotadores. Ahora, en la modernidad, cuando cualquiera ya puede coger un avión o recorrer un autopista y todo quisque puede entenderse con el inglés de los macarranes, los españolitos sin suerte en el amor, como los sin suerte en el trabajo, vuelven a mirar hacia Europa para arreglar su vidas descosidas.



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Baby Driver

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Termino de ver Baby Driver, en la madrugada del sábado al domingo, y me pregunto, una vez más -y en estos tiempos la pregunta es un nubarrón geoestático suspendido sobre mi cabeza- qué he hecho con mi vida para llegar hasta aquí, a este derrumbamiento en el sofá, a esta soledad sin perspectivas. Qué cadena de acontecimientos, de encrucijadas, de decisiones mal tomadas desde que el mundo es mundo, me ha traído a esta película tan moderna y tan prescindible, tan molona y tan vacía. 

    En la fiebre del sábado noche yo debería estar disfrutando por ahí, a la luz de unas velas, o en la barra de un pub, en la vida verdadera que no es ni película ni celda monacal. No sé qué cojones hago aquí, en la noche calurosa e impropia de octubre, viendo una película que en realidad ni me va ni me viene, que sólo estoy viendo porque las películas apetecibles están en la otra habitación, a veinte metros-luz del salón. Pero me pesa tanto el culo, y la pereza, y el mal jerol que estoy gastando, que soy incapaz de incorporarme y de poner fin a esta Baby Driver que sólo va, básicamente, de unos tíos que atracan bancos y luego salen pitando a toda hostia por los asfaltos atestados.

    Cuando en la película luce el sol, y Baby -el driver, el prota- bailotea las canciones de su iPod sobre las aceras, marcándose unos swings o unos funky steps, consigo olvidarme un poco de mí mismo, por un rato, y me dejo llevar por el ritmo de la música, que es muy molona, y por las persecuciones de coches, que son de mucho infarto, muy bien rodadicas, con su goma quemada, y sus piruetas imposibles, y sus coches policiales que siempre conducen unos merluzos que se estrellan contra el primer obstáculo que topan. 

    Pero luego, ay, en Baby Driver se hace de noche, porque los delincuentes también duermen, o se meten en garitos para repartirse el botín, y entonces, al fondo de la pantalla, un poco difuminado, aparece un personaje nuevo en la película, uno que soy yo mismo reflejado: un intruso, un paria de la trama, como esos fantasmas no previstos de las fotografías. Es entonces vuelvo a tomar conciencia de mi mismidad, de mi gilipollez, de mi destino varado en una playa...




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El regalo

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Esta película, El regalo, yo ya la había visto. Transcurría en París, se titulaba Caché, y la dirigía un filósofo metido a cineasta -y a tocapelotas- llamado Michael Haneke. En ella había otra pareja de burgueses encantados de conocerse hasta que un psicópata empezaba a acosarles, a entregarles paquetes, a filmarles clandestinamente en la intimidad... Todavía siento escalofríos al recordarla. Caché era puñetera y malsana, inquietante y perversa, como todo el cine perpetrado por Haneke. El austríaco es un cabronazo que te mete la mano por la garganta, o por el trasero, y hace operaciones muy dolorosas en los territorios del miedo o de la culpabilidad. De sus películas siempre sale uno tocado, como si una nube negra se instalara sobre la cabeza y te quitara los rayos del sol, y la alegría de vivir.


    El regalo, como Caché, es una película sobre fantasmas de las navidades pasadas que de pronto se hacen carne molesta y peligrosa. Tipos a los que no veíamos desde la infancia, y a los que habíamos olvidado por completo, que sin embargo se acordaban muy bien de nosotros. Que -más aún- nos llevaban grabados a fuego en su rencor. Niños a los que un día, por hacernos los chulos, o por vengar la injusticia de unos cromos escamoteados, acusamos de algo que no era verdad, o que no era verdad del todo. Un agravio que fue creciendo sin control, tomando forma, creando malentendidos, hasta que acabó con la reputación y el buen nombre del chaval. Una vida tal vez arruinada, tal vez irrecuperable, que tuvo su origen en una maledicencia de patio de colegio, o de intercambio de clases. 

    Sobre mí, en aquellos tiempos, mis archienemigos del balón o del sobresaliente vertieron más de una injuria que por fortuna nunca llegó a nada. La desgracia en la vida me la he ido labrando yo solito. Yo, en venganza, o en pura maldad, también solté varias andanadas al aire, a ver si colaban... Nunca supe si acertaron de lleno o se perdieron en el mar. Tal vez algún día, en la cola de un supermercado, o en la terraza de una cafetería, me encuentre a un tipo de rostro vagamente familiar que me enseñe la herida, y me devuelva el proyectil en una bolsa.  


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Doce monos

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Como ya sucediera en Brazil, el artificio barroco de Doce Monos sólo es el envoltorio que utiliza Terry Gilliam para contar una historia de amor. Doce Monos -con sus viajes en el tiempo, su humanidad arrasada, sus gadgets de Mortadelo y Filemón- sólo es una película de ciencia-ficción en apariencia. Gilliam, por debajo de esa creatividad desbordada, de esa fama de ex miembro pirado de los Monty Python, no es más que un romántico incurable que esconde sus sentimientos bajo toneladas de cacharros y de efectos especiales. Un tímido que se pondría rojo como un tomate rodando directamente una comedia romántica, o una pasión amorosa de las que anegan los ojos y mojan las camas, o viceversa.

    De todos modos, los amoríos que ocupan a Terry Gilliam son de un tipo muy raro, altamente infrecuente. Son esos amores que uno crea en la imaginación y luego sueña continuamente en la profundidad de la noche, o en el marasmo del día, como una obsesión enfermiza. Ectoplasmas bellísimos y sonrientes que de pronto, por el azar de un milagro -como le sucedía a Jonathan Pryce en Brazil- o por el capricho de una paradoja temporal -como les sucede a Bruce Willis en Doce Monos- se vuelven reales y tangibles, y uno no termina de creérselos del todo hasta que la realidad de la carne se impone con un beso o con un bofetón.

    Cuando en Doce monos el viajero del futuro y la psiquiatra del presente cruzan sus miradas por primera vez, no pueden evitar un primer conato de atracción, pero también, surgida de la galería de los sueños como una voluta de humo, una extraña sensación de reconocimiento. Un déjà vu que la doctora, tan racional, tan formada en su materia de trastornados, achacará a la fiebre primeriza de todo enamorado. Porque ella todavía no sabe -como sí sabe el viajero del tiempo- que ellos ya se conocían de mucho antes, de otra línea temporal aún más fantástica que los sueños...


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Brazil

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Brazil es la versión muy particular que hizo Terry Gilliam de 1984, la novela de George Orwell. Mientras Michael Radford rodaba su versión canónica y aburridísima, Gilliam se dejaba llevar por su desbordante imaginación y se las tenía tiesas con los productores de la película, que estaban convencidos de haber financiado a un verdadero demente. Gilliam se meaba en los presupuestos, en la taquilla, en el happy end de la borregada, siempre a medio camino de la genialidad y del borderío irresponsable.

    A Gilliam se la soplaba la distopía política, la reflexión sesuda sobre el soviefascismo que nos aguardaba. Para Gilliam, la pesadilla de 1984 era el marco perfecto para contar una historia de amor imposible. El amor de Sam Lowry tenía que ser como la flor que brotaba entre tanta miseria moral y tanto sueño secuestrado. 

    En el mundo real de Brazil se escucha el desfilar de los soldados, el ajetrear de la burocracia, el carcajeo histérico de las señoritingas. Es una cacofonía desquiciante y deshumanizada. Sin embargo, en los sueños de Sam, siempre suena Aquarela do Brasil en el hilo musical, y en el cielo despejado, azulísimo, brasileiro por antonomasia, él se transforma en un ángel alado que respira la libertad muchos metros por encima de su empleo funcionarial, de su existencia sin alegría. Un ángel enamorado que vuela en pos de su mujer amada, otro ángel de cabellos rubios que se le ofrece ingrávida y semidesnuda, envuelto en gasas que su deseo habrá de retirar con suma delicadeza...


    Así transcurre la vida miserable de Sam Lowry, el hombre gris a la luz del día, el Ícaro enamorado en la oscuridad de la noche, hasta que un día, en su quehacer laboral, conoce a Jill Layton y se queda boquiabierto al descubrir que ella -no poéticamente, no metafóricamente- es la mujer que aparecía en sus sueños. Sam se cree afortunado, elegido para una nueva vida de felicidad. ¿Cuántas veces los sueños de amor se hacen carne exacta, literal, como concedidos por un santo benefactor, por un genio de la lámpara maravillosa?

Pero, Sam, el pobre, todavía no sabe que Brazil es la historia de un hombre que vivía tan ricamente, se enamora de la mujer que no debía, y asiste, desquiciado, y torturado, al espectáculo escatológico de su vida yéndose por el retrete.



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The Bomb

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Uno pensaba que The Bomb, el documental producido por la PBS y recomendado por un amigo muy fiable, iba a ser algo más crítico con el asunto nuclear de los norteamericanos. Que empezando por la concepción de la bomba atómica en el "Proyecto Manhattan" y terminando en la locura irracional que vino después en la Guerra Fría, The Bomb iba a narrar el lado oscuro de esta locura tecnológica, de este juego irresponsable con la aniquilación. Una historia de orates que sólo al principio, quizás, tuvo su razón de ser, cuando en la II Guerra Mundial las democracias tuvieron que adelantarse a los nazis en el empeño de llegar en primer lugar a la fisión nuclear.

    La PBS -por cierto- es esa televisión pública de la que tanto se ríe la familia Simpson porque sus programas son aburridos y con intenciones educativas. Y esta vez habrá que darles la razón, porque una hora y cincuenta minutos después me he quedado como estaba, sin haber aprendido nada nuevo. Y sin que ninguno de los muchos historiadores que asoman el jeto por The Bomb se animen a denunciar. "Nos tuvimos que adelantar a los nazis, los japoneses se merecieron su final, y los soviéticos eran mucho más perversos que nosotros...". Una historia patriotera, básica, de libro de texto para una escuela de Kentucky. Un resumen moral que hubiera suscrito cualquier halcón de las Fuerzas Armadas. Cualquier iletrado de la familia Bush. Sí: murió gente en Hiroshima. Pobrecicos. Sí: murió gente en Nagasaki. Qué mala pata tuvieron... Y todo así. Un asco. Una oportunidad desaprovechada. A ver si Oliver Stone se anima a rodar un remake.






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Más pena que Gloria

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Hay un momento terrible, en la adolescencia, cuando te enamoras por primera vez sin ser correspondido, en el que comprendes con sumo dolor que las mujeres, a la larga, hasta que el impulso sexual se extinga en la senectud, van a traerte más pena que gloria. Que sólo un puñado de escogidos, de tipos muy selectos, que entran en la adolescencia triunfando y ya nunca dejan de ganar, van a vivir el orgullo del deseo casi siempre correspondido, del amor casi siempre reflejado. Que en esto, como en todo, hay clases y castas, y que la mayoría de nosotros, como el David de la película, llevará para siempre el rejonazo de una mala faena. Una herida que nunca curará del todo, y que empezará a doler justo antes de iniciar cada nueva conquista, como un recordatorio de que el fracaso es el resultado más probable de nuestro anhelo tontorrón.




    David, en Más pena que Gloria, está viviendo esa edad puñetera en la que sus compañeras de pronto se vuelven más listas, más maduras, mucho más guapas, y levantan el vuelo para ir a posarse en las ramas superiores donde viven los tíos mayores: los que van en moto, o ya han follado, o te partirían la cara a hostias si te cruzaras en su camino. David -como nos pasaría a cualquier de nosotros- se enamora de Gloria hasta la baba, hasta el arrobo, y durante unos días de risueña ficción cree que tiene posibilidades de conquistarla. Ella le habla, le sonríe, le permite conversaciones y paseos hasta llegar a su portal... Pero es todo una entelequia. Aunque tienen la misma edad, y van al mismo instituto, y comparten los mismos botellones en la plaza del barrio, David y Gloria habitan dos planetas distintos. Cuando le llega la bofetada, tan cruel como inesperada, David se introducirá en la bañera para que las lágrimas se confundan con el agua. Allí jugará con el condón que ya nunca utilizará con Gloria, su amor frustrado e imposible... Pero él es joven, y decidido, y en la siguiente fiesta de estudiantes buscará un clavo más accesible con el que sacar el anterior. Cree que la herida de Gloria cicatrizará muy pronto. Pero no es cierto. David aún no ha comprendido que esa llaga es un tatuaje de sangre indeleble, que le identificará ya para toda la vida.



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Ronin

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Ronin es una película de acción pura y dura, todo músculo y sin hueso. 0% de materia grasa. Tan simple como un pirulí, y tan enredosa como cualquier guion de David Mamet. Va de unos ex sicarios de las democracias que se enfrentan a sus ex colegas del comunismo por la posesión de un maletín. Un mcguffin que lo mismo puede contener un código nuclear, que un secreto desestabilizador o un trozo de kriptonita caído de los cielos. Ellos no lo saben, y lo mismo les da en realidad, porque su contenido sólo es una excusa que anima su codicia y justifica sus tiroteos. El viejo don Alfredo suspiraría de gusto al ver Ronin desde su tumba.

    De estos ronin que se han quedado sin trabajo tras el derrumbe del Muro de Berlín, y que vagan por el mundo sin amo y sin honor, como los samuráis caídos en desgracia, sólo conocemos su destreza con las armas o su pericia con los explosivos. Nada más. Que son implacables y muy hijos de puta, y que por un fajo de billetes se venden a cualquiera que proponga un buen negocio. Y si ese cualquiera, además, tiene la belleza irresistible de Natascha McElhone, y en el tiempo muerto de las vigilancias se adivina un polvo mayúsculo en lontananza, más todavía. 

    Del resto, de sus vidas personales, de sus traumas del pasado, nada se nos cuenta en la película. Qué nos importa, además, el hijo que juega al béisbol sin que papá lo vea desde la grada, o la ex mujer que se caga en sus muertos porque nunca llega la pensión. Frankenheimer y Mamet decidieron que Ronin fuera una película de tiros y hostias, persecuciones y bombazos. Y nada más, y nada menos. Una película de diálogos que van al grano, muy de expertos en la materia asesina. Casi de germanía. Lances verbales entre machos con mucha testosterona que presumen de currículum y de inteligencia, como venados que entrechocaran su cornamenta. Veteranos de la Guerra Fría que ya no creen ni en la democracia ni en el comunismo, pero sí, todavía, en la ideología inquebrantable de sus pelotas. Unos auténticos profesionales, como diría el inolvidable Pazos de Airbag. Y menudas "submachigáns" que se gastan, además.



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Déjame salir (Get Out)

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(Contiene spoilers morrocotudos...)

A Chris, un muchacho tan afable como tímido, le ha tocado en la lotería del amor una novia guapísima, sexy, irresistible. Que ella sea blanca y él negro no es impedimento para que el amor se les desborde en cada mirada y en cada beso. 

    Varios meses después de conocerse, ella le propone ir a conocer a sus padres, que son gente de mucho dinero que vive a orillas de un lago, en una casa de ensueño. Chris, nervioso, mientras su novia conduce a través de los bosques, recuerda aquella película titulada Adivina quién viene esta noche y la cara contrariada que puso aquel matrimonio al descubrir que el novio de la nenita era un hombre de color, y por tanto sospechosos, por muchos títulos universitarios que pudiera plantarles en los morros. Chris se consuela pensando que aquello era otra época, y otro racismo más descarnado. Su novia, además, que se descojona de la risa con sus resquemores, jura y perjura que sus padres son gente 0% materia grasa en esas cuestiones. Pero Chris no las tiene todas consigo...


    A llegar a la mansión todo es afabilidad y buen rollo con sus futuros suegros. Los Armitage son una familia moderna, desprejuiciada, votantes de Barack Obama que lamentan la ley que limita a dos sus mandatos presidenciales. Son tan guays, tan abiertos, tan absolutamente encantadores, que a Chris se le disparan los viejos recelos: trescientos años de esclavitud han forjado en él una desconfianza innata hacia los hombres blancos que sonríen demasiado. Tanta demostración liberal  le escama más que un recibimiento gélido e incluso hostil. Para esto venía preparado; para lo otro, no. Es como una película de terror en la que todo el mundo esconde sus intenciones tras una máscara sonriente del Joker. 

    Y Get Out, efectivamente, que al principio es una comedia romántica, y luego un remake inquietante de Adivina quién viene esta noche, se convertirá en una película de terror con todas las de la ley.



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