Blade Runner

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Antes de morir, el Nexus 6 se vanagloria de haber visto cosas que los humanos no conocen. Ningún espectador sabe qué son los rayos C, ni dónde queda la puerta de Tannhäuser, pero dichas por el replicante suenan a experiencias bellísimas e irrepetibles. Como si le hablaran de sexo salvaje al adolescente por estrenarse... En solo cuatro años de vida programada, el replicante ya había contemplado las maravillas del Universo. Los humanos de la Tierra, en cambio, sólo habían visto la mugre, la contaminación, la lluvia ácida persistente. Roy, por supuesto, no quería morir, y lamentaba que sus recuerdos se perdieran en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Pero en su testamento final se adivinaba un poso de orgullo. Él, condenado a la pronta caducidad había vivido intensamente. ¿La vida larga y aburrida de los casados, o la vida corta y excitante de los rockeros? 

Escribía Charles Bukowski en El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco

    “Lo terrible no es la muerte, sino las vidas que la gente vive o no vive hasta su muerte. No hacen honor a sus vidas, les mean encima. Las cagan. Estúpidos gilipollas [...] Son feos, hablan feo, caminan feo. Ponles la gran música de los siglos y no la oyen. La muerte de la mayoría de la gente es una farsa. No queda nada que pueda morir”.


El año 2019 que imaginaron los guionistas de Blade Runner tiene pinta, a dos años vista, de haberse quedado muy corto en algunos avances, y muy largo en otros. A día de hoy, la ingeniería genética aún está dando sus primeros pasos, y los coches de policía no salen volando tras ponerte una multa. Las colonias espaciales son proyectos descomunales aparcados hasta el fin de los tiempos. En Blade Runner, sin embargo, como sucede en muchas películas de ciencia-ficción, no se ve a nadie con teléfono móvil, ni con iPod, y los ordenadores de hogares y oficinas parecen unos cacharros tan lentos como rudimentarios. No parecen existir cosas tan básicas como Internet o como el Whatsapp, que en el año 2017 ya manejan con soltura incluso las ancianas. 

En el sector de las telecomunicaciones, lo más avanzado de Blade Runner parece ser la videollamada, como ya lo era en el 2001 imaginado por Arthur C. Clark.  Menuda caca... Eso ya existía  cuando yo era niño y llamaba al portero automático de mi amigo rico para que bajara a jugar al fútbol. Hace cuarenta años que yo ya me quedaba boquiabierto al descubrir que en aquella comunidad de vecinos habían instalado el ojo vigilante de HAL 9000...




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Los exiliados románticos

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En Los exiliados románticos, tres amigos residentes en Madrid cogen la furgoneta de Scooby-Doo y se lanzan a las autopistas camino de Francia, a retomar el amor fugaz que una vez mantuvieron con tres bellas extranjeras. Es verano, tienen tiempo libre, y no parece que en los madriles tengan mucho éxito con las mujeres. 

    Aunque son jóvenes y cultos, leídos y aventureros, uno de ellos es tímido hasta la psicopatología, y además empieza a perder un poco de pelo. Otro tiene cara de alelado permanente, como de no terminar nunca de despertarse. Y el último, el más feo, el que parece más cultureta y alternativo, tiene un parecido inquietante a Ignatius Farray cuando a éste le pega la chaladura. Nada grave, quizá, en otras circunstancias sociales, en otro contexto más amable del coqueteo y del folletear. Pero las españolas, últimamente, como bien sabemos los españolitos que llamamos a su puerta, o escalamos a su ventana, están anhelando por encima de sus posibilidades. Están muy exigentes, muy desconfiadas. Muy de pedir currículos inmaculados, y romanticismos de Pretty Woman, que cuestan un huevo de la cara.


    Han pasado cuarenta años desde que Alfredo Landa y José Luis Vázquez buscaran el amor entre las vikingas que arribaban a nuestras playas. Ellas eran europeas, liberales, mujeres de pocos melindres, y lucían un bodi muy lustroso entre las dos piezas del bikini. Los Landas y los Vázquez de aquel entonces también eran, a su modo paleto y franquista, unos exiliados románticos, como los de la película de Jonás Trueba, aunque ellos no viajasen al extranjero porque entonces era caro de narices, y los viajes en carretera resultaban agotadores. Ahora, en la modernidad, cuando cualquiera ya puede coger un avión o recorrer un autopista y todo quisque puede entenderse con el inglés de los macarranes, los españolitos sin suerte en el amor, como los sin suerte en el trabajo, vuelven a mirar hacia Europa para arreglar su vidas descosidas.



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Baby Driver

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Termino de ver Baby Driver, en la madrugada del sábado al domingo, y me pregunto, una vez más -y en estos tiempos la pregunta es un nubarrón geoestático suspendido sobre mi cabeza- qué he hecho con mi vida para llegar hasta aquí, a este derrumbamiento en el sofá, a esta soledad sin perspectivas. Qué cadena de acontecimientos, de encrucijadas, de decisiones mal tomadas desde que el mundo es mundo, me ha traído a esta película tan moderna y tan prescindible, tan molona y tan vacía. 

    En la fiebre del sábado noche yo debería estar disfrutando por ahí, a la luz de unas velas, o en la barra de un pub, en la vida verdadera que no es ni película ni celda monacal. No sé qué cojones hago aquí, en la noche calurosa e impropia de octubre, viendo una película que en realidad ni me va ni me viene, que sólo estoy viendo porque las películas apetecibles están en la otra habitación, a veinte metros-luz del salón. Pero me pesa tanto el culo, y la pereza, y el mal jerol que estoy gastando, que soy incapaz de incorporarme y de poner fin a esta Baby Driver que sólo va, básicamente, de unos tíos que atracan bancos y luego salen pitando a toda hostia por los asfaltos atestados.

    Cuando en la película luce el sol, y Baby -el driver, el prota- bailotea las canciones de su iPod sobre las aceras, marcándose unos swings o unos funky steps, consigo olvidarme un poco de mí mismo, por un rato, y me dejo llevar por el ritmo de la música, que es muy molona, y por las persecuciones de coches, que son de mucho infarto, muy bien rodadicas, con su goma quemada, y sus piruetas imposibles, y sus coches policiales que siempre conducen unos merluzos que se estrellan contra el primer obstáculo que topan. 

    Pero luego, ay, en Baby Driver se hace de noche, porque los delincuentes también duermen, o se meten en garitos para repartirse el botín, y entonces, al fondo de la pantalla, un poco difuminado, aparece un personaje nuevo en la película, uno que soy yo mismo reflejado: un intruso, un paria de la trama, como esos fantasmas no previstos de las fotografías. Es entonces vuelvo a tomar conciencia de mi mismidad, de mi gilipollez, de mi destino varado en una playa...




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El regalo

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Esta película, El regalo, yo ya la había visto. Transcurría en París, se titulaba Caché, y la dirigía un filósofo metido a cineasta -y a tocapelotas- llamado Michael Haneke. En ella había otra pareja de burgueses encantados de conocerse hasta que un psicópata empezaba a acosarles, a entregarles paquetes, a filmarles clandestinamente en la intimidad... Todavía siento escalofríos al recordarla. Caché era puñetera y malsana, inquietante y perversa, como todo el cine perpetrado por Haneke. El austríaco es un cabronazo que te mete la mano por la garganta, o por el trasero, y hace operaciones muy dolorosas en los territorios del miedo o de la culpabilidad. De sus películas siempre sale uno tocado, como si una nube negra se instalara sobre la cabeza y te quitara los rayos del sol, y la alegría de vivir.


    El regalo, como Caché, es una película sobre fantasmas de las navidades pasadas que de pronto se hacen carne molesta y peligrosa. Tipos a los que no veíamos desde la infancia, y a los que habíamos olvidado por completo, que sin embargo se acordaban muy bien de nosotros. Que -más aún- nos llevaban grabados a fuego en su rencor. Niños a los que un día, por hacernos los chulos, o por vengar la injusticia de unos cromos escamoteados, acusamos de algo que no era verdad, o que no era verdad del todo. Un agravio que fue creciendo sin control, tomando forma, creando malentendidos, hasta que acabó con la reputación y el buen nombre del chaval. Una vida tal vez arruinada, tal vez irrecuperable, que tuvo su origen en una maledicencia de patio de colegio, o de intercambio de clases. 

    Sobre mí, en aquellos tiempos, mis archienemigos del balón o del sobresaliente vertieron más de una injuria que por fortuna nunca llegó a nada. La desgracia en la vida me la he ido labrando yo solito. Yo, en venganza, o en pura maldad, también solté varias andanadas al aire, a ver si colaban... Nunca supe si acertaron de lleno o se perdieron en el mar. Tal vez algún día, en la cola de un supermercado, o en la terraza de una cafetería, me encuentre a un tipo de rostro vagamente familiar que me enseñe la herida, y me devuelva el proyectil en una bolsa.  


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Doce monos

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Como ya sucediera en Brazil, el artificio barroco de Doce Monos sólo es el envoltorio que utiliza Terry Gilliam para contar una historia de amor. Doce Monos -con sus viajes en el tiempo, su humanidad arrasada, sus gadgets de Mortadelo y Filemón- sólo es una película de ciencia-ficción en apariencia. Gilliam, por debajo de esa creatividad desbordada, de esa fama de ex miembro pirado de los Monty Python, no es más que un romántico incurable que esconde sus sentimientos bajo toneladas de cacharros y de efectos especiales. Un tímido que se pondría rojo como un tomate rodando directamente una comedia romántica, o una pasión amorosa de las que anegan los ojos y mojan las camas, o viceversa.

    De todos modos, los amoríos que ocupan a Terry Gilliam son de un tipo muy raro, altamente infrecuente. Son esos amores que uno crea en la imaginación y luego sueña continuamente en la profundidad de la noche, o en el marasmo del día, como una obsesión enfermiza. Ectoplasmas bellísimos y sonrientes que de pronto, por el azar de un milagro -como le sucedía a Jonathan Pryce en Brazil- o por el capricho de una paradoja temporal -como les sucede a Bruce Willis en Doce Monos- se vuelven reales y tangibles, y uno no termina de creérselos del todo hasta que la realidad de la carne se impone con un beso o con un bofetón.

    Cuando en Doce monos el viajero del futuro y la psiquiatra del presente cruzan sus miradas por primera vez, no pueden evitar un primer conato de atracción, pero también, surgida de la galería de los sueños como una voluta de humo, una extraña sensación de reconocimiento. Un déjà vu que la doctora, tan racional, tan formada en su materia de trastornados, achacará a la fiebre primeriza de todo enamorado. Porque ella todavía no sabe -como sí sabe el viajero del tiempo- que ellos ya se conocían de mucho antes, de otra línea temporal aún más fantástica que los sueños...


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Brazil

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Brazil es la versión muy particular que hizo Terry Gilliam de 1984, la novela de George Orwell. Mientras Michael Radford rodaba su versión canónica y aburridísima, Gilliam se dejaba llevar por su desbordante imaginación y se las tenía tiesas con los productores de la película, que estaban convencidos de haber financiado a un verdadero demente. Gilliam se meaba en los presupuestos, en la taquilla, en el happy end de la borregada, siempre a medio camino de la genialidad y del borderío irresponsable.

    A Gilliam se la soplaba la distopía política, la reflexión sesuda sobre el soviefascismo que nos aguardaba. Para Gilliam, la pesadilla de 1984 era el marco perfecto para contar una historia de amor imposible. El amor de Sam Lowry tenía que ser como la flor que brotaba entre tanta miseria moral y tanto sueño secuestrado. 

    En el mundo real de Brazil se escucha el desfilar de los soldados, el ajetrear de la burocracia, el carcajeo histérico de las señoritingas. Es una cacofonía desquiciante y deshumanizada. Sin embargo, en los sueños de Sam, siempre suena Aquarela do Brasil en el hilo musical, y en el cielo despejado, azulísimo, brasileiro por antonomasia, él se transforma en un ángel alado que respira la libertad muchos metros por encima de su empleo funcionarial, de su existencia sin alegría. Un ángel enamorado que vuela en pos de su mujer amada, otro ángel de cabellos rubios que se le ofrece ingrávida y semidesnuda, envuelto en gasas que su deseo habrá de retirar con suma delicadeza...


    Así transcurre la vida miserable de Sam Lowry, el hombre gris a la luz del día, el Ícaro enamorado en la oscuridad de la noche, hasta que un día, en su quehacer laboral, conoce a Jill Layton y se queda boquiabierto al descubrir que ella -no poéticamente, no metafóricamente- es la mujer que aparecía en sus sueños. Sam se cree afortunado, elegido para una nueva vida de felicidad. ¿Cuántas veces los sueños de amor se hacen carne exacta, literal, como concedidos por un santo benefactor, por un genio de la lámpara maravillosa?

Pero, Sam, el pobre, todavía no sabe que Brazil es la historia de un hombre que vivía tan ricamente, se enamora de la mujer que no debía, y asiste, desquiciado, y torturado, al espectáculo escatológico de su vida yéndose por el retrete.



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The Bomb

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Uno pensaba que The Bomb, el documental producido por la PBS y recomendado por un amigo muy fiable, iba a ser algo más crítico con el asunto nuclear de los norteamericanos. Que empezando por la concepción de la bomba atómica en el "Proyecto Manhattan" y terminando en la locura irracional que vino después en la Guerra Fría, The Bomb iba a narrar el lado oscuro de esta locura tecnológica, de este juego irresponsable con la aniquilación. Una historia de orates que sólo al principio, quizás, tuvo su razón de ser, cuando en la II Guerra Mundial las democracias tuvieron que adelantarse a los nazis en el empeño de llegar en primer lugar a la fisión nuclear.

    La PBS -por cierto- es esa televisión pública de la que tanto se ríe la familia Simpson porque sus programas son aburridos y con intenciones educativas. Y esta vez habrá que darles la razón, porque una hora y cincuenta minutos después me he quedado como estaba, sin haber aprendido nada nuevo. Y sin que ninguno de los muchos historiadores que asoman el jeto por The Bomb se animen a denunciar. "Nos tuvimos que adelantar a los nazis, los japoneses se merecieron su final, y los soviéticos eran mucho más perversos que nosotros...". Una historia patriotera, básica, de libro de texto para una escuela de Kentucky. Un resumen moral que hubiera suscrito cualquier halcón de las Fuerzas Armadas. Cualquier iletrado de la familia Bush. Sí: murió gente en Hiroshima. Pobrecicos. Sí: murió gente en Nagasaki. Qué mala pata tuvieron... Y todo así. Un asco. Una oportunidad desaprovechada. A ver si Oliver Stone se anima a rodar un remake.






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Más pena que Gloria

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Hay un momento terrible, en la adolescencia, cuando te enamoras por primera vez sin ser correspondido, en el que comprendes con sumo dolor que las mujeres, a la larga, hasta que el impulso sexual se extinga en la senectud, van a traerte más pena que gloria. Que sólo un puñado de escogidos, de tipos muy selectos, que entran en la adolescencia triunfando y ya nunca dejan de ganar, van a vivir el orgullo del deseo casi siempre correspondido, del amor casi siempre reflejado. Que en esto, como en todo, hay clases y castas, y que la mayoría de nosotros, como el David de la película, llevará para siempre el rejonazo de una mala faena. Una herida que nunca curará del todo, y que empezará a doler justo antes de iniciar cada nueva conquista, como un recordatorio de que el fracaso es el resultado más probable de nuestro anhelo tontorrón.




    David, en Más pena que Gloria, está viviendo esa edad puñetera en la que sus compañeras de pronto se vuelven más listas, más maduras, mucho más guapas, y levantan el vuelo para ir a posarse en las ramas superiores donde viven los tíos mayores: los que van en moto, o ya han follado, o te partirían la cara a hostias si te cruzaras en su camino. David -como nos pasaría a cualquier de nosotros- se enamora de Gloria hasta la baba, hasta el arrobo, y durante unos días de risueña ficción cree que tiene posibilidades de conquistarla. Ella le habla, le sonríe, le permite conversaciones y paseos hasta llegar a su portal... Pero es todo una entelequia. Aunque tienen la misma edad, y van al mismo instituto, y comparten los mismos botellones en la plaza del barrio, David y Gloria habitan dos planetas distintos. Cuando le llega la bofetada, tan cruel como inesperada, David se introducirá en la bañera para que las lágrimas se confundan con el agua. Allí jugará con el condón que ya nunca utilizará con Gloria, su amor frustrado e imposible... Pero él es joven, y decidido, y en la siguiente fiesta de estudiantes buscará un clavo más accesible con el que sacar el anterior. Cree que la herida de Gloria cicatrizará muy pronto. Pero no es cierto. David aún no ha comprendido que esa llaga es un tatuaje de sangre indeleble, que le identificará ya para toda la vida.



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