Alien, el octavo pasajero

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Alien sigue el esquema clásico de las películas de terror: un bicho aberrante se carga a varios seres humanos desprevenidos, y luego, ya en luchas épicas que serán el bloque jugoso de la película, se enfrentará a todos los que bien armados -con la Biblia, o con el lanzallamas- se interpondrán en su camino. La fórmula es veterana, y universal, y en el fondo poco importa que el monstruo sea Drácula, el Anticristo de La Profecía o el tiburón blanco de Steven Spielberg. O el xenomorfo de Ridley Scott.

    Alien se podría haber quedado en una película de corte clásico, bien hecha, con sus sustos morrocotudos y su heroína victoriosa que fue un hito feminista del momento. Y sus ordenadores de antigualla, claro, que siempre son de mucho reír en las películas de hace años, incapaces de anticipar la era de internet y del WhatsApp que avisa que algo no va bien en el planeta pantanoso. Pero Alien, de algún modo, trascendió. Se convirtió en una franquicia, y en una referencia. En un meme que recorre la cultura popular y las barras de los bares.

    Al éxito de la película contribuyó, sin duda, el diseño anatómico del bicho, desde su fase larvaria -pegado al casco de John Hurt- hasta convertirse en el primo de Zumosol con más mala hostia de los contornos estelares. Pero hay algo más en Alien que el diseño espectacular o que el guion milimetrado. Es su... atmósfera. Malsana e irrespirable. La presencia del Mal, diríase, y eso que yo descreo de tales doctrinas maniqueístas. Pero en la oscuridad de los cines, como en la oscuridad de las iglesias, uno se abandona a cualquier filosofía que quieran proponerle, y se finge crédulo, y abierto a nuevas visiones, y en algunos momentos de Alien llego a sentir ese escalofrío teológico, ese aliento apestoso en el cogote. Ese imposible metafísico tan ajeno como el Bien: el Mal. Algo que sólo he sentido en contadas ocasiones: en El exorcista, en La semilla del diablo, en El resplandor

Aquí, en Alien, el Mal no sea un ente fantasmagórico, ni etéreo, sino salgo puramente biológico, tangible, y quizá por eso mucho más terrorífico. El xenomorfo es Jack Torrance armado con una dentadura asesina. 




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Después de nosotros

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Quién puso más, los dos se echan en cara,
quién puso más, que incline la balanza,
quién puso más calor, ternura, comprensión,
quién puso más, quién puso más amor.

    Así reza el estribillo de Quién puso más, la canción de Víctor Manuel sobre la pareja que se desangra entre reproches de amor. Después de nosotros, la película, prescinde de este duelo porque su pareja terminal se nos presenta ya desangrada, como las reses en la carnicería, y en ese aspecto todo parece claro entre los dos (aunque él, Boris, en las apreturas del deseo, todavía sueñe con una reconciliación que en verdad ya no tiene ninguna posibilidad).

    El verdadero conflicto entre Boris y Marie es puramente económico; material -o materialista-  y el título original de la película, L'économie du couple, es bastante preciso al respecto. Boris, que es un contratista en paro con deudas que saldar, no tiene más remedio que guarecerse bajo el techo de su futura ex-mujer, que al parecer es una profesional de éxito que siempre ha sido el sostén de la familia. Mientras Boris no gane el dinero necesario para emanciparse, han llegado al acuerdo de seguir compartiendo la vivienda. Pero el roce, la tensión, el desencuentro, son, a la larga, inevitables. ­­­­­­­­­­Con tintes, incluso, de pequeña lucha de clases entre el argelino-francés que no termina de prosperar y la rica oriunda que da continuidad a una estirpe de kulaks.


    El hogar que antaño fue nido de amor se ha convertido en una celda para dos recursos que no se soportan. Dos presidiarios bajo el mismo techo que además han de entenderse en el día a día de sus dos hijas en común: tú tienes razón los lunes, los miércoles y los viernes; yo el resto de los días. Y los domingos, discutimos a grito pelado.

    Cindy Lauper, que nació tan lejos de la Asturias de Víctor Manuel, también cantaba aquello de que...

It's all in the past now,
money changes everything




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La versión Browning

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Yo tuve un profesor muy parecido al Crooker-Harris de La versión Browning. No enseñaba griego, ni literatura clásica, sino matemáticas del bachillerato. Todo aquel galimatías alfanumérico que la mayoría hemos olvidado por completo, pero que tal vez nos ayudó a estructurar el pensamiento, a asfaltar carreteras en el cerebro. Los alumnos de Crooker-Harris, en la película, sospechan que la gramática griega o la venganza de Clitemnestra también van a evaporarse de su recuerdo, así que asisten a las clases con la desidia improductiva de quien sólo está allí por obligación, para ir cumpliendo el expediente académico. No tienen mucha esperanza en que tales rollos alimenten algún tipo de madurez o entendimiento en el futuro.

    Crooker-Harris, en algún momento de su vocación vigorosa, tal vez fue un profesor entusiasta que se creía capaz de transmitir su pasión por los clásicos. Pero tal propósito, y tal actitud, si alguna vez existieron, hace ya tiempo que se fueron por la cloaca de la rutina. En su lugar ha quedado una actitud hosca, casi hostil, de profesor hueso que señala los errores con saña y deja pasar los aciertos sin apenas desgastar los adjetivos. Los alumnos le temen, pero en el fondo le desprecian, y a él, por su parte, hace ya mucho tiempo que sus alumnos se la refanfinflan. Hasta que aparece este chaval, Taplow, que de algún modo inexplicable lo admira, y ve en él lo que los demás ya ni buscan, y un buen día le regala la versión Browning del Agamenón de Esquilo, y el profesor hijoputa, el Hitler de las aulas, el apodado vasija por aquello de los griegos, se deshace en lágrimas como un chiquillo, y se le cae la máscara al suelo, y en su lugar queda el profesor desolado, arrepentido de su proceder, amargado de su carrera ya sin solución.

    Nuestro Crooker-Harris del colegio Marista también era un tipo hiriente, a veces ofensivo, parco en alabanzas y generoso en ofensas. Estricto, exigente, implacable. Un tipo esculpido en metal, robótico, con cables en lugar de las venas. Nos daba miedo de verdad. Pero un día, al final del curso, con la asignatura ya cumplimentada y las calificaciones ya decididas, sin que nadie le regalara la versión Browning de algún tratado matemático,  nuestro Crooker-Harris nos llevó a la sala de audiovisuales para enseñarnos cuál era su pasión verdadera: no el álgebra, ni la aritmética, ni la tortura infantil, sino el rock americano de los años 50 y 60: Elvis Presley, y B.B. King, y Jerry Lee Lewis. Nos puso varios discos, nos animó a seguir la música, nos dio nociones básicas sobre el nacimiento del rock and roll... Y sonrió. Era su modo -indirecto, timorato- de pedir perdón por un curso entero de puteo sistemático. Tal vez la confesión de una carencia, de un carácter incorregible. Una manera de reconocer su mala pedagogía.





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Comanchería

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El título original de la película es Hell or high water, que es una frase hecha que viene a decir: "Haz lo que tengas que hacer, no importan las circunstancias". Y eso es, justamente, lo que hacen los hermanos Howard en la película: cumplir con su deber, que en su caso es atracar bancos de medio pelo en los villorrios polvorientos de Texas. No para enriquecerse, ni para buscar el placer del puro delinquir. Simplemente para saldar las deudas que mantienen con su propio banco -curiosa ironía- y romper el círculo eterno de los infortunados de la tierra. 

    Del mismo modo, los rangers de Texas que los persiguen también cumplen puntillosamente con su deber, y en este esquema tan simple de policías y ladrones se desarrolla esta película que no necesita viajar al siglo XIX para ser un western en toda regla, uno muy entretenido, y muy crepuscular.

    Como la expresión del título no se iba a entender por estas tierras, los distribuidores han rebautizado la película como Comanchería, porque la acción transcurre en el territorio comanche que se extendía entre las llanuras de Texas y Oklahoma. Y porque ellos mismos, los hermanos Howard, aunque son anglosajones de ojos azules, y descienden del hombre blanco que usurpara las praderas, se consideran herederos de la rebeldía cimarrona. Los Howard también son hombres acorralados que luchan por su tribu y por su hacienda, solo que en vez de montar a caballo y disparar el rifle Winchester a horcajadas, han decidido proclamar su comanchería cabalgando autos robados y disparando armas de fuego sofisticadas. 

    Si los indios fueron arrinconados por sus antepasados, ahora son ellos -quizá en justo y demorado castigo- los que son exterminados por el sistema financiero. Un enemigo terrible, pero incruento, que ya no necesita al Séptimo de Caballería para imponer su ley y su presencia. Simplemente instalan una oficina, esperan con paciencia la ruina o la desesperación de las gentes, y se apropian de los terrenos sin más armas que un préstamo abusivo y un bolígrafo para firmarlo.   



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Breaking Bad. Temporada 2

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La deriva hacia el mal de Walter White -que acarrea la destrucción de su matrimonio, la desdicha de Jesse Pinkman, y la locura homicida que se lleva por delante a varios personajes- no se hubiera producido si en Estados Unidos existiera una Seguridad Social que sufragara operaciones tan costosas como la suya. Si Walter White hubiera vivido en Albuquerque provincia de Badajoz, y no en el otro Albuquerque, estado de Nuevo México, nos hubiéramos quedado sin esta serie modélica, y sin Better Call Saul, además, que vino antes, o después, según se mire. En el Albuquerque original, cuna de quienes pusieron nombre a la ciudad en el desierto, no habrá tantos adelantos de la vida moderna, pero al menos, allí, ponerse enfermo de gravedad no implica necesariamente cargarse de facturas, de hipotecas, de apreturas.



    El primer delito de Walter White obedece a la necesidad de dejar un dinero a su familia para cuando él ya no esté. Varios fajos de dólares que paguen la manutención de los hijos y sus futuros estudios universitarios. Y que cubra, además, las necesidades de su esposa Skyler hasta que pueda valerse por sí misma con un empleo, o conozca a otro hombre que llene el vacío de su vida. En un momento dado de la segunda temporada, Walter decide dar por concluida su carrera delictiva. Ya tiene el dinero que necesitaba para pagar la radioterapia y la quimioterapia, y los peligros de distribuir la metanfetamina en la ciudad casi acaban con su vida. La serie se habría terminado ahí de no ser porque su cáncer remite contra todo pronóstico, y permite ser extirpado junto a un buen trozo de pulmón. Pero la operación, ay, cuesta muchos miles de dólares, decenas de miles, y el seguro médico de un simple profesor de bachillerato no puede cubrirlo en absoluto. Así que Walter volverá a la cocina impoluta de sus matraces y sus alambiques, y emprenderá un camino criminal que ya no tendrá vuelta atrás. Para su desgracia, sí, pero también para nuestro regocijo de espectadores.


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Vivir de noche

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Vivir de noche ha pasado en mal momento por mi cinefilia. Así que todo lo que escriba sobre ella será injusto, o parcial, o contaminado por las circunstancias. Mientras Ben Affleck le dedicaba un homenaje al cine gangsteril de la Ley Seca, uno, la verdad, estaba a otras cosas, ocupado en cien pensamientos espinosos, en cien cábalas que no terminan de resolverse. Mis ojos veían, y mi cerebro procesaba, pero el plexo solar estaba ardiendo, incandescente, y de él brotaban olas de calor y náusea que lo volvían todo como irreal: la película, y mi salón, y yo mismo, reflejado en la pantalla, viendo la enésima película mientras la realidad, mi vida verdadera, que es esa cosa disonante e inaprensible que transcurre a mis espaldas, se va por la cloaca haciendo un ruido como de mierda que borbotea,

    De todos modos, entre las brumas de mi pesar, intuyo que Vivir de noche es una película demasiado larga, demasiado pretenciosa. Aburrida, en una palabra. Porque después de ella, incapaz de conciliar el sueño, con el plexo solar a punto de volverse úlcera sangrante, he puesto dos episodios de Breaking Bad y he notado ese alivio sedante que procuran las ficciones bien hechas. El dolor no desaparece con ellas, pero se queda como un ruido de fondo, como el runrún del frigorífico, o del tráfico ensordecido. Y uno, en el despiste del dolor, puede aprovechar para coger la postura y echarse un rato a dormir.



    Ben Affleck es un actor que participa en muchas basuras para ganarse el jornal. Pero luego, cuando se pone tras la cámara, deja ver que es un tipo enamorado del cine, del cine clásico además, aunque quiera remedarlo y no pueda. A su personaje de Vivir de noche, Joe Coughlin, le pasan muchas cosas propias de los gángsters -la mujer fatal, el tráfico de alcohol, la regencia del casino, la pérdida de un colega, la traición de un amigo, el polvo del siglo, el tiro que casi lo mata, el duelo a muerte con las metralletas Thompson- pero todo está como puesto en pegotes, sin progresión dramática. Cada escena por sí sola tiene su enjundia, y su buena factura, y hasta su punto de maestría, pero la película viene de ningún sitio y se encamina entre amoríos y disparos hacia ningún lugar. Como mi vida, ya ves tú, qué casualidad. 
    




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El secreto de vivir

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En la última escena de Las sandalias del pescador, Anthony Quinn anunciaba desde el balcón engalanado del Vaticano que la Iglesia empeñaría todos sus bienes para ayudar a los millones de chinos que sufrían una hambruna sin igual, e impedir, así, una escalada de tensión internacional que desembocara en la III Guerra Mundial. La película acababa con el papa sollozando, las masas vitoreando su iniciativa, y los líderes comunistas del mundo -que seguían el anuncio por televisión- esbozando una sonrisa de gratitud como si en verdad acabaran de conocer a Jesucristo que regresaba a la Tierra tras su triunfal gira interestelar.

    No tengo constancia de que Morris West escribiera unas nuevas andanzas de tan hidalgo pontífice, así que nos quedamos sin una novela -y sin una película- que por fuerza tenía que ser altamente interesante: ¿cómo se las arreglarían los cardenales, la CIA y el Fondo Monetario Internacional para cargarse a este fulano? ¿Utilizarían a la consabida monjita que sirve el café envenenado con una sonrisa? ¿Contratarían a un asesino para que se lo cargara de un disparo certero desde la azotea? ¿O simplemente lanzarían una campaña de difamación que lo tildara machaconamente de comunista, de bolivariano, de filo-terrorista etarra, para que su mandato divino fuera terrenalmente revocado?


    En El secreto de vivir, Gary Cooper es un pueblerino lejanamente emparentado con un ricachón de Nueva York que acaba de morir. La suma que heredará será de veinte millones de dólares, que si ahora es dinero, lo era mucho más en el año 1936, y en plena Gran Depresión además. Cooper es un simplón que vivía tan feliz tocando la tuba y regando hortensias. Haciendo el bien entre los demás. Pero ahora la lluvia de millones lo atosiga, lo llena de responsabilidades, y varias veces en la película siente la tentación de renunciar a su fortuna y regresar a la aldeana frugalidad. Pero en su corazón ha brotado el amor -y el amor por Jean Arthur, además, nos ha jodido- así que permanecerá en Nueva York y aprovechará sus muchos caudales para cortejar a tan bella y seductora damisela.




    Alejado de su aldea, Cooper conocerá la realidad hambrienta, desesperada, de gran parte del proletariado americano, y en un arranque papal de generosidad decidirá gastar su fortuna en comprar tierras, dividirlas en parcelas y entregárselas a los trabajadores más necesitados. Su anuncio, como el del papa en la otra película, provocará un estallido de júbilo entre las masas, pero las fuerzas vivas del capital rápidamente maniobrarán para amordazarlo. 

    Como esto, después de todo, es una película de Frank Capra, y los malos siempre son un poco de opereta y un poco merluzos, en vez de cargárselo con un atropello, o con el disparo de un gángster, decidirán, simplemente, denunciar ante los tribunales que Cooper está loco, loco de remate, por ser tan desprendido y tan poco responsable con el dinero. Una estratagema bastante tontaina que sin embargo pondrá al millonario contra las cuerdas, y nos regalará ese juicio del final que no tiene ni pies ni cabeza, inverosímil, infantil, pero que sin embargo logra arrancarnos la sonrisa tonta, la lágrima bonachona.




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La vida de Calabacín

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Tengo un perrito adoptado que se llama Eddie. En sus  tiempos de vagabundeo, se presentaba frente a la casa de unos amigos para jugar con el perro que ellos sacaban puntualmente a pasear. Como si Eddie fuese un niño con reloj que esperase a que su amigo bajara al parque, o a la cancha de futbito. Mis amigos terminaron apiadándose de él, siempre solo, sucio, hambriento, tan juguetón que daba gusto verlo, y una noche decidieron abrirle la puerta y dejarle un hueco en el sofá. Una semana después, tras varios intentos frustrados de colocarlo, Eddie durmió su primera noche en mi casa. Yo llevaba meses con la intención de volver a tener un perro, pero la sola idea de presentarme en la protectora de animales, y tener que elegir una mirada entre tantas que ansiaban irse de allí -escapar del hacinamiento, del abandono, de la muerte- me producía una congoja intolerable. El bien que iba a hacerle a un perro concreto no podía compensar la desolación de ver a los otros perros otra vez desdeñados, defraudados, quizá ya resignados a su destino perruno y puñetero.


    En La vida de Calabacín, Calabacín es el niño huérfano que termina recogido en un hospicio de los valles suizos. Allí, como en las perreras, Calabacín y sus compañeros de infortunio esperan al visitante que un día se presente buscando una mirada particular, una sonrisa cautivadora, y los saque de la institución donde transcurren los días entre juegos y gamberradas, clases de matemáticas y ensoñaciones en el patio. El hospicio de Calabacín no es precisamente el infierno de humillaciones y mierda que alojó a Oliver Twist, sino algo más parecido al orfanato que regentaba Michael Caine en Las normas de la casa de la sidra. Los niños-muñecos de la película no son príncipes de Maine, ni reyes de Nueva Inglaterra, pero están bien tratados, comen caliente, y cuentan con el cariño administrativo de los encargados del lugar. Pero no son, obviamente, felices. Se amoldan, como cualquier niño, porque los niños son verdaderas máquinas de adaptación, y son lo más parecido que hay en la naturaleza a esas bacterias que arraigan en los ecosistemas más inesperados, en las charcas intoxicadas con metales, o en las profundidades volcánicas de los océanos. Pero necesitan algo más. Un hogar en el que sentirse especiales y mimados. 

    Mientras veía La vida de Calabacín me he acordado mucho de aquel perro que nunca rescaté de la protectora de animales. Eddie, el superviviente callejero, el canelo de patas blancas más listo que el hambre, duerme en su lugar. 




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El tren

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Horas antes de que los aliados tomaran París y se hicieran con el control de las vías férreas, un tren cargado con las obras maestras de la pintura francesa salió de la estación de Vaires, en la periferia de la capital, camino de Alemania. Era el despecho final del Tercer Reich en su retirada hacia la frontera: robar las grandes obras de Gaughin, de Manet, de Renoir, de todos aquellos genios, y depositarlas en algún museo oculto de Alemania para ejercer la última humillación sobre la orgullosa nación que ahora los expulsaba.

    El tren  es la adaptación muy libre de un hecho histórico. En la película, el coronel Waldheim perpetra el expolio y el jefe de estación Labiche tratará de impedirlo con mil astucias de ferroviario veterano. En la vida real, el tren salió de Vaires y empezó a dar vueltas en círculo por los alrededores de París sin que los alemanes -por una vez más tontos en la realidad bélica que en la ficción de las pelis- se coscaran de que la Resistencia iba cambiando los rótulos en las estaciones. La película retoma al principio estos ardides tan ingeniosos, pero luego los trasciende para hacerse más trepidante, más belicosa, y el tren de los cuadros sufre tantas peripecias como La General de Buster Keaton, siempre a punto de chocar, de descarrilar, de ser bombardeado por la aviación aliada.



    La gran pregunta que plantea El tren es si merece la pena morir por rescatar una obra de arte. Arriesgar la vida por unos cuadros que en realidad nadie tenía la intención de destruir, sino simplemente trasladar de lugar, aunque fuera más allá de la frontera de Mordor. Y aunque fueran a destruirlos, ¿pesa más una vida humana que un cuadro desgarrado o arrojado al fuego? Los miembros de la Resistencia Francesa no dudaron ni un instante. Lo más juicioso, seguramente, hubiera sido esperar al fin de la guerra y recobrar las piezas expoliadas sin pegar un solo tiro de más. Pero la grandeur y el honneur parecen palabras que a los franceses les vuelven muy locos, muy inflamados.

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Breaking Bad. Temporada 1

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1. Hace mucho tiempo, en una galaxia personal muy diferente, daba comienzo en mi televisor la primera temporada de Breaking Bad. El mundo de los enterados iba ya por la segunda temporada, y desde su puesto avanzado en la expedición anunciaban que esta serie era distinta a todas las demás. Existía un consenso infrecuente sobre una ficción que decían singular, violenta, dramática, ingeniosa, cómica por momentos. Leías el periódico, comprabas la revista, escuchabas la radio, y todo era Breaking Bad por aquí y Breaking Bad por allá. Ya no recuerdo si primero descargué algunos episodios en internet y luego, ya convencido, compré los DVDs en las rebajas, o si me lancé directamente a por ellos en un acto de fe religiosa. Sólo sé que antes de enfrentar la primera tabla periódica con el Br-omo y el Ba-rio que sobresalían, salía un tío en calzoncillos en mitad del desierto, armado con un revólver, enfrentado al destino policial que venía aullando por la carretera. Aquella extravagancia podía ser el inicio de una gran decepción o de una gran aventura. El resto ya es historia.




2. Ninguna ficción permanece mucho tiempo en la superficie de mi memoria. No diré que me parezco al protagonista lamentable de Memento, pero casi. Incluso las series más amadas, o las películas más estimadas, se hunden sin remedio en mi fango neuronal, y sólo de vez en cuando, como burbujas de gas que pronto explotan, emergen escenas sueltas o diálogos aislados que se quedan temblando en el ambiente. Paso mucha vergüenza cuando me pillan en estos olvidos, que son mares, más que lagunas, pero esto de ir desmemoriado por la vida tiene una gran ventaja: puedo rescatar las series del barro y volverlas a ver como si fuera la primera vez. Es lo que estoy haciendo ahora con Breaking Bad. Todo me parece nuevo, sorprendente, vestido para el estreno. Sólo algún recuerdo vago y fastidioso ensombrece esta experiencia incomparable, tan cercana al nirvana de la tábula rasa.



3. El dinero no cambia a la gente: sólo la descubre, dice la sabiduría popular. Algo parecido ocurre cuando se padece una grave enfermedad. Su primer efecto es que rompe las máscaras, desanuda la lengua, libera el espíritu. Deshace los fingimientos, las tonterías, las filosofías impostadas.  En el caso de Breaking Bad, el cáncer de pulmón no cambia al personaje de Walter White. No lo "vuelve malo", haciendo una traducción chapucera del título. Sucede que el verdadero Walter White vivía sepultado, acobardado, sujeto por las convenciones. Llevaba muchos años creyéndose un fracasado, un pusilánime, un ciudadano como los demás. Pero era mentira. La enfermedad que va a matarlo en pocos meses caerá sobre él como un rayo que romperá los barrotes de su prisión. La inteligencia sumada a la desesperación creará ese gánster de leyenda que en Albuquerque y alrededores llaman Heisenberg.




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Z. La ciudad perdida.

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Cuando a principios del siglo XX el coronel Fawcett regresó de su expedición geográfica al Amazonas -donde había ido a trazar la frontera que separaba Bolivia de Brasil y sacar alguna tajada territorial para el Imperio Británico-, se presentó ante la Royal Geographical Society afirmando que había encontrado las ruinas de una ciudad perdida: una de cultura extrañamente avanzada, impropia de la selva que sólo poblaban los indios atrasados. La llamó Z porque según él la ciudad amazónica era la última pieza que completaba el puzle de las civilizaciones humanas.


    Nadie le creyó. La primera explicación plausible -que venía avalada, supuestamente, por los diarios de unos exploradores portugueses del siglo XVIII, a medio camino de la narración y la fantasía- es que tal ciudad, de existir, sería el vestigio de la civilización atlante que desapareció en las brumas de la historia. Tal vez El Dorado, que tan afanosamente buscaron los españoles y los portugueses en una fijación infructuosa que terminó convirtiéndose en un lugar común de la lengua. La segunda explicación es que los propios indios -tal vez una tribu especialmente dotada- fueron capaces de trascender su atraso secular al menos una vez en la historia, y crear una cultura que estuvo a la altura de otras que florecieron en lejanas latitudes y longitudes.


    Pero los miembros de la Royal Geographical Society no estaban dispuestos a admitir ninguna de las dos conjeturas. La primera opción era descabellada, mal documentada, prácticamente indemostrable. Y la segunda posibilidad era, sencillamente, imposible. A comienzos del siglo XX el racismo no era la palabra cargada de connotaciones que es ahora. Racista era, prácticamente, todo el mundo, y no sólo los antisemitas que ya en Alemania caldeaban el ambiente. Ni siquiera los círculos intelectuales se salvaban del prejuicio racista, que entonces no era considerado como tal, sino un científico saber, y un consenso racional. 

    Los indios, los negros, los melanesios.., todos esos humanos que habitaban zonas tropicales con mucho calor y muchos mosquitos eran genéticamente inferiores, y sólo había que comparar una ametralladora con una lanza para cargarse de razones. Para las mentes más avanzadas de la época, eso no justificaba la esclavitud, la explotación laboral, la esquilmación de los bienes y los territorios. Pero pretender, como pretendía el coronel Fawcett, que los indios fueran capaces de construir por sí solos una ciudad prodigiosa en el interior del Amazonas era casi como plantear una broma entre colegas de profesión.





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Leaving Las Vegas

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"No puedo recordar si empecé a beber porque me dejó mi mujer, o si mi mujer me dejó porque empecé a beber".

    Es una frase brillante, ambigua, que lo explica todo y no explica nada. Así le responde el personaje de Nicholas Cage a Sera, la prostituta que acaba de conocer en Las Vegas, cuando ella se interesa por la razón de su perpetua borrachera. De su afán por seguir bebiendo hasta caer muerto, literalmente, sin que nada, ni nadie -ni siquiera el amor que ha nacido entre los dos- pueda disuadirle de su intención. Bebo, y punto, viene a decirle Ben Sanderson. El origen del vicio es lo de menos. Si mi destino era ser abandonado, la bebida resultó ser la medicina; y si mi destino era la bebida, el matrimonio estaba condenado de antemano. Así que... qué más da. Se trata de la bebida en cualquier caso. Bebo, y punto. Es todo lo que tienes que saber. Y todo lo que vosotros, espectadores, vais a averiguar.


    Pero dicho esto, la memoria es traicionera, y selectiva, porque Leaving Las Vegas no es en realidad una película sobre el personaje de Nicholas Cage, que una vez presentado, y expuestas sus razones, o sus no-razones, languidece poco a poco en su melopea full time. El personaje que se adueña de la pelicula es Sera, la prostituta que acoge a Ben en su casa, y lo arropa, y lo cuida, y asume sin rechistar su deseo de darse muerte. Sera es la prostituta del corazón de oro, la mujer atrapada en su explotada soledad. 


    - Una joven guapa como Ud. puede conseguir al hombre que quiera. ¿No lo sabe? -le dice el taxista apiadado. 

Y Sera sonríe tímida, incrédula, como diciéndole "te lo agradezco, pero tú qué sabes". Porque su personaje es tan opaco, tan inescrutable, como el del borracho que vive acogido en su hogar. Las razones de Sera también se nos escapan, y de ella sólo conocemos su profundo dolor por la vida, y su profundo cariño por Ben. Lo demás es conjetura, sospecha, y eso hace que el efecto dramático de Leaving Las Vegas se multiplique por dos cuando llega su desenlace. Lejos de enfadarnos por no entender, se nos escapa la lágrima tonta que al final es profundamente comprensiva. Porque todos, al fin y al cabo, nos vamos labrando nuestra propia desgracia, y cuando nos preguntan por el rumbo equivocado que un día tomamos para estrellarnos, tampoco sabríamos muy bien qué responder. Es la vida, que nos lleva. El carácter, que nos condena. La desesperanza, que nos hunde.




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Lone Star

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Llevamos tantos años viendo ficciones de americanos que se aman y se odian en los parajes de su patria inabarcable, que sus geografías se nos han vuelto familiares, casi como de casa, y vamos aterrizando en ellas como quien llevara viajando allí toda la vida, dos o tres veces por semana.

    Por Texas, en concreto, que es el estado de la estrella solitaria, uno hace memoria de sus visitas y se acuerda de Harry Dean Stanton vagando amnésico por el desierto en París, Texas; de Javier Bardem perpetrando el mal absoluto en No es país para viejos: de James Dean volviéndose loco tras extraer su primer petróleo en Gigante; de Montgomery Clift y John Wayne guiando ganados hacia Abilene en Río Rojo. De J.R., también, haciendo de las suyas en Dallas, en ese recuerdo borroso y culebrónico de mi infancia en blanco y negro. De John Wayne, otra vez, pereciendo junto a sus compañeros en la defensa heroica de El Álamo

    De la geografía de Texas, de su historia, de sus gentes, de sus recursos económicos incluso, sabe uno más que de La Rioja, o de Murcia, o del Bajo Aragón, que son regiones tan cercanas como ignotas que nunca salen en las películas, pero que también tienen su idiosincrasia, y su crisol de culturas, y sus mil batallas por el territorio, y uno siente vergüenza por tal desapego, y tal alienación por los motivos del Imperio.


    Lone Star es una película tejana al cien por cien. Salen sheriffs de sombrero tejano -valga la redundancia-, mexicanos que trabajan en el subempleo y espaldas mojadas que baten records de atletismo no homologados perseguidos por las patrullas fronterizas. En este paisaje, y en este paisanaje, tendrá que desenvolverse el sheriff Sam Deeds para resolver la desaparición de otro sheriff anterior, el violento Charlie Wade, al que nadie echa de menos, pero al que todo el mundo quiere olvidar, y dejar que su cadáver enterrado en el desierto se deshidrate tan ricamente. Pero Sam, aunque entiende las razones de la omertá, no puede esquivar el asunto porque el principal sospechoso del asesinato es su propio padre, el también ex-sheriff Buddy Deeds, que además es héroe local, y busto de piedra en la plaza principal. Lo que se dice un conflicto de intereses. 

    Y el amor, claro, que ronda por allí, en los recesos de la investigación...




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La gran evasión

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La gran evasión que ahora nos preocupa es la que perpetran en cada ejercicio fiscal los mangantes protegidos por la ley. Porque la ley cacarea mucho, pero pica poco, y ya no sabemos si fulano sigue en la cárcel o si está de vacaciones en la cubierta de su yate riéndose de todo el mundo, en su quinto o sexto recurso contra la sentencia.

    La otra gran evasión, que es mucho más banal y divertida, es esta película que cuenta cómo unos ingleses listísimos -y un americano más listo que nadie, of course- se escaparon del campo de concentración de Nosedóndesberg, cerca de la frontera Suiza. Se escaparon nada más que por tocar los cojones a los alemanes, porque Nosedóndeberg es más bien un retiro espiritual, un monasterio de militares que trabajan la huerta, destilan su alcohol, se reúnen en el claustro y vagan libremente por el recinto que custodian los demonios ametrallados. Un retiro dorado. No diré que el campamento parezca un balneario -como afirman las malas lenguas que critican la película- pero vamos, que casi.

    Algunos días, en las fiestas del santo patrón, los reclusos juegan al béisbol, izan banderas, celebran cuchipandas, y podrían sodomizarse en alegre fraternidad sin que ningún oficial alemán les diera orden de recular. En La gran evasión ya se huele la derrota de los nazis, y el jefe del campamento, el tal Von Luger, sólo quiere que los prisioneros no le causen muchas molestias -fundamentalmente que no se escapen-, y poder presumir de estadísticas ante sus superiores en Berlín. No es que los alemanes parezcan idiotas, o poco espabilados, incapaces de adivinar que sus huéspedes están horadando no un túnel bajo sus pies, sino tres. Ocurre, simplemente, que los guardianes ya no están por la labor, y que del mismo modo que los ingleses desean regresar a Londres para abrazar a sus darling, ellos, que también tienen su corazoncito, también quieren volver cuanto antes a Berlín para achuchar a sus Braut




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Crisis in six scenes

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Según se cuenta en los mentideros de internet, Woody Allen rodó Crisis in six scenes maldiciendo, desde el primer momento la decisión de haber aceptado el encargo. Como si no se viera capaz de afrontar el desafío, y le doliera en el alma haberse vendido al pastón que le ofrecía Amazon por hacer una serie de qualité. Allen es un tipo rutinario que rueda su película anual, toca su clarinete los lunes y las fiestas de guardar, y dedica largas horas del día a ver deporte en la televisión, y ya nos parecía extraño -cuando saltó la noticia en los medios- que a sus ochenta y tantos tacos aceptara un encargo tan ajeno a su currículum. No debe de ser casualidad, por tanto, que su personaje en Crisis in six scenes, en la última escena de la serie, recostado en la cama como quien se ha desprendido de un peso mayúsculo, diga:

    "Quizá debería pasar de esa chorrada de serie de televisión y brindarme una última oportunidad de escribir un libro".

    Crisis in six scenes no es una mala serie, ni un fiasco, ni una puta mierda como afirman por ahí sus detractores masculinos, y su ejército de detractoras femeninas, que están a la que salta con el personaje. Allen lleva tantos años en el oficio que es incapaz de rodar algo que sea basura o desperdicio. Sin embargo, en los últimos tiempos -que se alargan ya en demasía- el genio que le inspiraba las grandes obras parece haberlo abandonado, y sus películas se suceden como si fueran un compromiso con sus productores, o consigo mismo, pero ya no con el público que lo veneraba, y que lo sigue venerando gracias a los viejos DVDs.

    Crisis in six scenes es una serie extraña, indefinible, tal vez porque en realidad no es una serie, sino una película de140 minutos repartida en seis párrafos que se van separando con un punto y coma. Allen ya no está para los trotes de la comedia vertiginosa, chispeante, "a la americana", y la serie le ha salido discursiva, premiosa, divertida sin más. Provoca varias sonrisas, pero ninguna carcajada. Lo mejor es que Allen vuelve a hacer de sí mismo, y a reírse de sí mismo, de sus neuras y manías, hábitos e hipocondrías, y es como regresar a los viejos tiempos de sus películas añoradas. Lo segundo mejor es que sale mucho Miley Cyrus, y Miley Cyrus es una chica que está muy rica, y además hace de revolucionaria que se acuesta con Panteras Negras y pone posters del Che Guevara en las habitaciones. Y eso es como una flecha de Cupido atravesando el corazón del viejo bolchevique.






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Colossal

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El odio es un sentimiento rocoso, granítico, más perdurable que el amor, que es una emoción orgánica con tendencia a la oxidación celular. El odio está hecho de un material biológico mucho más resistente, y no hay tiempo ni evidencia que lo erosione. Al menos en el tiempo geológico que ocupa una vida humana. Cuando surge del magma de un rencor, o de una humillación, el odio se solidifica al instante en contacto con el aire, y se queda ahí, petrificado en el corazón, en la entraña, como un carbón negro cuyo calor nunca se extingue.

    El odio es una cosa muy jodida, y genera calcificaciones en el alma. Sobre todo en quien odia, porque el odiado sólo tiene que cambiar de acera, o hacerse el loco, y a veces ni se entera de su condición, mientras que el odiante lleva su oficio todo el día, en el forro de la piel, como una segunda naturaleza que a veces lo enciende y lo domina. 

Colossal, la película inefable de Nacho Vigalondo, habla de odios que nacen en la infancia y son capaces de construir -literalmente, sí- monstruos gigantescos que arrasan las calles de Seúl en la otra punta del mundo. Es un planteamiento absurdo, sin pies ni cabeza, pero una vez aceptada la premisa, Colossal se sigue con cierto interés antropológico. Porque no hay -en efecto- odios tan puros, ni tan cristalinos, como los que surgen en la infancia. Y mira que odiamos, a lo largo de la vida: al gobernante que nos asfixia, al compañero que nos jode, al vecino que nos molesta, al amor que nos traiciona. Pero nunca llegamos a odiar con la pureza, con la inocencia, con la saña virulenta, de la niñez. 

Todo odio posterior tiene algo de racionalización, de explicación científica. Pero allá en el colegio, o en el parque del barrio -donde Anne Hathaway pone el pie y destroza un rascacielos en Corea del Sur- los odios son como las cenizas que cayeron sobre los pobres pompeyanos, que los dejaron en la misma pose, y en el mismo gesto, para toda la eternidad de los museos.




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Un puente lejano

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La Guerra Fría comenzó varios meses antes de que terminara la II Guerra Mundial. Desde que los alemanes empezaron a retirarse en el frente del Este, y tuvieron que repartir sus tropas tras la invasión de Normandía, nueve de cada diez estrategas militares hubieran apostado sus galones a que la guerra en Europa estaba finiquitada. Lo importante ya no era la victoria, sino la rapidez en obtenerla. La toma de Berlín sería la primera lucha simbólica entre las "fuerzas democráticas" y el comunismo soviético que venía lanzado por las estepas. Quien tomara Berlín se llevaría la foto icónica de la victoria, y la ventaja negociadora en el futuro político de Alemania.


    La ventaja operativa era del Ejército Rojo, que encontraba terreno más propicio e infundía mayor pavor entre los alemanes. Así que empezó a cundir el nerviosismo entre los mandos angloamericanos que se veían rezagados en los bosques de Francia. Quizá por eso, herido en su orgullo, algún general planteó la operación Market Garden como un atajo para alcanzar Berlín antes de que acabara 1944, y reírse en la cara de los ruskis cuando llegaran tarde a la toma del Reichstag. El plan era lanzar varias divisiones de paracaidistas sobre Holanda, tomar los puentes estratégicos que dominaban el Rin y avanzar directamente sobre el centro industrial de Alemania.

    Pero esta vez, ay, para desdicha de la coalición, sí había armas de destrucción masiva desplegadas sobre el terreno, que en aquella época eran las divisiones acorazadas de los alemanes, con los tanques Tiger y los Panzer apuntando hacia las carreteras. Lo había advertido la resistencia holandesa, y lo habían corroborado las fotografías aéreas. Pero en aquel entonces, como en este ahora, los halcones del ejército estaban demasiado interesados en lanzar las tropas sobre el terreno. La chapuza de la operación Market Garden fue casi total, y esto es lo que se afana en contar, con todo lujo de detalles -tantos que a veces te pierdes y bostezas- esta película que Richard Attenborough rodó años antes de irse a Costa Rica para abrir un parque temático sobre dinosaurios resucitados.




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Bojack Horseman. Temporada 1

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Uno de los temas preferidos de Hollywood son las entrañas del Hollywood mismo. Y casi nunca para contar historias ejemplares, luminosas, de profesionales que llevan vidas intachables y parecen alérgicos al escándalo. En el cine -porque los espectadores somos animales morbosos y malévolos- quedan más resultonas las historias de actores caídos en desgracia, y de directores atrapados en la locura. De fracasados y fracasadas que jamás lograron un papel que los inmortalizara en las enciclopedias. Nos interesa mucho más la mugre, la envidia, los sueños rotos. Las carreras meteóricas que terminan estrellándose. Los cohetes que nunca llegaron a despegar. El sexo inapropiado, o el delictivo, o la falta de sexo incluso. La falta de ética y de principios. El fracaso. Los estupefacientes. El reverso tenebroso del glamour.

    Lo que Hollywood nunca nos había contado era la depresión de caballo de un caballo antropomorfo, que tuvo su momento de gloria muchos años atrás, en una sitcom para toda la familia en la que ejercía de padre adoptivo de tres muchachos bien humanos, bípedos implumes. Porque en el mundo bizarro de Bojack Horseman, los animales y los seres humanos viven en igualdad de condiciones, hablan el mismo idioma de los americanos, y se desean sexualmente los unos a los otros para escándalo frutal de Ana Botella y otras verduleras por el estilo. Más allá de otras consideraciones, Bojack Horseman tiene el mérito incuestionable no de elevar a los animales a la categoría de humanos, sino de rebajar a los humanos a la categoría de animales. Ya era hora. Juntos como hermanos...


    Bojack Horseman es una serie de animación para adultos. Y no solo porque salgan de refilón algunas zoofilias de Bojack el follarín, ni porque luego, en la depresión postcoital, eche mano de las drogas y del alcohol para solucionar sus penas de actor en decadencia. Bojack Horseman es una serie para adultos porque en realidad, aunque venga vestida de comedia, te vas riendo cada vez menos a medida que pasan los episodios. Los diálogos ocurrentes van dejando paso a una reflexión amarga sobre el hecho inevitable de hacerse mayor, y de ya no tener remedio ni solución. Y lo mismo da que seas caballo que seas humano. La certeza es la misma: que el cambio es imposible. Y que si fuera posible, por un casual, o por un milagro, ya no queda tiempo para forzarlo. 


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Las cloacas de Interior

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En las catacumbas mediáticas de la izquierda -que en estos tiempos de persecución imperial se reducen a tres gacetillas revoltosas, dos radios escondidas en internet y una corrala de verduleras en La Sexta que siempre trolea Eduardo Inda para regocijo del establishment- no se habla de otra cosa que de Las cloacas de Interior, el documental dirigido y producido por Jaume Roures, ese empresario-marxista que lo mismo abre periódicos para luego abandonarlos, que luego se queda con los derechos del sagrado fútbol o produce películas y documentales a través de Mediapro.

    El punto de partida de Las cloacas de Interior es la investigación que emprendió el diario Público tras conocer las conversaciones entre el que fuera Ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz -sí, el que tenía un ángel de la guarda muy salado llamado Marcelo-, y Daniel de Alfonso, jefe de la Oficina Antifraude de Cataluña, que al parecer era un funcionario muy servil y muy presto a deslizarse por el lado oscuro de la Fuerza. Y de la Ley. Todo el mundo conoce ya el caso: se trataba de echar mierda -real o inventada, eso era lo de menos- sobre los políticos catalanes que defendían el voto por la independencia a escasos días de una consulta soberanista. Pillarles, sobre todo, cuentas bancarias en Suiza, o en Andorra, que los expusieran ante la opinión pública. 

    El escándalo político, como recordarán los más ilustrados lectores, fue mayúsculo. Pero las repercusiones, como suele suceder, casi imperceptibles en los sismógrafos. Un cese, cuatro explicaciones mal dadas, y un recuerdo muy oportuno sobre la situación política en Venezuela. Pero Las cloacas de Interior no se detiene en este caso archisabido. Su cometido es tirar del hilo para hacer una radiografía del alcantarillado policial que todavía subsiste bajo las aceras de la democracia. Vericuetos sin luz ni taquígrafos por los que siguen moviéndose ratas bien aleccionadas -y bien pagadas- por los gobernantes de turno.



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Harry y Tonto

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Harry es un septuagenario al que las autoridades derriban su apartamento en Nueva York - sin ninguna Ada Colau que pueda defenderlo- y se queda con dos maletas en plena calle, obligado a recurrir a sus hijos para encontrar refugio y acomodo. 

    Tonto -llamado así en la versión original- es el gato romano que lo acompañará en su inesperado peregrinaje por las residencias de los vástagos. Porque el primer hijo, que vive en la misma Nueva York, es un tipo majete, predispuesto, cariñoso con su padre, pero apenas dispone de espacio libre para ubicarlo; y tiene, además, porque estas cosas suelen pasar, una esposa gruñona que no parece muy cómoda con el apaño habitacional para su suegro. Harry tendrá un gato llamado Tonto, pero no tiene ni un pelo de ídem, así que rápidamente comprende su situación de estorbo viejuno y decide cruzar Estados Unidos para encontrar otro hijo que le acoja. A él y a su gato, por supuesto, que viajan en pack indivisible, e innegociable.

    Pero los otros dos retoños, ay, viven donde los primeros exploradores de las Américas perdieron el mechero: la hija -que se lo quitará de encima con cuatro diálogos muy tiernos pero disuasorios- reside en Chicago, en el centro de las llanuras, y el hijo -que le recibirá con los bolsillos vueltos del revés porque no tiene ni donde caerse muerto- en Los Ángeles, en las orillas del otro océano jamás pensado por Harry. Ni por Tonto.

    Lo de los hijos, en realidad, sólo es el mcguffin, la excusa argumental de la película. Harry y Tonto no va de relaciones paternofiliales, o casi no. El meollo del asunto es el viaje en sí, from coast to coast, porque en realidad estamos en una road movie que le sirve al viejo Harry para ir charlando con sus coetáneos sobre las cuitas de la vejez, de la pitopausia, de los hijos desdeñosos. A veces, para no perder el foco de la realidad, Harry y Tonto se cruzan con jovenzuelos en la flor de la edad que le hablan del flower power, de las comunas, de la meditación transcendental. De esa otra América que se refugió de los problemas morrocotudos tras el humo de los canutos. 

Harry y Tonto, como dirían los pedantes, viene a ser un fresco de la América que vivía y se desvivía por los años en que yo nací. 





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Dos en la carretera

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Desde que la sociología se preguntó si las personas emparejadas son más felices que las personas sin pareja, la respuesta es que sí, en cualquier estudio que se encargue, en cualquier cultura que se escrute. Y parece obvio, la verdad, casi de Perogrullo. Un gasto innecesario de tiempo y de papeleo. Las personas emparejadas son cuidadas en la enfermedad, consoladas en la desdicha, satisfechas en el sexo... O al menos así se presupone. Se dice, con mayor o menor romanticismo, que estas personas están "completas", como si conformaran un círculo, o un tándem, o un puzle de dos piezas tan básico como necesario. 

    Es la tesis que defiende Dos en la carretera, la road movie que protagoniza el simpático matrimonio Wallace. Que no son Marcellus y Mia Wallace conduciendo por Los Ángeles, sino Audrey Hepburn y Albert Finney surcando un verano sí y otro también el mapa de Francia, camino de la Riviera. Dos en la carretera también defiende que el dinero no hace la felicidad conyugal. Sólo si te saca de la pobreza extrema, o de la necesidad material. Porque con el techo cubierto, el estómago lleno y las facturas pagadas, la felicidad crece en una pendiente muy poco pronunciada por más lujos que se  añadan. El matrimonio Wallace no sonríe más ancho ni está más satisfecho por alojarse en hoteles caros y pedir langostas de plato principal. 

    Ayer mismo, antes de dormir, yo clausuraba el libro Sapiens, de animales a hombres, que tanto ha dado que hablar en los círculos intelectuales. Y también en los círculos intelectualoides, que es donde uno se mueve como pez en una charca. Curiosamente, en sus últimas páginas, el autor se hace varias preguntas sobre la felicidad del Homo sapiens, y una de ellas, a la que dedica un sustancioso párrafo, plantea la posibilidad de que el matrimonio no haga a las personas felices, sino que sean las personas felices las propensas al matrimonio. De tal modo que los Wallace sólo estén dando vueltas en círculo por los caminos de la filosofía conyugal -condenados como están a entenderse-, mientras conducen en línea recta hacia las playas soleadas del Mediterráneo.


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The trip

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Con todos los gastos pagados por The Observer -que en la pérfida Albión viene a ser como el suplemento dominical de El País- Steve Coogan y Rob Brydon recorren el norte de Inglaterra en un viaje gastronómico del que luego habrán de rendir cuentas con inteligentes comentarios. 

    Podría decirse que The trip es una road movie con mucha niebla en el parabrisas y mucha hierba en el paisaje. Pero sería inexacto. Porque las road movies llevan implícita la noción de cambio: del paisaje, que se muda, y de los personajes, que se transforman, y aquí, en The Trip, cuando termina la película, los personajes de Coogan y Brydon  -que hacen de sí mismos en un porcentaje que sólo ellos y sus biógrafos conocen con exactitud- regresan a sus vidas civiles con los mismos planteamientos que dejaron colgados cinco días antes. 

Si cambiáramos los restaurantes pijos de Inglaterra por las bodegas vinícolas de California, The trip sería un remake británico de Entre copas, la película de Alexander Payne. La comida y la bebida sólo son mcguffins que sienten en la mesa a dos hombres adentrados en la crisis de los cuarenta. Las dos películas parecen comedias, pero en realidad no lo son. En The trip te ríes mucho con las imitaciones que Coogan y Brydon hacen de Michael Caine o de Sean Connery, o con las versiones de ABBA que cantan a grito pelado mientras conducen por las carreteras sinuosas. Hay un diálogo genial sobre qué enfermedad estarías dispuesto a permitir en tu hijo a cambio de obtener un Oscar de la Academia. Pero también se te ensombrece la cara cuando charlan en los restaurantes sobre la decadencia inevitable de sus energías, sobre el esplendor perdido en la hierba de su sexualidad.

Rob:       ¿No te parece agotador andar dando vueltas, yendo a fiestas y persiguiendo chicas...?
Steve:      No ando persiguiendo chicas.
Rob:         Sí, lo haces.
Steve:      No las persigo. Lo dices como si yo fuera Benny Hill.
Rob:      ¿Pero  no te parece agotador, a tu edad?
Steve:     ¿Te parece agotador cuidar un bebé?
Rob:       Sí, me lo parece.
Steve:     Sí... Todo es agotador después de los cuarenta. Todo es agotador a nuestra edad.




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The trip to Italy

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Cuatro años después de recorrer el norte de Inglaterra en The trip, Steve Coogan y Rob Brydon vuelven a fingir que se odian para embarcarse en otra aventura gastronómica pagada por The Observer

    Esta vez, como hay más presupuesto, o tal vez mejor humor, se lanzan a recorrer los cálidos paisajes de Italia, en vez de los brumosos parajes de su tierra. Coogan y Brydon rondan ya los cincuenta años, pero siguen comportándose como adolescentes que salieran a la cuchipanda. The trip era una película más triste, más melancólica, porque entonces ellos transitaban la crisis masculina de los cuarenta, que les mordía en la autoestima, en el impulso sexual, en las ganas de vivir. Ellos se descojonaban con sus imitaciones, con sus puyas artísticas, pero se les veía dubitativos e infelices. Ahora, sin embargo, quizá porque el paisaje es radicalmente distinto, y la luz del Mediterráneo lava las impurezas y reconforta los espíritus, Brydon y Coogan aparecen más risueños, más traviesos, como si hubieran asumido que el peso de la edad es el precio a pagar por seguir viviendo.





            Mientras conducen por las campiña o degustan los ravioli en las tratorías, ellos siguen con el juego interminable de imitar voces. No podía faltar, por supuesto, la voz de Michael Caine, ya que están en Italia -y en un italian job además- y que han alquilado un Mini para rendir homenaje a la cinta clásica de los autos locos. Pero las estrellas de la función, como es de rigor en la patria de Vito Corleone, son Robert de Niro y Al Pacino, que casi llegan a convertirse en personajes principales de la película. Brydon y Coogan los imitan a todas horas, en todos los sitios, delante de cualquier comensal, como dos orates que se hubieran escapado del manicomio. 

    En una lectura superficial, podría pensarse que The trip to Italy es una gilipollez sin fundamento: dos tíos que van de hotel en hotel y de comida en comida recreando escenas míticas de El Padrino. Pero uno -quizá equivocadamente, porque la simpatía por estos dos fulanos es automática y visceral- creer ver en la película de Winterbottom una celebración de la vida y la amistad. Dos hombres maduros que abrumados por la belleza de la Costa Amalfitana hacen las paces con su destino y vuelven a sentir la alegría pura de la adolescencia, cuando nadie piensa en la muerte y todo sirve de excusa para echarse unas risas. Cuando las féminas, intrigadas por tanta felicidad, vuelven a posar la mirada con interés...


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La fuerza del cariño

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Si hace una semana me hubieran dicho que iba a estar delante del televisor viendo La fuerza del cariño, me hubiera echado a reír -de la incredulidad- o a llorar -del giro imprevisto y atormentado de mi cinefilia. 

    Uno recordaba La fuerza del cariño como un melodramón de sobremesa, pasado de época, de rosca, de efectos lacrimógenos. Pornografía sentimental. No entraba en mis planes, ya digo, regresar a los registros más pastelosos de James L. Brooks, del que prefiero quedarme con sus grandes contribuciones a la humanidad: el Lou Grant de mi infancia, y el universo sin par de Los Simpson, y el chalado maravilloso que encarnaba Jack Nicholson en Mejor imposible, esa película que siempre flirteaba el ridículo argumental sin caer jamás en la tentación.

    Fue precisamente él, Jack Nicholson, el culpable involuntario de que esta tarde, en los interregnos soporíferos del Tour de Francia, me internara en los asuntos internos de la familia Horton y su Suegra De Vil llamada Aurora. Porque estos días, entre otras lecturas veraniegas, he curioseado en la biografía del viejo Jack -el insaciable mujeriego, el director frustrado, el actor excesivo- y me ha ido picando la curiosidad por rescatar viejas glorias de su filmografía que tenía olvidadas o soslayadas. Cuando he llegado al capítulo de La fuerza del cariño, el autor de la semblanza se ha puesto muy pesadito, muy persuasivo, con la "magnífica" actuación de Nicholson en una tragicomedia "de las que ya no se hacen". Y me ha entrado como una duda, como una descreencia de mí mismo, y he pensado que tal vez mi recuerdo estaba contaminado de prejuicios, de poses intelectuales. 

    Pero nada de eso: prejuicioso o posante, sigo en las mismas. La fuerza del cariño no pertenece a mis inquietudes, a mi universo sentimental. No es una mala película: simplemente no me interesa, o no termino de entenderla. Sólo cuando aparece el viejo Jack para sonreír sus maldades, y lanzar sus eróticos anzuelos, me subo al carro de la narración y me dejo seducir por su personaje de astronauta rijoso y socarrón. Pero son pocos, ay, los minutos de felicidad. En La fuerza del cariño, Jack sólo es un personaje secundario, el contrapunto gracioso de la trama, y es una pena que por aquel entonces nadie pensara en rodar un spin-off con su personaje. Better Call Garrett, propongo yo. 

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El puente

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Hace unos meses pasó por estos escritos una película danesa que se titulaba Land of mine. En ella, un grupo de adolescentes integrados en el Volkssturm -las tropas que Hitler reclutó a última hora entre los chavales y los ancianos- era hecho prisionero por las tropas danesas, y luego, con la guerra ya terminada, obligado a limpiar las minas que la propia Wehrmacht había enterrado en las playas. 

    Unos meses antes, cuando Alemania todavía no había rendido sus tropas, otra remesa infantil del Voklkssturm fue reclutada para defender el puente sobre el río Regen, en el mismo pueblo que los vio nacer a todos. Que los vio crecer con los juegos infantiles, convertirse en muchachos, soñar con participar en la guerra como hombres de pelo en pecho... Y no como lo que eran ahora, unos tirillas sin instrucción militar que apenas podían con el peso de los bazookas, y que además no habían visto a un norteamericano de frente en su vida, más allá, quizá, de Charles Chaplin, o de los hermanos Marx, que no disparaban tiros desde el otro lado de la pantalla.

    La película se titula El puente, y es una producción alemana del año 59 que obtuvo grandes premios y reconocimientos en su momento, antibelicista y cruda, muy poco patriotera. En el primer acto conocemos la vida de estos muchachos en su pueblo de Baviera, aún intocado por los bombardeos. Sólo de vez en cuando les sobrevuela algún avión aliado para echarle un ojo al puente estratégico. Los chavales van al instituto, flirtean con las compañeras, juegan a la guerra en los descampados... Hay cartillas de racionamiento y cunde el desánimo en el ambiente, pero por lo demás la vida transcurre como si tal cosa. 

    En la segunda parte, sin embargo, la guerra aparece con toda su virulencia. Ya no hay tirachinas, ni perdigones, ni pedradas en la cocorota. En un par de días tan locos como surrealistas, los muchachos se verán reclutados a la fuerza, vestidos de uniforme, armados con fusiles de verdad. Un alma caritativa de la Wehrmacht  les destinará a defender el puente de su propio pueblo, por el que no se espera que pase ningún ejército enemigo. Pero claro: el ejército alemán, en desbandada, es como el ejército español en circunstancias normales, y al final resulta que los tanques americanos terminan deslizándose por allí, enfrentándose a la defensa numantina de los pipiolos...



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Take Shelter

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Más pronto que tarde llegará el cataclismo devastador que arrasará la faz de la Tierra. Nos caerá un asteroide, o se elevarán los mares, o nos fumigará un virus mortal que no conocerá ni a su padre en el laboratorio. Un loco apretará el botón nuclear, o una civilización extraterrreste nos convertirá en biodiesel para seguir alimentando el vuelo interestelar de sus platillos volantes. Quién sabe.... Desde que el mundo es mundo, siempre ha habido un iluminado, un profeta, un plasta del apocalipsis que anunciaba el fin del mundo con grandes voces de lunático, o susurros insidiosos de sacerdote. En la Biblia salen muchos de estos tipos -generalmente barbudos y desaliñados- que erraron el tiro con las fechas. Ahora, curiosamente, cuando la destrucción es más probable, salen muchos menos hablando por boca de Dios. 

     Las gentes de bien nos reímos de estos tipos cuando los vemos en la televisión, y si por un casual nos los cruzamos por la vida, procuramos cambiar de acera, o de ascensor, y hacer como que no les hemos visto. Esta marginación social es la que sufre el bueno de Curtis, el granjero de Ohio, que en Take Shelter dice barruntar una gran tormenta que arrasará hogares y establos, cosechas y autopistas, hasta no dejar piedra sobre piedra. Podría aportar datos científicos sobre el cambio climático para que los vecinos se lo tomaran un poco más en serio. Pero Curtis -que empieza a volverse majareta por las noches, soñando pesadillas insoportables- también va perdiendo la chaveta durante el día, y pone caras de orate, y lanza discursos de pirado, y ya ni su mujer es capaz de seguirle la tontería. 

    Curtis, al menos, en sus ratos de cordura, tiene la decencia de indagarse a sí mismo en los manuales de psiquiatría, buscándose una esquizofrenia, una psicosis, una enfermedad tangible que le devuelva la honra y el buen nombre. Cualquier cosa menos ser considerado un profeta de la destrucción.
    
    Lo más cojonudo de todo es que Curtis, después de todo, tal vez tenga razón...



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