Breaking Bad. Temporada 1

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1. Hace mucho tiempo, en una galaxia personal muy diferente, daba comienzo en mi televisor la primera temporada de Breaking Bad. El mundo de los enterados iba ya por la segunda temporada, y desde su puesto avanzado en la expedición anunciaban que esta serie era distinta a todas las demás. Existía un consenso infrecuente sobre una ficción que decían singular, violenta, dramática, ingeniosa, cómica por momentos. Leías el periódico, comprabas la revista, escuchabas la radio, y todo era Breaking Bad por aquí y Breaking Bad por allá. Ya no recuerdo si primero descargué algunos episodios en internet y luego, ya convencido, compré los DVDs en las rebajas, o si me lancé directamente a por ellos en un acto de fe religiosa. Sólo sé que antes de enfrentar la primera tabla periódica con el Br-omo y el Ba-rio que sobresalían, salía un tío en calzoncillos en mitad del desierto, armado con un revólver, enfrentado al destino policial que venía aullando por la carretera. Aquella extravagancia podía ser el inicio de una gran decepción o de una gran aventura. El resto ya es historia.




2. Ninguna ficción permanece mucho tiempo en la superficie de mi memoria. No diré que me parezco al protagonista lamentable de Memento, pero casi. Incluso las series más amadas, o las películas más estimadas, se hunden sin remedio en mi fango neuronal, y sólo de vez en cuando, como burbujas de gas que pronto explotan, emergen escenas sueltas o diálogos aislados que se quedan temblando en el ambiente. Paso mucha vergüenza cuando me pillan en estos olvidos, que son mares, más que lagunas, pero esto de ir desmemoriado por la vida tiene una gran ventaja: puedo rescatar las series del barro y volverlas a ver como si fuera la primera vez. Es lo que estoy haciendo ahora con Breaking Bad. Todo me parece nuevo, sorprendente, vestido para el estreno. Sólo algún recuerdo vago y fastidioso ensombrece esta experiencia incomparable, tan cercana al nirvana de la tábula rasa.



3. El dinero no cambia a la gente: sólo la descubre, dice la sabiduría popular. Algo parecido ocurre cuando se padece una grave enfermedad. Su primer efecto es que rompe las máscaras, desanuda la lengua, libera el espíritu. Deshace los fingimientos, las tonterías, las filosofías impostadas.  En el caso de Breaking Bad, el cáncer de pulmón no cambia al personaje de Walter White. No lo "vuelve malo", haciendo una traducción chapucera del título. Sucede que el verdadero Walter White vivía sepultado, acobardado, sujeto por las convenciones. Llevaba muchos años creyéndose un fracasado, un pusilánime, un ciudadano como los demás. Pero era mentira. La enfermedad que va a matarlo en pocos meses caerá sobre él como un rayo que romperá los barrotes de su prisión. La inteligencia sumada a la desesperación creará ese gánster de leyenda que en Albuquerque y alrededores llaman Heisenberg.




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Z. La ciudad perdida.

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Cuando a principios del siglo XX el coronel Fawcett regresó de su expedición geográfica al Amazonas -donde había ido a trazar la frontera que separaba Bolivia de Brasil y sacar alguna tajada territorial para el Imperio Británico-, se presentó ante la Royal Geographical Society afirmando que había encontrado las ruinas de una ciudad perdida: una de cultura extrañamente avanzada, impropia de la selva que sólo poblaban los indios atrasados. La llamó Z porque según él la ciudad amazónica era la última pieza que completaba el puzle de las civilizaciones humanas.


    Nadie le creyó. La primera explicación plausible -que venía avalada, supuestamente, por los diarios de unos exploradores portugueses del siglo XVIII, a medio camino de la narración y la fantasía- es que tal ciudad, de existir, sería el vestigio de la civilización atlante que desapareció en las brumas de la historia. Tal vez El Dorado, que tan afanosamente buscaron los españoles y los portugueses en una fijación infructuosa que terminó convirtiéndose en un lugar común de la lengua. La segunda explicación es que los propios indios -tal vez una tribu especialmente dotada- fueron capaces de trascender su atraso secular al menos una vez en la historia, y crear una cultura que estuvo a la altura de otras que florecieron en lejanas latitudes y longitudes.


    Pero los miembros de la Royal Geographical Society no estaban dispuestos a admitir ninguna de las dos conjeturas. La primera opción era descabellada, mal documentada, prácticamente indemostrable. Y la segunda posibilidad era, sencillamente, imposible. A comienzos del siglo XX el racismo no era la palabra cargada de connotaciones que es ahora. Racista era, prácticamente, todo el mundo, y no sólo los antisemitas que ya en Alemania caldeaban el ambiente. Ni siquiera los círculos intelectuales se salvaban del prejuicio racista, que entonces no era considerado como tal, sino un científico saber, y un consenso racional. 

    Los indios, los negros, los melanesios.., todos esos humanos que habitaban zonas tropicales con mucho calor y muchos mosquitos eran genéticamente inferiores, y sólo había que comparar una ametralladora con una lanza para cargarse de razones. Para las mentes más avanzadas de la época, eso no justificaba la esclavitud, la explotación laboral, la esquilmación de los bienes y los territorios. Pero pretender, como pretendía el coronel Fawcett, que los indios fueran capaces de construir por sí solos una ciudad prodigiosa en el interior del Amazonas era casi como plantear una broma entre colegas de profesión.





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Leaving Las Vegas

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"No puedo recordar si empecé a beber porque me dejó mi mujer, o si mi mujer me dejó porque empecé a beber".

    Es una frase brillante, ambigua, que lo explica todo y no explica nada. Así le responde el personaje de Nicholas Cage a Sera, la prostituta que acaba de conocer en Las Vegas, cuando ella se interesa por la razón de su perpetua borrachera. De su afán por seguir bebiendo hasta caer muerto, literalmente, sin que nada, ni nadie -ni siquiera el amor que ha nacido entre los dos- pueda disuadirle de su intención. Bebo, y punto, viene a decirle Ben Sanderson. El origen del vicio es lo de menos. Si mi destino era ser abandonado, la bebida resultó ser la medicina; y si mi destino era la bebida, el matrimonio estaba condenado de antemano. Así que... qué más da. Se trata de la bebida en cualquier caso. Bebo, y punto. Es todo lo que tienes que saber. Y todo lo que vosotros, espectadores, vais a averiguar.


    Pero dicho esto, la memoria es traicionera, y selectiva, porque Leaving Las Vegas no es en realidad una película sobre el personaje de Nicholas Cage, que una vez presentado, y expuestas sus razones, o sus no-razones, languidece poco a poco en su melopea full time. El personaje que se adueña de la pelicula es Sera, la prostituta que acoge a Ben en su casa, y lo arropa, y lo cuida, y asume sin rechistar su deseo de darse muerte. Sera es la prostituta del corazón de oro, la mujer atrapada en su explotada soledad. 


    - Una joven guapa como Ud. puede conseguir al hombre que quiera. ¿No lo sabe? -le dice el taxista apiadado. 

Y Sera sonríe tímida, incrédula, como diciéndole "te lo agradezco, pero tú qué sabes". Porque su personaje es tan opaco, tan inescrutable, como el del borracho que vive acogido en su hogar. Las razones de Sera también se nos escapan, y de ella sólo conocemos su profundo dolor por la vida, y su profundo cariño por Ben. Lo demás es conjetura, sospecha, y eso hace que el efecto dramático de Leaving Las Vegas se multiplique por dos cuando llega su desenlace. Lejos de enfadarnos por no entender, se nos escapa la lágrima tonta que al final es profundamente comprensiva. Porque todos, al fin y al cabo, nos vamos labrando nuestra propia desgracia, y cuando nos preguntan por el rumbo equivocado que un día tomamos para estrellarnos, tampoco sabríamos muy bien qué responder. Es la vida, que nos lleva. El carácter, que nos condena. La desesperanza, que nos hunde.




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Lone Star

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Llevamos tantos años viendo ficciones de americanos que se aman y se odian en los parajes de su patria inabarcable, que sus geografías se nos han vuelto familiares, casi como de casa, y vamos aterrizando en ellas como quien llevara viajando allí toda la vida, dos o tres veces por semana.

    Por Texas, en concreto, que es el estado de la estrella solitaria, uno hace memoria de sus visitas y se acuerda de Harry Dean Stanton vagando amnésico por el desierto en París, Texas; de Javier Bardem perpetrando el mal absoluto en No es país para viejos: de James Dean volviéndose loco tras extraer su primer petróleo en Gigante; de Montgomery Clift y John Wayne guiando ganados hacia Abilene en Río Rojo. De J.R., también, haciendo de las suyas en Dallas, en ese recuerdo borroso y culebrónico de mi infancia en blanco y negro. De John Wayne, otra vez, pereciendo junto a sus compañeros en la defensa heroica de El Álamo

    De la geografía de Texas, de su historia, de sus gentes, de sus recursos económicos incluso, sabe uno más que de La Rioja, o de Murcia, o del Bajo Aragón, que son regiones tan cercanas como ignotas que nunca salen en las películas, pero que también tienen su idiosincrasia, y su crisol de culturas, y sus mil batallas por el territorio, y uno siente vergüenza por tal desapego, y tal alienación por los motivos del Imperio.


    Lone Star es una película tejana al cien por cien. Salen sheriffs de sombrero tejano -valga la redundancia-, mexicanos que trabajan en el subempleo y espaldas mojadas que baten records de atletismo no homologados perseguidos por las patrullas fronterizas. En este paisaje, y en este paisanaje, tendrá que desenvolverse el sheriff Sam Deeds para resolver la desaparición de otro sheriff anterior, el violento Charlie Wade, al que nadie echa de menos, pero al que todo el mundo quiere olvidar, y dejar que su cadáver enterrado en el desierto se deshidrate tan ricamente. Pero Sam, aunque entiende las razones de la omertá, no puede esquivar el asunto porque el principal sospechoso del asesinato es su propio padre, el también ex-sheriff Buddy Deeds, que además es héroe local, y busto de piedra en la plaza principal. Lo que se dice un conflicto de intereses. 

    Y el amor, claro, que ronda por allí, en los recesos de la investigación...




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La gran evasión

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La gran evasión que ahora nos preocupa es la que perpetran en cada ejercicio fiscal los mangantes protegidos por la ley. Porque la ley cacarea mucho, pero pica poco, y ya no sabemos si fulano sigue en la cárcel o si está de vacaciones en la cubierta de su yate riéndose de todo el mundo, en su quinto o sexto recurso contra la sentencia.

    La otra gran evasión, que es mucho más banal y divertida, es esta película que cuenta cómo unos ingleses listísimos -y un americano más listo que nadie, of course- se escaparon del campo de concentración de Nosedóndesberg, cerca de la frontera Suiza. Se escaparon nada más que por tocar los cojones a los alemanes, porque Nosedóndeberg es más bien un retiro espiritual, un monasterio de militares que trabajan la huerta, destilan su alcohol, se reúnen en el claustro y vagan libremente por el recinto que custodian los demonios ametrallados. Un retiro dorado. No diré que el campamento parezca un balneario -como afirman las malas lenguas que critican la película- pero vamos, que casi.

    Algunos días, en las fiestas del santo patrón, los reclusos juegan al béisbol, izan banderas, celebran cuchipandas, y podrían sodomizarse en alegre fraternidad sin que ningún oficial alemán les diera orden de recular. En La gran evasión ya se huele la derrota de los nazis, y el jefe del campamento, el tal Von Luger, sólo quiere que los prisioneros no le causen muchas molestias -fundamentalmente que no se escapen-, y poder presumir de estadísticas ante sus superiores en Berlín. No es que los alemanes parezcan idiotas, o poco espabilados, incapaces de adivinar que sus huéspedes están horadando no un túnel bajo sus pies, sino tres. Ocurre, simplemente, que los guardianes ya no están por la labor, y que del mismo modo que los ingleses desean regresar a Londres para abrazar a sus darling, ellos, que también tienen su corazoncito, también quieren volver cuanto antes a Berlín para achuchar a sus Braut




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Crisis in six scenes

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Según se cuenta en los mentideros de internet, Woody Allen rodó Crisis in six scenes maldiciendo, desde el primer momento la decisión de haber aceptado el encargo. Como si no se viera capaz de afrontar el desafío, y le doliera en el alma haberse vendido al pastón que le ofrecía Amazon por hacer una serie de qualité. Allen es un tipo rutinario que rueda su película anual, toca su clarinete los lunes y las fiestas de guardar, y dedica largas horas del día a ver deporte en la televisión, y ya nos parecía extraño -cuando saltó la noticia en los medios- que a sus ochenta y tantos tacos aceptara un encargo tan ajeno a su currículum. No debe de ser casualidad, por tanto, que su personaje en Crisis in six scenes, en la última escena de la serie, recostado en la cama como quien se ha desprendido de un peso mayúsculo, diga:

    "Quizá debería pasar de esa chorrada de serie de televisión y brindarme una última oportunidad de escribir un libro".

    Crisis in six scenes no es una mala serie, ni un fiasco, ni una puta mierda como afirman por ahí sus detractores masculinos, y su ejército de detractoras femeninas, que están a la que salta con el personaje. Allen lleva tantos años en el oficio que es incapaz de rodar algo que sea basura o desperdicio. Sin embargo, en los últimos tiempos -que se alargan ya en demasía- el genio que le inspiraba las grandes obras parece haberlo abandonado, y sus películas se suceden como si fueran un compromiso con sus productores, o consigo mismo, pero ya no con el público que lo veneraba, y que lo sigue venerando gracias a los viejos DVDs.

    Crisis in six scenes es una serie extraña, indefinible, tal vez porque en realidad no es una serie, sino una película de140 minutos repartida en seis párrafos que se van separando con un punto y coma. Allen ya no está para los trotes de la comedia vertiginosa, chispeante, "a la americana", y la serie le ha salido discursiva, premiosa, divertida sin más. Provoca varias sonrisas, pero ninguna carcajada. Lo mejor es que Allen vuelve a hacer de sí mismo, y a reírse de sí mismo, de sus neuras y manías, hábitos e hipocondrías, y es como regresar a los viejos tiempos de sus películas añoradas. Lo segundo mejor es que sale mucho Miley Cyrus, y Miley Cyrus es una chica que está muy rica, y además hace de revolucionaria que se acuesta con Panteras Negras y pone posters del Che Guevara en las habitaciones. Y eso es como una flecha de Cupido atravesando el corazón del viejo bolchevique.






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Colossal

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El odio es un sentimiento rocoso, granítico, más perdurable que el amor, que es una emoción orgánica con tendencia a la oxidación celular. El odio está hecho de un material biológico mucho más resistente, y no hay tiempo ni evidencia que lo erosione. Al menos en el tiempo geológico que ocupa una vida humana. Cuando surge del magma de un rencor, o de una humillación, el odio se solidifica al instante en contacto con el aire, y se queda ahí, petrificado en el corazón, en la entraña, como un carbón negro cuyo calor nunca se extingue.

    El odio es una cosa muy jodida, y genera calcificaciones en el alma. Sobre todo en quien odia, porque el odiado sólo tiene que cambiar de acera, o hacerse el loco, y a veces ni se entera de su condición, mientras que el odiante lleva su oficio todo el día, en el forro de la piel, como una segunda naturaleza que a veces lo enciende y lo domina. 

Colossal, la película inefable de Nacho Vigalondo, habla de odios que nacen en la infancia y son capaces de construir -literalmente, sí- monstruos gigantescos que arrasan las calles de Seúl en la otra punta del mundo. Es un planteamiento absurdo, sin pies ni cabeza, pero una vez aceptada la premisa, Colossal se sigue con cierto interés antropológico. Porque no hay -en efecto- odios tan puros, ni tan cristalinos, como los que surgen en la infancia. Y mira que odiamos, a lo largo de la vida: al gobernante que nos asfixia, al compañero que nos jode, al vecino que nos molesta, al amor que nos traiciona. Pero nunca llegamos a odiar con la pureza, con la inocencia, con la saña virulenta, de la niñez. 

Todo odio posterior tiene algo de racionalización, de explicación científica. Pero allá en el colegio, o en el parque del barrio -donde Anne Hathaway pone el pie y destroza un rascacielos en Corea del Sur- los odios son como las cenizas que cayeron sobre los pobres pompeyanos, que los dejaron en la misma pose, y en el mismo gesto, para toda la eternidad de los museos.




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Un puente lejano

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La Guerra Fría comenzó varios meses antes de que terminara la II Guerra Mundial. Desde que los alemanes empezaron a retirarse en el frente del Este, y tuvieron que repartir sus tropas tras la invasión de Normandía, nueve de cada diez estrategas militares hubieran apostado sus galones a que la guerra en Europa estaba finiquitada. Lo importante ya no era la victoria, sino la rapidez en obtenerla. La toma de Berlín sería la primera lucha simbólica entre las "fuerzas democráticas" y el comunismo soviético que venía lanzado por las estepas. Quien tomara Berlín se llevaría la foto icónica de la victoria, y la ventaja negociadora en el futuro político de Alemania.


    La ventaja operativa era del Ejército Rojo, que encontraba terreno más propicio e infundía mayor pavor entre los alemanes. Así que empezó a cundir el nerviosismo entre los mandos angloamericanos que se veían rezagados en los bosques de Francia. Quizá por eso, herido en su orgullo, algún general planteó la operación Market Garden como un atajo para alcanzar Berlín antes de que acabara 1944, y reírse en la cara de los ruskis cuando llegaran tarde a la toma del Reichstag. El plan era lanzar varias divisiones de paracaidistas sobre Holanda, tomar los puentes estratégicos que dominaban el Rin y avanzar directamente sobre el centro industrial de Alemania.

    Pero esta vez, ay, para desdicha de la coalición, sí había armas de destrucción masiva desplegadas sobre el terreno, que en aquella época eran las divisiones acorazadas de los alemanes, con los tanques Tiger y los Panzer apuntando hacia las carreteras. Lo había advertido la resistencia holandesa, y lo habían corroborado las fotografías aéreas. Pero en aquel entonces, como en este ahora, los halcones del ejército estaban demasiado interesados en lanzar las tropas sobre el terreno. La chapuza de la operación Market Garden fue casi total, y esto es lo que se afana en contar, con todo lujo de detalles -tantos que a veces te pierdes y bostezas- esta película que Richard Attenborough rodó años antes de irse a Costa Rica para abrir un parque temático sobre dinosaurios resucitados.




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