The Wrong Mans

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En un cajón olvidado del portátil he encontrado la serie británica The Wrong Mans, que filibusteé hace tanto tiempo que ya ni me acordaba de tenerla. Ni siquiera recuerdo quién me la recomendó, o qué leí para lanzarme sobre ella. Son las cosas preocupantes que a veces me suceden con las series, incidentes que supongo comunes a todos los seriéfilos que no damos abasto con tanta tentación, y con tanta novedad. 

    The Wrong Mans simplemente estaba ahí, como caída del cielo, acurrucadita en su letargo informático de meses o de años. Daba como pena despertarla, con sus seis episodios tan juntitos, tan cortitos, de media hora de duración, como una camada de lechones o de perretes. Seis episodios juguetones, divertidos, que iban de dos panolis que se ven involucrados en un asunto mafioso de trascendencia internacional, con espías del MI6, agentes soviéticos, ministros corruptos, mujeres fatales y chinos muy peligrosos que persiguen maletines con dinero... Algo así como una parodia de las películas de Jason Bourne, que siempre se las apañaba para salir indemne de sus movidas con su potra inconcebible, y su habilidad de agente superentrenado por la CIA.

    La otra forma de salvarse cuando te persiguen los malos armados hasta los dientes es ser un imbécil integral, y en el caso de The Wrong Mans, estos dos tipos son bastante imbéciles, bastante impredecibles, y es precisamente esa conducta errática -como dos moscas en una habitación- la que va minando la paciencia de los asesinos mejor entrenados del panorama internacional, los británicos a un lado, y los agentes de Putin al otro.



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Carlos Pumares. Un grito en la noche

Cuando supe de su existencia, pensé que el libro Carlos Pumares: un grito en la noche estaría descatalogado, y que tendría que volverme loco en internet para conseguirlo, pagando, tal vez, un precio desorbitado por lo que ya seguramente era un libro de culto. La Biblia Pumariana, para los cuarentones que le escuchábamos en la adolescencia, robándole horas al sueño para dedicárselas al cine, o al Monolito, a lo que surgiera de aquellos micrófonos imprevisibles, que podían ser recetas de cocina o  llamadas a la rebeldía ciudadana contra el gobierno.

    (Luego, con los años, cuando supimos algo más de política, descubrimos que Carlos Pumares era un anarquista de derechas reaccionario y vociferante, y de pronto ya no nos hacían tanta gracia sus teorías sobre la iniquidad de los impuestos, o la sacrosanta voluntad de los empresarios. Peccata minuta, en todo caso, para un tipo que nos regaló la pasión por el cine como Prometeo nos regaló el fuego en los albores. El día que empecemos de una puta vez la Revolución, al Pumares lo indultaremos, y le haremos rezar tres himnos de Riego en penitencia, y luego le investiremos como Ministro de la Cosa Ésa del Cine, como él mismo decía).


    Para mi sorpresa, encontré el libro en una sitio online que todo el mundo conoce, y comprendí que éramos muchos los que todavía sentíamos curiosidad por el personaje, y estábamos dispuestos a pagar 16 euros para satisfacer nuestra curiosidad de ex oyentes del programa. ¿De dónde venía Carlos Pumares? ¿Cómo se gestó su Polvo de Estrellas? ¿Por qué duró tan poco el experimento en la televisión? ¿Qué pintaba don Carlos haciendo el indio en Crónicas Marcianas? ¿Dónde estaba ahora el tipo que nos hizo reír como cosacos en las madrugadas de los gamberros? ¿El que malogró nuestras vidas para siempre, convirtiéndonos en trasnochadores de la radio y de la vida?  

    Pero, queda, al final, un poso triste tras la lectura. Pumares se autodescribe como un ser solitario, medio amargado, dejado de lado por todos los que una vez consideró amigos, o al menos compañeros. En el año 2007, fecha de publicación del libro, ya nadie contaba con él para nada serio: blogs ignotos de internet; paseíllos por televisiones cutres; charlas en pueblos perdidos; críticas de cine para los periódicos del facherío... Una mierda, con perdón. Pura supervivencia. Un final indigno para el hombre que muchos cinéfilos consideramos un maestro, y un referente, aunque suene todo tan manido como cursi. Pumares era divertido, culto, atrabiliario, ingenioso, didáctico, puñetero, leído, facha, insoportable, entrañable. Irrepetible. 

    Todavía hoy, siempre que termino de ver una película, me pregunto: "¿Qué opinará el Pumares de ella?"

- ¿Y el contacto con la gente?
- Me hago mayor y cada vez más raro. Y como he sido hijo único y siempre he estado a gusto solo, pues el sentimiento se agudiza. No tengo problemas por estar solo. Me gusta. 





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Synecdoche, New York

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El síndrome de Cotard es una alteración muy rara de la conciencia que consiste en la desconexión mental de sentirse vivo. El paciente, o la pacienta, vive convencido de que está muerto y de que continúa entre los vivos gracias a un designio de los dioses, o a un milagro inexplicado de la medicina. Estos sujetos -que a veces son gente infortunada que se ha dado una hostia monumental en la cabeza- afirman que su cerebro ya no funciona, y que sus órganos, a los que sienten paralizados y huelen putrefactos, han dejado de servirles. Es una pedrada mental de una entre cien millones. Una que figura en las páginas más recónditas de los manuales de psiquiatría. 

    En Synecdoche, New York -que ya es un título rarito de cojones para que nadie pida luego reclamaciones- Kaufman coloca de personaje principal a un tipo apellidado Cotard con toda la intención. Caden Cotard -al que da vida el no suficientemente llorado Philip Seymour Hoffman-  es un autor teatral que sobrevive como puede en la jungla de Broadway y sus circuitos colaterales. Ya en las primeras escenas descubrimos que algo no funciona bien en su cabeza: le asaltan olores extraños, se ve a sí mismo en la televisión, le salen hipocondrías de todo tipo...  Pero cuando su mujer decide abandonarle y llevarse consigo a Olive, su hija, Caden Cotard, sin dar un grito, sin romper nada frágil que estuviera a su alcance, se enchaveta por completo y ya decide declararse muerto en vida, cotardiano perdido, como esos tipos extrañísimos de los manuales.

    A partir de ahí, Synecdoche, New York es el porro mental de Caden Cotard construyendo una obra de teatro que refleje su propia vida, ya que la suya ha sido declarada fallecida. Y así se tira años y años, encaneciendo y deformándose, mientras sus subalternos, que también se dejan allí la vida, se quejan todo el tiempo de "a ver cuándo estrenamos". Lo dicho: un porro.  

    Luego -creo- la vida real y la vida del teatro se anudan, se confunden, y lo que era real pasa a ser imaginario, y viceversa, y hay actores que hacen de los propios actores, y mujeres que interpretan el papel central de Caden Cotard, y cosas así... O algo parecido. No sé. Synecdoche, New York es un juego mental para las élites culturales en el que yo descabalgué al poco de empezar. Até mi caballo al poste, entré en el saloon a tomarme la zarzaparrilla, y desde allí, a través de los ventanales, me puse a contemplar esta extrañísima película como quien mira un cuadro abstracto, o escucha la locura alucinante de un cotardiano de verdad.




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Proyecto Lázaro


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Según el evangelio de San Juan, Lázaro de Betania llevaba cuatro días muerto cuando Jesús se plantó ante su sepulcro y dijo aquello de "Levántate y anda". Como no soy dado a las series de criminólogos, desconozco el estado de putrefacción que puede alcanzar un cuerpo humano en esa etapa del más allá. Pero supongo -y más en Judea, con el calor del desierto, y las tumbas mal selladas- que Lázaro no andaría para muchos trotes cuando emergió de la oscuridad. Como milagro, su vuelta a la vida es un suceso incomparable, pero no sé hasta qué punto fue un acto caritativo de Jesús. 

    La película de Mateo Gil se titula Proyecto Lázaro no por casualidad. Marc Jarvis es un joven publicista que gana una pasta gansa y vive en una casa de ensueño junto al mar. Las titis del negocio se lo rifan para decorar sus camas solitarias... Todo es fiesta y sonrisa hasta que un cáncer de garganta, prematuro y demoledor, le condena a morir en el exiguo plazo de un año. Como en su caso hay mucho dinero, y mucha fe en la ciencia del futuro, Marc decide criogenizarse antes de que el cáncer se expanda por su cuerpo. Confía en que algún día, cuando llegue la resurrección de la carne anunciada en los evangelios, vuelva a ser el mismo Marc Jarvis de siempre, atlético y lozano, aunque el mundo donde creció se haya perdido en los sumideros del tiempo.

    Pero las ciencias de la resurrección, ay, aunque adelantan una barbaridad, todavía no están para muchas aventuras en el año 2084, que es cuando la empresa de congelados decide concederle una segunda oportunidad. Prodigy Health Corporation es una institución muy aparente, muy futurista, con mucho cristal y mucho suelo blanco. Mucho ordenador embutido en pantallas de cuarzo que relucen. Pero en realidad es una industria algo torpe, novata en este arte de devolver muertos a la vida. Sesenta años en una cuba de nitrógeno líquido, al parecer, no te garantizan estar mucho mejor que Lázaro tras sus cuatro días en el sepulcro, así que al criogenizado hay que ponerle casi de todo, desde músculos a tendones, desde órganos hasta cordones umbilicales que lo atan a una máquina. Una gran chapuza, en realidad, que Marc Jarvis soporta al principio con aire flemático, pues más vale estar así, remendado y dolorido, que no diluido en la negrura espesa del no existir.  





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Me siento rejuvenecer

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Cuatro siglos después de que Ponce de León buscara la fuente de la juventud en la península de Florida, el Dr. Barnaby, en la otra costa de los americanos, se puso a mezclar sustancias para dar con la fórmula mágica que detuviera el envejecimiento. El Dr. Barnaby lleva gafas de culo de vaso, tiene despistes propios de un genio y luce la elegancia británica de Cary Grant en cada una de las escenas. Su esposa, Ginger Rogers, que es una mujer chapada a la antigua, vive entregada al bienestar de su marido, y aunque anda por casa siempre vestida para una fiesta -porque en aquellas películas pasaban estas cosas tan fascinantes como ridículas- lo suyo es preparar sopas y planchar camisas para que el doctor no pierda un segundo de sus hondas reflexiones. Ella, en cierto modo, aunque esté tan poco empoderada, tan poco liberada de su yugo, también trabaja para la ciencia y para el progreso.

    El título original de la película es Monkey Business porque al final es un chimpancé, y no el doctor Barnaby, el que da con la síntesis exacta de la poción, mezclando al azar varias sustancias que reposan en los tupos de ensayo. Las probabilidades de que esto suceda son aritméticamente inconcebibles, como si el mismo mono, sentado al piano, interpretara la novena sinfonía de Beethoven con todas sus notas y toda su carga emotiva. Pero estamos en una screwball de aquellas que bordaba Howard Hawks, y los espectadores entramos en el juego con tal de ver a Cary Grant haciendo el payaso, y a Marilyn Monroe -que hacía sus pinitos, y lucía sus palmitos- enseñando pierna gracias a las medias irrompibles de acetato. Lo de ver a Ginger Rogers haciendo mohines y cucamonas ya es otro cantar...

    Lo que no queda muy claro, después de todo, es el efecto real de la fórmula obtenida. Porque rejuvenecer, lo que se dice rejuvenecer, no lo hace. Mejora la vista, cura la artritis, devuelve la euforia, pero los personajes siguen tal cual estaban, alopécicos, o barrigudos, o con el culo caído. La pócima es más bien un medicamento universal para los males menores, pero no parece detener el reloj biológico de los genes. Lo que sí detiene, y hasta retrasa, es la edad mental de sus consumidores, que según la cantidad ingerida regresan a las tontunas de la juventud, o a las gilipolleces de la adolescencia, y se comportan como auténticos irresponsables de la vida civil estrellando coches o pellizcando culos. La pócima de la juventud sólo parece despertar lo peor de las sinapsis cerebrales.



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7 años

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Acorralados por la justicia, los cuatro socios de una empresa que evade capitales se reúnen para decidir quién habrá de pagar el pato. Los cuatro son unos chorizos por igual, pero si van todos a la cárcel, como en la película de Berlanga, el negocio se va a tomar por el culo. Pero si sólo va uno de ellos, asumiendo todas las culpas, la empresa podrá seguir funcionando con los tres miembros restantes, que compensarán al chivo expiatorio con dineros y prebendas. 

    Incapaces de ponerse de acuerdo sobre quién habrá de pasar siete años poniendo el culo en las duchas, los cuatro socios contratan a un intermediador para que les ayude a elegir víctima. Podrían echarlo a pares o nones, o al pito-pito-gorgorito, a la pajita más corta, pero todos estos sistemas les parecen muy injustos y muy poco profesionales. Así que allí, en la sede social de la empresa, se presenta el intermediador para encontrar una decisión negociada y aceptada por todos. Los cuatro empresarios tratan de mantener una discusión racional, de pros y contras, de tú tienes familia y tú eres más prescindible en el negocio y tú no soportarías ni cuatro días en el trullo.

    Pero el diálogo se enquista, los nervios se sublevan, y al final deciden entrar a matar: que si tú eres un tal, que si tú un cual, que si tú un inútil, que si tú una puta... 7 años, la película, dura lo mismo que una conversación entre cuatro amigos que van perdiendo la compostura y acaban a gritos y a hostias como ingleses borrachos en una terraza de Magaluf. El mismo tiempo que duraría la reunión a puerta cerrada de un partido político, uno que tuviera que decidir quién se enfrentará a los leones de la prensa como quien echa un hueso a los perretes. 

    Quiero pensar, malévolamente, que 7 años es una metáfora retorcida sobre el estado actual de las cosas, y no un simple ejercicio de estilo -muy meritorio- ni un simple ejercicio de antropología -muy interesante. 



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Sparrows

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Han querido los hados que la película islandesa Sparrows aterrice en mi ordenador justo al mismo tiempo que leo las andanzas de John Carlin en esa isla que ya es mítica en lo futbolístico, y ejemplar en todo lo demás. El libro lleva por título Crónicas de Islandia, y por subtítulo, El mejor país del mundo. "Lo más parecido a una utopía bajo el sol", dice el bueno de John Carlin, que escribe páginas y páginas buscando una tara, una vergüenza, una fosa séptica escondida bajo ese jardín florido de progreso social y orden económico. Y no termina de encontrarla. 

    Al final de su aventura, tras decenas de entrevistas con islandeses de todo pelaje, desde ministras del gobierno a pescadores del bacalao, John Carlin se autoproclama islandés de adopción, y evangelista de su modo de vida. Islandia es, en efecto, el paraíso de la mujer liberada, del estado del bienestar, de la monogamia sucesiva que no conoce la culpa ni el pecado, pues allí los curas siempre lo tuvieron crudo con los paganos ancestrales. Islandia, además, que ya ha trascendido su pasado agropecuario, bulle de creatividad en todos los sectores de la economía, y aquello es como la meca actual de los ingenieros, de los biotecnólogos, de los diseñadores de esto y de los diseñadores de lo otro.

     A Sparrows, sin embargo, aunque transcurra en tierras islandesas, todo esto le importa un comino. Su relato es más íntimo, más pesaroso, lejos de las luces modernistas de Reikiavik. Ari, su protagonista, es un adolescente que ha de pasar el verano con un padre al que hace años que no ve. Y su padre no es, precisamente, un islandés modélico ni sofisticado. Es, más bien, un borrachuzo con arranques de ira que malvive trabajando en una factoría de pescado, en el quinto pino que plantaron los vikingos cuando llegaron a la isla. No todo el monte es orégano, al parecer, lejos de la capital. El pueblo huele a pescado, los adolescentes se cuecen en los botellones, y la chica maravillosa prefiere entregar sus besos a un matón de los que te encontrarías en cualquier lugar del mundo, en Moratalaz, o en Ponferrada, muy lejos de la mística del escandinavo civilizado.

    El pueblo de Sparrows es, para resumirlo, un pueblo de mierda. Ahora vete tú y dile al pobre chaval que está viviendo en "la utopía bajo el sol". Como poco te mete una hostia y te deja en el sitio. 




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The Young Pope

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The Young Pope no es una serie de televisión. Son dos. La primera consta de seis episodios y basta con ver sus primeros minutos para ya quedar enganchado y recomendársela a todo el mundo. Es como si Paolo Sorrentino no hubiera dejado de rodar La gran belleza, solo que ahora, en vez de seguir las andanzas de Jep Gambardella, traspasa los muros del Vaticano para seguir las aventuras de Lenny Belardo, el cardenal norteamericano que es elegido contra todo pronóstico por el Espíritu Santo. Porque ha sido Él, sin duda, y no el cardenal Voiello, el hacedor de papas que se ha quedado pasmado, quien ha designado a un tipo tan inesperado como contradictorio: guapo, joven, atlético, fumador..., y ultraconservador hasta meter miedo.

    Pío XIII -y la elección de este nombre no es, por supuesto, casual- recoge el testigo de San Pedro para cercenar cualquier afán aperturista o reformador. La Iglesia, bajo su mandato, regresará a las posturas beligerantes e intransigentes. Poco a poco irá desandando el camino hasta perderse en los tiempos decimonónicos, cuando la Iglesia todavía era una institución poderosa, de extensos territorios, que acojonaba a sus feligreses con solo levantar un dedo. Belardo ha optado por el camino oscuro para salvar a la Iglesia como un Darth Vader vestido de blanco. Si la gloria estaba en el pasado -piensa Belardo- volvamos a él. A la misa en latín, al papa que no viaja, a las amenazas del infierno.

    La segunda parte de The Young Pope tiene cuatro episodios y ya es como si a Sorrentino le hubiera dado un telele, o un aburrimiento. Lo que antes era intriga política y debate teológico, ahora se convierte en torrente de sentimientos, y en pulsión de los corazones. La serie embarranca y nos confunde. Hay lágrimas, pudores, confesiones, arrepentimientos. Padres ausentes que parecen sacados de una película ñoña de Steven Spielberg. Si la serie nos tenía fascinados porque el Vaticano es tenebroso en los fondos pero bellísimo en las formas, de pronto, como en la película de Manuel Summers, aquí to er mundo é güeno y encuentra su redención, y su camino, y su perdón. Y el  Vaticano, para nuestro asombro, vuelve a ser ese lugar de gentes buenas y afables que nos narraban los curas de nuestra infancia. El País Encantado de los Hombres sin Sexo. 

Sólo faltan las campanas tocando en el cielo, como en el final de Rompiendo las olas.


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